Yuli Herrera y Ledián Soto protagonistas de Coppelia. Foto: Nancy Reyes Luego del merecido descanso que siguió a la exitosa gira por Italia, el Ballet de Camagüey volvió este fin de semana al Gran Teatro de La Habana para presentar una de sus mejores producciones: Coppelia. El clásico con música de Leo Delibes es probablemente, junto a Giselle, la obra del repertorio tradicional más elaborada que exhibe actualmente la compañía dirigida por Regina Balaguer, y constituye, a mi juicio, una justa referencia sobre su revitalización.
La tónica de esta corta temporada fue el debut en los roles protagónicos de cuatro jóvenes bailarines, quienes asumieron con irreprochable seriedad el reto. Siuchén Ávila, a quien el público habanero recuerda por su singular interpretación de Giselle hace algún tiempo, subió a escena con una Swanilda muy bien pensada, concentrada al máximo y con no pocos momentos de brillantez, donde su espléndida línea lució sobremanera y encontró en los saltos y los equilibrios un apoyo encomiable. Tal vez no esté de más señalarle, a propósito de su esmerada concentración, mayor fluidez en determinados pasos, sobre todo a la hora de picar fuertemente con la punta en las numerosas rondas con que cuenta la obra. No obstante, hablamos de una bailarina probada: una de sus virtudes sigue descansando en el rico compendio de gestos que hacen de sus mímicas un punto y aparte dentro del conjunto. Tuvo a su lado a Yanni García, quien sigue creciendo aceleradamente como bailarín, y que a pesar de no haber estado muy eficiente esta vez como partenaire, mostró, en cambio, unos solos muy virtuosos y un atractivo sentido del humor.
Yuli Herrera constituyó una auténtica sorpresa, pues es la primera vez que la tenemos por la capital como profesional y ha dejado un buen sabor. Durante la función del viernes, no pocos quedamos sin aliento ante la pujante coda de su pas de deux. De técnica poderosa, los giros de esta muchacha son un escándalo dada la limpieza y ajuste que conocen. A pesar de mostrar cierto descuido en la interpretación —resultado muy propio de la sangre joven—, a Yuli se le vio derrochando gracia y agilidad, por lo que me arriesgo a prever que, al correr de unos años, hará muy suyo a este avispado personaje. La acompañó admirablemente Ledián Soto, quien no desaprovechó las variaciones de su Franz y expuso en ellas un resumen de su arsenal: grandes saltos, sobrios piruetees y mucho garbo.
El cuerpo de baile, por su parte, logró granjearse meritorios aplausos gracias a las danzas de carácter, trenzadas con mucha holgura. Pero aún más: las muchachas, en particular, estuvieron a la altura requerida; las cuatro amigas de la protagonista, por ejemplo, ejecutaron sus momentos con precisión y vigor.
Liuba Corzo, una de las mejores Swanilda que posee el Ballet de Camagüey, centró en esta ocasión la czarda del primer acto, y brilló notablemente como el Amanecer en el tercero. La siguió con esmero y buenos efectos, también en dichos papeles, la siempre enérgica Maylín Hernández, quien tuvo por compañero en la mazurca a Iradiel Rodríguez. Junto a ellos, la labor de Néstor Luis García en la encarnación del Dr. Coppelius fue sencillamente inmejorable. Subiendo por encima de un maquillaje que para nada lo ayudó, supo engrandecer al controvertido personaje con una técnica intachable.
La Coppelia de los camagüeyanos fue bien acogida, una vez más. La Sala García Lorca se convirtió en testigo del empeño de un elenco muy joven y prometedor, llamado a reafirmar con nuevos bríos el nombre de esta compañía. Por tal razón, saludos al esfuerzo de ensayadores y montadores por regalar un producto de calidad, donde pulsa concientemente la seriedad y la mesura, tan caras al buen arte. Ojalá repitan.