El faro Vargas, que forma un conjunto arquitectónico con la casa del farero, concluido en 1871, impresiona al visitante. Autor: Rafael Martínez Arias Publicado: 19/09/2018 | 07:40 pm
Cabo Cruz, Niquero, Granma.— La ruta es tan larga que a veces el viajero siente que la costa nunca asomará. El Cabo parece existir en el infinito, prendido de un cristal de olas, arropado por montañas que enamoran.
Ese lugar que habita en la lejanía, confundiéndose entre verde y azul, a más de 150 kilómetros de Bayamo y al cual se llega por un asfalto discontinuo, tiene los embrujos de su faro Vargas —de 32 metros de altura— y las maravillas de una barrera coralina donde creció una de las colonias de cobos (Strombus gigas) más importantes del país.
Como si fuera poco, Cabo Cruz conoció las pisadas del Almirante Cristóbal Colón, supo levantarse después de los batacazos de uno de los peores huracanes de la historia nacional y posee una de las terrazas marinas sobre rocas calcáreas mejor conservadas del mundo, las que en 1999 fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad.
Y si hablamos de las historias cotidianas de ese sitio, el más meridional de Cuba, puede que las sorpresas aumenten.
Tres apellidos
El mar y la tierra que sube gradualmente se besan en el cabo como en un acto de magia. Foto: Rafael Martínez Arias
El cabo nos invita a una pregunta: ¿Cómo una pequeña «aldea» tan alejada de todo, excepto del mar, se fue poblando hasta convertirse hoy en una comunidad de unas 550 personas?
Norma Figueredo Díaz, de 78 años, quien se ha convertido en «consultante» sobre temas del pasado, recuerda que en su niñez existían allí «39 casitas» y tres apellidos se repetían en casi todas las moradas: Pérez, Figueredo y Díaz.
«Aquí no había agua para tomar», recuerda. Teníamos que buscarla a siete kilómetros, dando remos. Mi hermana y yo fuimos solas incontables veces en un bote.
«Traíamos el agua para el consumo en latas, pero también vendíamos para poder subsistir. Nos pagaban el tanque de 55 galones a un peso», comenta mientras sus ojos se posan en el horizonte.
Para ella resultó clave en el crecimiento de la otrora colonia de pescadores, el mejoramiento paulatino de las condiciones de vida porque Cabo Cruz, con el tiempo, tuvo sistema de tuberías, luz eléctrica, escuela, farmacia, cooperativa, consultorio médico...
Luego del huracán Dennis, en julio de 2005, el sitio —entonces arrasado— vivió otras transformaciones. Nacieron entonces un restaurante, el Joven Club de Computación, el mercado comunitario y la «tienda panamericana», entre otros establecimientos.
Ahora hay teléfonos fijos en más del 80 por ciento de las viviendas, como comenta José Luis Galindo Meriño, delegado del Poder Popular. Y las antenas satelitales, colocadas después del huracán por disposición de las autoridades de la provincia, permiten a los habitantes captar las señales de los canales de la televisión y la radio, algo imposible en otra época pues era una de las llamadas zonas de silencio.
«Siempre les digo a los jóvenes que no olviden esos detalles. Que aunque nos faltan muchas cosas, vivir aquí antes era muy duro».
Llegar y salir
Las calles junto al mar... Foto: Rafael Martínez Arias
Cuando en mayo de 1494 Cristóbal Colón pisó este sitio y lo denominó Cabo de la Santa Cruz, solo se accedía por mar.
La vía de las olas siguió siendo la principal hasta pleno siglo XX. Y este enclave fue tan marinero que sirvió de refugio a corsarios o piratas, quienes dejaron allí numerosas leyendas, hasta de supuestas botijas enterradas.
¿Cómo se llega hoy a —o se parte de— Cabo Cruz? No es fácil, por supuesto. El punto se enlaza con Niquero, la cabecera municipal, situada a unos 30 kilómetros, por rutas que funcionan los lunes, martes, jueves y viernes.
«El transporte siempre ha sido una problemática. Es muy difícil salir un sábado o un domingo. Y es complicado cuando surge alguna urgencia que requiere traslado. Quisiéramos que existieran más rutas», comenta el delegado.
Él mismo apunta que otra de las preocupaciones de la comunidad es incrementar las opciones de empleo dentro de la zona «porque ya la cooperativa no es la fuente de trabajo de antes; tiene cuatro barcos operando, de ocho que funcionaban hace un tiempo».
Y tal vez el fenómeno moderno que más inquiete a los cabocruceños es el recalo de drogas, impensable en el pretérito.
Según Inés Meriño Pérez, al frente del destacamento Mirando al mar Celia Sánchez, «en 2017 hubo recalos, pero ninguno escapó de nuestras manos, fueron entregados a las tropas guardafronteras», y enseguida aclara que en la localidad existe otro destacamento denominado Mariana Grajales, también muy activo.
Un faro y otras historias
Subir sin zapatos —requisito indispensable— el faro de 155 escalones, construido en la segunda mitad del siglo XIX, es uno de los actos maravillosos para quien llega al Cabo.
Desde esa altura se mira el beso increíble del mar y la tierra que sube gradualmente, o las olas que parecen distintas y estremecedoras en la quietud de la tarde.
Puede apreciarse, también, el trazado irregular del poblado con sus casas levantadas después del ciclón; o el restaurante de 54 capacidades, especializado en filetes de pescado que seducen al visitante.
Ese faro ha sido escalado una y otra vez por Julio Rodríguez Rodríguez, quien lleva más de 25 años como torrero y dejó que una de sus semillas, la joven Marianela, continuará sus pasos en las alturas.
Pero ese pasaje familiar, muy emotivo, debe contarse en otra entrega periodística. Demuestra que Cabo Cruz no solo es mar, silbidos del viento y naturaleza latiendo. Es, además, historia viva de su gente bondadosa y llena de sencillez.