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Agramonte: Más allá de la leyenda (IX)

Por muy complejos que fueran sus días en el campo de la beligerancia Agramonte asombró por su proceder ético. Su intachable comportamiento con los prisioneros de guerra devino en lección de vida para oficiales y soldados de ambos ejércitos

Autor:

Yahily Hernández Porto

Camagüey.— Durante la redacción de la serie: Agramonte: Más allá de la leyenda, propuesta literaria e histórica desarrollada por JR sobre la vida y visiones de su muerte, obra, legado e impronta, de El Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz, la cual acumula nueve publicaciones, —con la presente—, los lectores han conocido a un hombre excepcional en todas sus facetas y actuar.

En cada una de las entregas este diario defiende la idea de presentar al héroe como lo que fue: un cubano con intensos deseos de libertad, pero también el hombre enamorado, amigo, caballero, el luchador, y el padre y esposo excepcional.

JR cree necesario además, luego de casi un año de este proyecto editorial, y en aras de cumplir con su palabra empeñada, la de revisitar la figura del prócer, agradecer a los lectores no solo los mensajes de afectos, sino también su lealtad anta cada artículo publicado.

Para lograr que cada publicación narrara algo diferente sobre Agramonte, incluso peculiaridades pocos conocidas de su vida íntima y privada, se utilizó bibliografía diversa, las cuales resguardan como tesoros datos, apuntes, notas, anécdotas… y hallazgos muy novedosos sobre su muerte, el lugar donde fue abaleado, maneras de nombrarlos, repercusión de aquel hecho en el Camagüey de entonces y hasta en la prensa local, nacional e internacional.

Más si algo hemos asimilado todos y todas, —escribana y público—, en esta aventura reporteril ha sido la magia y el halo de leyenda que rodea a Ignacio, cualidades que a pesar del tiempo transcurrido, no le permiten ser silenciado, sino todo lo contrario: avivan el deseo de saber más sobre este «Diamante con alma de beso», quien desde sus épicas hazañas «deslumbra» a generaciones de cubanos y cubanas.

Desde el 11 mayo de 2022 nuestro diario digital e impreso; indistintamente, evoca al prócer para no solo rendirle tributo permanente a su figura, sino también rememorar, durante todo un año, el 150 Aniversario de su caída en combate en El Potrero de Jimaguayú, en el municipio de Vertientes, de esta ciudad legendaria, el próximo mes.

Son esencias para estas líneas dos episodios unidos a este «Heroico hijo», —apelativo impuesto a Agramonte por el presidente de la República de Cuba en Armas, Carlos Manuel de Céspedes, el 8 de julio de 1873—, los cuales fueron narrados en Ignacio Agramonte en la vida privada, por su esposa, Francisca Margarita Amalia Simoni Argilagos, y por la patriota y excelsa escritora Aurelia Castillo de González, amiga del matrimonio mambí.

Cuenta la periodista más destacada del siglo XX en Cuba, Castillo de González, que su amigo y secretario personal de El Mayor, el coronel Ramón Roa, le refirió que en La Soledad de Pacheco, el 2 de marzo de 1873, Agramonte, preocupado y un tanto disgustado, había mandado a buscar al Comandante Martín Castillo, desde Yaguajay, quien era allí jefe de una guerrilla, no por incurrir en faltas durante su servicio como militar, «sino por cierto lío amoroso, con circunstancias algo agravantes».

Castillo quien respetaba a su jefe y conocía del proceder respetuoso de Agramonte en estos temas, se encontraba desconcertado. «Castillo estaba desolado, esperando con el alba la severa… Pero antes que ésta, llegó el enemigo, marchó con los demás a su encuentro, peleó bravísimamente, y cuando, pasada la función, le llamó Agramonte a su presencia, y, después de ordenarle qué volviese a su puesto en Yaguajay, sonriendo le tendió la mano, el hombre no cabía en su gozo», aunque fue requerido.

El campo de batalla imponía serios riesgos a las familias mambisas, que en el Camagüey fue un hecho multiplicado, porque las mujeres, junto a sus hijos, siguieron a sus esposos a la manigua redentora. Muchas parentelas sufrieron vejaciones, así como limitaciones financieras, y de medicamentos, alimentos, avituallamientos y todo tipo de provisiones.

Todo ello conllevó que fuera muy difícil escapar de la persecución española, porque bien sabía el gobierno colonial que si eliminaba a las mujeres de esta ecuación bélica, la pujanza silenciosa de las féminas, daba un golpe demoledor a los rebeldes cubanos, porque ellas no solo eran las que a pesar del peligro suministraban todo tipo de enseres y financiamiento a los campamentos del Ejército Libertador para sostenerlos, sino por el impacto que en lo subjetivo significaba para los insurrectos.

Ese era el escenario escogido por muchas camagüeyanas, al que sin dudarlo se incorporó Amalia Simoni, junto a su familia.

Narra esta atrevida mujer a su amiga Aurelia, en misiva de su propio puño y letra, que aquel 26 de mayo de 1870, la familia se despertó alegre por los preparativos del primer año del primogénito de Agramonte, «El Mambisito», cuando recibieron por segunda vez el aviso que la tropa española venía hacía El Idilio.

«…Ignacio, que tenía en sus brazos al niño y se reía oyéndole pronunciar tan malamente las pocas palabras que sabía, se puso serio, y abrazando a su hijo y a mí, dijo con voz grave: "Esto parece una traición. No te aflijas; la esposa de un soldado debe ser valiente…" y besándonos por última vez, dijo: "Volveré pronto…"», no sin antes indicarles al padre de la familia, Simoni, que se adentrarán en el monte, más no hubo tiempo para nada.

Simoni fue el único hombre que quedó en El Idilio, quien al ver la desesperación y suplicas de sus hijas y esposa para que se escondiera, por el destino fatal que le esperaba al médico mambí si se quedaba, obedeció a los ruegos, no sin antes decirles: «"Pues bien, dijo al fin aquel pobre padre angustiado, casi loco, voy a ocultarme detrás de aquella ceiba. Si las llevan a ustedes sin hacerles daño, sin injuriarlas, yo no me presento; pero, si les tocan un cabello, si les dicen una mala palabra, en seguida vengo a morir con ustedes", y marchó».            

Pero lo que muy pocos imaginaron fue lo que ocurrió en el rancho de los Simoni, cuando el pelotón de españoles supo quien era Amalia: «… "¿Y quiénes son estas jóvenes?", preguntaron entonces. La madre, temblando de terror, contestó: "Esta es la esposa de Eduardo Agramonte y ésta la de Ignacio Agramonte", con lo que Amalia acabó de perder el conocimiento». 

Al saberse quien era Amalia y escucharse en el recinto el nombre de Ignacio Agramonte, El Capitán Arenas, al frente de la tropa española sedienta de sangre, dejó caer su sombrero al suelo en homenaje de respeto y exclamó a viva voz, dirigiéndose a Amalia: «"Señora, tranquilícese usted y no tema nada. Su marido me detuvo prisionero tres meses y me salvó la vida. Desde este momento está usted bajo mi salvaguardia, y es una gran dicha para mí poder manifestarle de este modo mi eterno agradecimiento. Pero ustedes tienen que venir con nosotros. Tenemos órdenes severas de recoger a las familias. No tema nada"». Y dirigiéndose a sus hombres ordenó: «"¡Cuidado con faltar en lo más mínimo a estas señoras!"».

Este gesto de honor y de agradecimiento del militar español  se mantuvo durante el difícil trayecto de las señoras hasta la ciudad principeña. Incluso posteriormente ocurrió otro evento que si no llegar a ser por la cautela y recomendación de este capitán, otro sería el final. 

La columna española había recogido a muchas familias en aquellos lares. Varios días de angustias y tristeza duró el trayecto entre La Angustura y la ciudad principeña. El viaje fue más que terrible, porque las carretas aladas por bueyes, las cuales trasladaban a cerca de un centenar de personas, aplastaban los huesos de los muertos y el suelo teñido de sangre aseguraba los fieros que habían sido los enfrentamientos.

En medio de aquel escenario escalofriante llegaron a la finca San Juan de Dios, en la que Amalia conoció a un joven que había sido amigo suyo, pero que para ese entonces engrosaba las filas españolas. A pesar del disgusto que aquello le causo y del cual no pudo disimular su rechazo, este le hizo saber lo siguiente: «"Lo que deseo es que usted sepa que está bajo la custodia de dos caballeros: el Comandante Gutiérrez y yo. El Capitán Arenas le ha dejado a usted muy recomendada"».

Así fue como El Mayor sin sospecharlo salvó la vida de su esposa y la de otras señoras, aún sin estar presente. Su eticidad asumida durante la guerra, hasta con los prisioneros de guerra, permitió que el Capitán Arenas tuviera aquel gesto de piedad e hidalguía en aquel contexto henchido de odio hacia los libertadores y sus familiares.

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