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El huerto de Darién

Un niño, con el apoyo de su abuelo, tomó la iniciativa de los CDR y creó un huerto familiar en su casa

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

 

MAJAGUA, Ciego de Avila.-Darién Estévez Cruz se sienta en el portal de la casa y toma una cuchara para desmontar  la goma de la bicicleta. Bajito, rubio, fornido, de ojos claros, este niño maniobra con la habilidad que un adulto envidiaría.

En los alrededores lo que se observa es puro campo. Fincas de campesinos, con cercas de alambras o piña de ratón, con terrenos sembrados o con un césped bien chapeado. La casa se encuentra rodeada de frutales, y no se siente el ruido de los autos al pasar por la Carretera Central.

El abuelo, Arnaldo Cruz Ricardo, termina de atender a la visita; pero a una pregunta por un cartel hecho en un pedazo de zinc pintado de azul, responde: «¿Eso?, lo hizo él. Darién, ven acá, explícale a ellos la idea tuya del huerto pioneril, dale».

Darién suelta la cuchara, mete la cabeza entre los hombros y comienza a racársela: «Abuelo, me tienes que ayudar a apretar las tuercas». «Sí, sí, yo lo ayudo; pero explique primero a la vista lo que usted hizo ahí».

«Por aquí voy»

—A ver, ¿a ti cómo se te ocurrió esto?

El niño no responde. Solo sonríe.

¿O es que tu abuelo te metió el pie?

—Ná -responde con rapidez y luego dice—..., más o menos.

La historia es que el niño vive con una familia cederista. Desde hace 20 años, Arnaldo es el presidente de la Zona 38 Niceto Pérez en el municipio de Majagua, enclavada en la misma división entre las provincias de Ciego de Ávila y Sanctí Spíritus.

Cuando el Coordinador General de la organización, Gerardo Hernández Nordelo, propuso que en cada barrio de Cuba se aprovecharan los pedazos de terreno disponible y se hicieran huertos familiares o de la comunidad, el abuelo le preguntó al nieto: «¿Por qué usted no se embulla y hace uno?».

El niño lo pensó un poco. Pero a los pocos días se fijó en una cerca en el costado derecho del hogar, la vio media rota y se dijo: «Por aquí voy».

El huerto de uno

«Yo cogí y empecé a armar esto —dice Darién—. Mi abuelo me ayudó a hacerlo. Le puse el nombre mío y no de otra gente porque este es el huerto de uno. Tengo maíz, frijoles...

—¿Tú eres el presidente del CDR infantil?

—Sí.

—¿Y no te has enamorado de ninguna muchachita?

El muchacho suelta un risotada, se pone colorado y suelta: «¡Ná!». Arnaldo se acerca a su nieto. «Él se tomó en serio esto de la parcela —cuenta—. Ya él le dijo esas cositas que están sembradas; pero también tiene quimbobó, frijoles caballeros, por ahí se ve la frutabomba y por allá plantó unas espinacas. Ya de este pedacito de tierra hemos comido».

Las medallitas

En la sala de la casa el niño aparece con una sirena. Sonríe con maldad y empieza a darle vueltas a la palanca, el equipo empieza a emitir unos sonidos y el abuelo le pide: «Ya, para que esto se va a llenar de gente».

La sirena, como una rueda de tractor colgada afuera y que hace la función de campana, forman parte del sistema de avisos creado entre los cederistas para avisarse entre ellos cuando existe una alarma grande.

Los avisos de la sirena es cuando ocurre un incendio en alguna finca. El de la campana es cuando se detecta un robo. Cuando suena, la indicación es concentrarse en el lugar donde se emitió el primer toque.

Arnaldo Cruz Ricardo, junto a su nieto, muestra la urna que contiene las historias de la Zona Cederista. Foto: Luis Raúl Vázquez Muñoz

Así fue como hace unos años detuvieron el robo de una estiba de uniformes escolares. Un vecino encontró unas cajas tiradas a lo largo de unos arbustos ornamentales que están en un tramo a lo largo de la Carretera Central 

Las cajas estaban acomodadas entre las matas. Se veían que las habían puesto con rapidez. Al revisar, vieron que eran uniformes. Cuando dieron el aviso con los toques de campana, los cederistas comenzaron a revisar la zona y descubrieron embalajes en varios puntos de la vía.

El final fue un intento de robo al asaltar una rastra en plena circulación. Uno de los ladrones se subió en la cama, aprovechando un momento en que estaba detenida, y durante el viaje comenzó a lanzar las cargas a la carretera. Los cómplices se encargaban de ocultarla.

Por eso el abuelo le dice: «No sigas, que esto se llena de gente». De todas esas historias ha bebido el niño. También hay otras. En un costado de la sala, hay una urna. Ahí tienen objetos que ilustran la historia de la zona cederista: condecoraciones de internacionalistas, reconocimientos, medallas de los CDR, diplomas, banderas.

Darién se pega al abuelo mientras lo escucha contar cómo esos objetos llegaron ahí. Dentro de todos, se observan unas medallitas de color rojo y en forma de gotas de sangre. Son las insignias de los donantes voluntarios de sangre. Son más de 30 en la zona.

«Ya no son entregan —dice Arnaldo—, y pienso que son de las cosas que se deben rescatar. Eso estimula mucho y más en estos tiempos. La gente se muda, se pone vieja, se va del país y en algunos lugares se pasa trabajo para encontrar un donante. Pero nosotros los tenemos aquí».

El niño se fija en las medallitas. Algunas ya tienen la marca del tiempo, el abuelo dice que todas ellas son la señal de varias vidas salvadas. Personas que le faltó sangre y que los cederistas las salvaron sin saber quiénes eran y sin pedir nada a cambio. El muchacho las mira en silencio. Puede que algún día la suya se guarde ahí.

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