Mella nunca bajó la mirada, ni siquiera en el final. Autor: Falco Publicado: 09/01/2024 | 10:49 pm
Cuando Machado supo de la muerte de Julio Antonio Mella, enseguida sintió que la furia le subía por dentro. «¡Fue un fracaso!», gritó. Santiago Trujillo, el jefe de la policía secreta, palideció.
No entendía nada: ¿por qué esa ira? El hombre, en definitiva, ya estaba muerto: un par de tiros por la espalda, un poco de agonía en la Cruz Roja y se acabó. ¿No lo quería liquidado? Pues ahí estaba, bien muertecito: hasta en la portada de los periódicos aparecían las fotos del velorio.
No era un trabajito perfecto, pero andaba bastante limpio. Que alguien dijera que no. «Tenían que haber esperado más tarde», dijo Machado, sofocado. «Que no hubiera testigos. Había que matarlo al momento, no dejarlo herido».
Sin embargo, lo que más enfurecía era aquella mujer. «A esa italiana la dejaron viva —insistió—. Es una testigo, es peligrosa. ¿Por qué no la mataron?». Trujillo debió bajar la cabeza. «Tenían que matarla —oyó—. Hay que matarla».
A Tina Modotti, la compañera de Julio Antonio Mella, no la asesinaron a tiros: la balearon de palabra. Después de aquella noche del 10 de enero de 1929, comenzó una campaña de prensa que la mostró como una mujer de baja moral.
La policía registró su apartamento y hasta la obligaron a exhibir sus prendas íntimas. Un interrogatorio durante las investigaciones indagó por el momento en que la pareja se había acostado por primera vez, y los datos se publicaron en los periódicos.
A 95 años del suceso, tal parece que «la italiana», como le decían, sigue cargando con las sombras del crimen. En los últimos tiempos, por las redes sociales aparecen las versiones más diversas.
Se dice que Tina Modotti era en verdad una agente de la inteligencia soviética, colocada al lado de Mella para saber realmente quién era ese joven cubano. Se dice que colaboró con el asesinato. Se dice, incluso, que el crimen tenía trasfondos mayores y era el de impedir una rebelión en Cuba que se saliera de las órdenes de la Internacional Comunista.
Se dicen tantas «verdades», pero no se responde una de las preguntas principales: ¿quién era Mella? Entre tantos enemigos que tenía Machado, ¿por qué era tan urgente matar a ese joven? ¿Conocemos hoy a cabalidad al hombre que palpita detrás del líder?
Todos los años en Cuba se hacen homenajes, más o menos públicos y casi siempre en la misma línea: la del revolucionario intachable, el líder entusiasta y sin mácula; el de un vidente de la historia bendecido por el marxismo. Lo pintan tan perfecto y lo dibujan en un tono tan acaramelado que terminan por aburrirlo. A él, que no tuvo reparos en que lo fotografiaran desnudo. ¿Por dónde andarán esas fotos? ¿Alguien lo sabe?
De su relación con Tina Modotti se han tejido leyendas, como las de esas imágenes, pero los mitos han terminado por ocultar el vacío espiritual que vivía Julio Antonio Mella cuando conoció a la italiana. Por esa época, su esposa, Olivia Margarita Zaldívar, había tomado la decisión de regresar a la casa de sus padres en Camagüey.
Había acabado de nacer una niña a la que el padre llamó Natasha. Sin embargo, sobre el matrimonio pesaba una tragedia: la muerte de otra niña a los pocos días de su nacimiento, más un entierro casi oculto por no contar con los fondos para la ceremonia.
El 1ro. de noviembre de 1927, desde Nueva York, Mella escribe una carta aplastado por el dolor. El dios inmutable aparece lleno de humanidad a lo largo de las líneas. Dice: «No sabes cómo me encuentro. Un poco más y me llevan para un manicomio o una cárcel».
Después confiesa que no podrá volver nunca más a su patria y que Machado será eterno: «Entonces Cuba no tiene más solución que la revolución proletaria en otros países. Es terrible haber nacido con un maletín en la mano... Así soy yo en Cuba».
Obra Mella de Tomás Sánchez
¿Por qué debían matarlo? Porque Mella preparaba un alzamiento que podía poner a Cuba entera sobre las armas. Para la rebelión contaba con un cargamento que el presidente de México, Álvaro Obregón, había destinado inicialmente para derrocar al dictador venezolano Juan Vicente Gómez.
Cuando en julio de 1928 Machado se proclamó candidato único a las elecciones de noviembre, Mella supo que había llegado el momento. En octubre, envió a Cuba a un hombre de su entera confianza, Leonardo Fernández Sánchez, para establecer alianzas con el Partido Comunista, con los estudiantes, con veteranos independentistas y fuerzas de la burguesía dispuestas a rebelarse.
Fernández Sánchez se reunió con varios dirigentes. Uno de ellos fue el general mambí Fermín Peraza en el local del periódico Unión Nacionalista. En la entrevista participó Rey Merodio, el administrador del rotativo.
Terminado el encuentro, Merodio llamó a su otro jefe, al verdadero, al que le pasaba toda la información: a Santiago Trujillo, el jefe de la policía secreta de Machado. Ese día se dio la orden: había que matar a Mella.
Machado lo conocía bien. O, al menos, lo tenía bien medido. En 1925 le armó una componenda de terrorista por unas explosiones en La Habana. Mella se declaró en huelga de hambre en protesta por la acusación. «Si no quiere comer, que se joda», dijo el dictador.
Medio mundo protestó, y hasta los padres del presidente enviaron un telegrama pidiendo por el joven. Después de 18 días de manifestaciones, el 23 de diciembre el Gobierno aceptó el pago de una fianza de 1000 pesos.
En esos días, sin embargo, se conoció un hecho polémico: la decisión del Partido Comunista de Cuba de expulsar a Mella, uno de sus fundadores. La decisión se tomó por una facción de su Comité Ejecutivo mediante un juicio, que tachó al líder juvenil de oportunista, individualista e indisciplinado.
¿Qué había detrás de esa decisión? ¿Inexperiencia, ceguera, envidia? El caso es que la medida fue un tiro a la cabeza de la propia organización política. Charles Ruthemberg, secretario general del Partido Comunista de Estados Unidos, envió una carta muy dura contra la dirección de los comunistas cubanos.
«El Partido Comunista en Cuba —escribió— no cuenta con tantos líderes como para que se dé el lujo de deshacerse de un hombre como Mella. (...) Creemos que el camarada Mella es un comunista leal y no un traidor. Más aún (...), él es un camarada de extraordinaria capacidad, que en el futuro debe ser de un gran valor para el movimiento comunista en Cuba».
Como ha insistido el profesor Rolando Rodríguez, en su biografía Mella: una vida en torbellino, el joven revolucionario nunca atacó al Partido Comunista de Cuba ni en público ni en privado. En la dolorosa carta a su esposa, dos años después de la expulsión, le decía en uno de los párrafos finales: «Solamente los obreros, solamente ellos, podrán hacer algo, cuando el tiempo llegue...». ¿Cómo se llama eso? ¿Fanatismo, servilismo? ¿o sentido del honor?
Al morir, ya era un líder continental. Después de José Martí y hasta el momento de su asesinato, observa el profesor Rolando Rodríguez, Mella era la personalidad que más había movilizado a la sociedad cubana.
Pero hay otros datos que sobrecogen. Al caer en Dos Ríos, Martí contaba con 42 años. Carlos Manuel de Céspedes había cumplido los 49 cuando se convirtió en el jefe de la revolución independentista de Cuba el 10 de octubre de 1868. Antonio Maceo mostraba 32 fulgurantes años de vida cuando se alzó como una de las figuras cimeras de la nación, al protagonizar la protesta de Baraguá. Ignacio Agramonte ostentaba 31 al morir en Jimaguayú.
Mella, en cambio, tenía 25 años cuando lo asesinaron. Era el más joven de todos. Y, como todos ellos, nunca bajó la mirada ante la muerte. Ni siquiera en el final.