Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El que siempre nos acompaña

Martí fue un hombre movido de la impaciencia dramática de dejar en el papel cuanto le inquietaba la curiosidad, por eso, cada cubano tiene a su Martí, aunque algunos persistan en entresacar sus frases sin sumergirse en la obra original o en sus circunstancias

Autor:

Reinaldo Cedeño Pineda

Martí, el grafómano, el elogio oportuno,

la evocación infinita, los versos

de la luz...

En José Martí, la chilena Gabriela Mistral apuntó «la condición arcangélica en que reside su ternura y su fuerza»; el español Federico De Onís, «el ímpetu hercúleo, superador de épocas y escuelas»; Dulce María Loynaz, su maestría «que casi no se puede enjuiciar», y Joel James, su «futuridad palmaria».

Juan Marinello escribe en su célebre ensayo El caso literario de José Martí, su conflicto vitalicio: «La diaria pugna entre lo bello, que reclama espacio y exige oficio engendrador y traducción singular y la gestión política que no admite ni apartamientos ni infidelidades (...) Martí fue un grafómano, un hombre movido de la impaciencia dramática de dejar en el papel cuanto le inquietaba la curiosidad  o le tocaba el ánimo». Y remarca: «No podemos adoptar ante Martí la cómoda y lícita postura que afectamos ante un héroe de los viejos tiempos (...) Los temas de Martí, sobre todo, son nuestros temas. La huella de su enfoque y de su exhortación anda en lo que tocamos».

Ese es el hombre, esa es la obra, ese es el pensamiento al que nos enfrentamos. Ahí radican —en juicios de tanta altura— el reto y el impulso, pero cada cubano tiene a su Martí, lo adopta, lo lleva consigo como reserva. Ha de hacerlo, aunque algunos persistan en entresacar sus frases sin sumergirse en la obra original o en sus circunstancias.

Puesto a escoger, vuelvo siempre a la altura del hombre capaz de cultivar rosas blancas, incluso para el cruel que le arranca su corazón. Casi no lo creo. Son versos que suelen repetirse, tal vez sin escarbar en su excepcionalidad. Mucho hay que domeñar el espíritu, mucho acrisolarlo para que pueda aflorar tesis tan rotunda.

Regreso a su concepto de libertad, cincelado en aquella revista sin edad  y escrita en oro, medular, visual, flameante: «Libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado, y a pensar y a hablar sin hipocresía». La hipocresía siempre es enemiga de la libertad.

¿Con qué ojos se asomarían los cubanos al periódico Patria, no con el reposo de los años con que nos ha llegado; sino afiebrado, con la letra hermosa y cortante, expuesta, acabada de emerger? Se me perdonará que regrese, que recomiende una y otra vez un pequeño artículo, Sobre los oficios de la alabanza, aparecido en 1892 en aquel periódico. Siete párrafos apenas. Siete suele ser la cifra de todas las grandezas.

Allí mismo apareció su artículo sobre Mariana Grajales. La evocación se llama Mariana Maceo. Le basta con poco. Será por aquello del pañuelo a la cabeza, del fuego inextinguible en la mirada, de echarse al monte sin miramientos… que recordé el artículo en mis primeros años como periodista. Cuando visité las serranías de Guantánamo, cuando entrevisté a aquellas mujeres, cuando tomé las manos de las milenarias recogedoras de café de la brigada Las Tanias, Mariana Maceo vino a mí. Fue algo inusitado, algo hermoso.

En fechas recientes, en un curso sobre Periodismo, trataba de ilustrar la capacidad  visual de las palabras. Utilicé un fragmento de Un drama terrible, artículo martiano sobre el proceso seguido a los trabajadores que la posteridad conocerá como los mártires de Chicago. Asistimos al momento de la ejecución. Y, puntero en mano, de frente al texto, me concentraba en remarcar la descripción:

«Plegaria es el rostro de Spies: el de Fischer, firmeza: el de Parsons, orgullo radioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa.  (...) Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa y cesa: Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere: Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como la marejada y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborinea: y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores».

El silencio era cortante. Al volver frente a los alumnos, vi un rostro enrojecido: Karina lloraba… Saltando siglos, incólume, Martí es capaz de seguir emocionando hasta las lágrimas, ahora mismo.

Siempre me pregunté cómo el núcleo de su pensamiento ha resistido. Habrá que asistirse de Cintio Vitier. En su Vida y obra del Apóstol José Martí, consideró que este «hizo cátedra de la noticia; laboratorio del suceso; de lo efímero, poema; extrajo de lo sucesivo, leyes. Expuso con olor a tinta fresca y para siempre, su galería de retratos ejemplares».

Tal vez puedan hallarse otras ideas para conformar su retrato en las páginas de lo que el propio Martí llamara su noveluca, Amistad funesta (1885). En la descripción de Juan Jerez, escribe que este poseía «(...) la nostalgia de la acción, la luminosa enfermedad de las almas grandes, reducida por los deberes corrientes o las imposiciones del azar a oficios pequeños; y en los ojos llevaba como una desolación, que sólo cuando hacía un gran bien, o trabajaba en pro de un gran objetivo, se le trocaba, como un rayo de sol que entra en una tumba, en centelleante júbilo». 

En esa nostalgia, esa desolación, ese rayo, ese deber, esa bondad, ese júbilo, ese radical discernimiento, Martí va entero. Y, por supuesto, va en sus versos, en los más conocidos, o en aquellos de circunstancias, dejados como regalo en alguna dedicatoria; versos que dedica a su Carmen, versos de amor patriótico, versos de amor paterno; en aquellos sajos de sus entrañas que Sara González se atrevió a cantar.

Una gran maestra recientemente desaparecida, Alina Diez Espino, me hizo aprender algunos versos martianos. Incluso llegó hasta el escenario escolar. Fue debut y despedida, claro; pronto entendí que mis talentos no son histriónicos; mas puedo verme frente a Teresa como el caballero Julián, en el proverbio de un acto de Amor con amor se paga. Y soltar aquello de...

«Es fama que a un cementerio / Llegó un sabio cierto día, / Afirmando que no había /Tras de la tumba, misterio. / Un ser blanco, vago y serio, / A la tumba se acercó: / «Amor, amor» pronunció / Con triste voz quejumbrosa, / Y al punto alzóse la losa /Y el muerto resucitó».

El amor siempre nos resucita. Un salto atrás, una concesión, para observar, para sentir como el alumno va pasando del jinetuelo de blancas guedejas a la querella entre la ardilla y la montaña, cual David y Goliat; al diálogo inolvidable de la Dolora griega, a lo mal puesto de un broche, al hijo muerto antes que vil. «Te acompañarán toda la vida. La vida te los hará entender», me dijo. La nobleza es profética.

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