Autor: Roberto Ruiz Espinosa Publicado: 21/09/2017 | 06:59 pm
No está seguro de cuándo comenzó todo ni recuerda si fue el ron o la cerveza lo que probó primero. «Yo era un chiquillo y me creía que me las sabía todas. Salía con mis amigos y no podía faltar la botella para pasarla bien, y los papelazos te dan risa al otro día, como si nada malo pasara. Lo peor es que después con eso no te basta, y quieres probar algo más fuerte».
Y lo probó. Enrique Manuel quiso «volar» y cuando le preguntaron: ¿quieres fumar algo nuevo?, accedió. Días después quiso repetirlo, y a la otra semana, y cada vez con más frecuencia. «Después no me di cuenta en qué momento ya no quedaba en mi casa casi nada valioso...».
Este joven de 24 años quiso cambiar la vida que llevaba y necesitó el apoyo de su mamá, de su hermana, de su tío y de amigos y vecinos para desligarse del consumo de estas sustancias sicoactivas. «Les hice mucho daño a todos y les agradezco infinitamente la nueva vida que tengo, lejos de todo eso. Gracias a los médicos que me ayudaron, vivo una vida normal».
Cuando lo conocí, ya Enrique Manuel había superado varias etapas del tratamiento para abandonar la dependencia a estas drogas, y me alegré mucho por él. Hablaba convencido de que una recaída sería la puerta al mundo del que quiso huir. Sin embargo, otros adolescentes y jóvenes aún no han llegado al punto en el que sus vidas reclaman un giro.
Me preocupa que la tolerancia al consumo de alcohol en nuestra sociedad siga creciendo, porque como tantas veces ha advertido el siquiatra Ricardo González Menéndez esta, como el cigarro, es también una droga, aunque la legalidad de su consumo la proteja. Lo terrible es que son drogas porteras, pues pueden inducir al consumo de otras como la cocaína, la marihuana o los sicofármacos.
Aunque la familia sufre estas dependencias de sus miembros, en no pocas ocasiones encontramos que algunas favorecen ese tipo de conductas, pues se desentienden de la crianza y educación de los hijos, ignoran signos de alarma o, en el peor de los casos, en ellas se encuentran los fatales ejemplos. Y aunque existe un código penal que condena la tenencia y el tráfico de las drogas, me resulta difícil de entender que algunos adolescentes y jóvenes burlen esta norma y, peor aún, pongan en riesgo sus vidas.
Cuando el informe anual de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito revela que el número de sustancias sicoactivas en el mundo aumentó casi el doble en los últimos tres años, y que suman alrededor de 30 millones las personas que son dependientes de las drogas, pienso en las edades vulnerables.
No somos un país con consumo legal permitido de ninguna droga, más allá del alcohol y el cigarro. No obstante, algunos adolescentes y jóvenes sucumben ante las ganas de experimentar sensaciones nuevas porque faltan, a mi juicio, más vivencias compartidas en las aulas por quienes ya padecieron sus secuelas, el acceso constante a la información para que se conozcan los perjuicios de estas dependencias y lograr que todos los muchachos se tracen rutas más saludables y enriquecedoras en sus vidas.
Es menester, además, que las familias no descuiden la formación de sus hijos y estén pendientes de todo cambio que en esas edades contradictorias puede generar osadías. Repito, que la juventud sea vulnerable a las drogas, legales o no, no puede permitirse. Es que no siempre hay muchachos como Enrique Manuel, quien erró y quiso resarcir el daño. Algunos ni siquiera se han dado cuenta.