El médico de los animales Autor: LAZ Publicado: 21/09/2017 | 06:23 pm
LAS TUNAS.— Conocí la Clínica para Animales Afectivos de esta ciudad gracias a una perra. En efecto, un colega me rogó que la llevara hasta allá en mi moto junto a su pastora alemana Susy. «Le van a amputar dos dedos que tiene de más en las patas», me explicó. Y como no podía negarme ante tan sensible petición, acomodé a la canina y a su dueño en el asiento trasero.
Cuando llegamos a la institución, inaugurada en la década de los 80, la sala de espera parecía una Torre de Babel: ladridos, berridos, cacareos, maullidos... Los acompañantes de los «pacientes» también aportaban sus propios decibeles en cuanto a algarabía. Y unos a otros se contaban los martirios y padecimientos de sus «enfermos» como si se trataran de unos parientes cercanos.
«Mi gato se puso malo de un día para otro —oí relatar en alta voz a una mujer, al tiempo que sujetaba con fuerza al minino—. Hasta ayer estuvo sano y alegre. ¡Y guapo hasta con los perros! Pero miren ahora qué tristón está... Le ha entrado una tos que no se le quita con nada. Lo traje para ver si me lo curan».
Y, mientras la mujer le da vía libre a su facundia, el doctor Pastor Felipe Mendoza Escanell le toma la temperatura rectal al felino, lo examina con atención y le receta una pócima confiado en que en cuestión de una semana estará otra vez de pelea.
Las mascotas en la historia
La práctica de domesticar animales es muy antigua. El primero en someterse fue el perro. Pruebas arqueológicas y fósiles atestiguan que su relación con los seres humanos comenzó en China, hace alrededor de 14 000 años. Desde entonces, y según ironiza el lugar común, se convirtió en «el mejor amigo del hombre».
En la Biblia aparece que unos 12 000 años AdC. ya se adoptaban los gatos como mascotas en la ciudad palestina de Jericó. Los egipcios los tenían como los mejores animales de compañía, hasta los incluyeron en sus pinturas. Los mininos eran objeto de cultos, y, al morir, los sepultaban junto a sus amos.
Hoy, buena parte de la población planetaria posee animales afectivos. Las estadísticas suponen que unos 500 millones de perros y otros cien de gatos andan dispersos por el mundo. En Cuba, las cifras de las clínicas veterinarias calculan a los canes en casi dos millones y a los felinos en 50 000.
Por cierto, la costumbre de tener a estos animalitos al alcance de un arrumaco no es franquicia de la gente común. En todas las épocas, connotadas personalidades fueron también devotas a su cercanía, y muchos recibieron tratamientos especiales, tal y como si tuvieran con sus dueños lazos de consanguinidad.
El tristemente célebre Adolfo Hitler solo demostraba compasión cuando su perra Blondi —pastora alemana, desde luego— exhibía algún malestar. El animal permaneció junto a su dueño hasta la toma de Berlín por los soviéticos. El Führer casi lloró cuando la mandó a matar con cianuro minutos antes de suicidarse.
Manuela se llama la perrita de tres patas que adoptó el ex presidente uruguayo José Mujica luego de que, por accidente, le mutilara una de sus extremidades con un tractor. Alcanzó fama por su presencia en todas las entrevistas que concedió Pepe en su chacra. Un admirador le hizo una página en Facebook.
El ex primer ministro inglés Winston Churchill fue inseparable de un loro llamado Charlie, al que enseñó a decir obscenidades contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Según el diario Daily Mirror, el ave fue hallada viva en el 2004 en una clínica veterinaria londinense, a la edad de... ¡104 años!
El otrora presidente norteamericano Bill Clinton, por su parte, tenía debilidad por los mininos, y se llevó a la Casa Blanca uno que recogió su hija en una calle de Arkansas. Le pusieron por nombre Socks. Murió de cáncer el 20 de febrero de 2009. En su honor, ese día se celebra el Día Internacional del Gato.
El médico de los animales
Pastor Felipe Mendoza Escanell tiene 37 años de edad y se graduó de médico veterinario en la Universidad de Granma, institución en la que también hizo una Maestría ad hoc. En la clínica tunera lleva alrededor de ocho años de trabajo.
«Aquí, fundamentalmente, atendemos a mascotas, aunque también ganado mayor o cualquier otra especie, —dice, sin dejar de examinar al gato siamés que lo mira de reojo. Las traen por afecciones disímiles: parasitismo, indigestiones, moquillo, enfermedades de transmisión sexual, crisis respiratorias, heridas, fracturas... Pudiéramos hacer mucho más. Pero, al igual que en todo el país, la falta de medicamentos nos golpea».
Un cartel recibe al visitante: «Asegúrese que su mascota no pueda escapar cuando los médicos la examinen. Así evita que lesione a alguien o a otros animales. Si se pone agresiva, colóquele los medios de sujeción hasta que le apliquen un sedante o la técnica que considere el personal clínico».
A pesar de las precauciones, Pastor ha sufrido en carne propia la embestida de más de un paciente belicoso. «Me han mordido perros, gatos, caballos... —testifica. Como a veces me traen algunos que han dejado de comer, debo revisarles la boca en busca de caries. Y, al quitarles el bozal, algunos atacan».
El galeno me cuenta de casos de perros que, por descuidos de sus dueños, se zafaron de sus arneses en la sala de espera y provocaron el pánico entre los presentes. Como aquel stanford, sociable con las personas, pero despiadado con todo lo que le oliera a mundo animal. En el salón aguardaban por su turno en la consulta, además del can, un gato siamés y un ratón blanco. Se armó una bronca que casi hubo que llamar a la Policía.
«Se pasan momentos difíciles. Como cuando alguien pide “Trate de que no se muera mi cotorra”. Y se muere. O si no: “Sálveme al gatico, que aquí hay dinero”. Y se le dice que el problema no es de billetes, sino de límites. Recuerdo a una perrita que tenía un tumor en el bazo. No resistió la operación. Cuando se lo comuniqué a la dueña y a sus sobrinas, los gritos se escucharon por todo el barrio. Luego supe que la enterraron en un pequeño ataúd y que hasta le organizaron un novenario».
Pastor recuerda a una mujer que llegó a la clínica al borde del llanto. Traía en brazos su perrito chau chau. Le suplicó que hiciera algo, porque el animalito se estaba ahogando. «Lo examiné y no le vi nada anormal. “¿Qué le hace pensar que se está ahogando?”, le pregunté. Y me contestó: “Doctor, ¿no ve que tiene la lengua morada?”. Tuve que sonreír. “Señora —le dije— los chau chau tienen la lengua de ese color”. Se ruborizó de la pena. “Ay, perdone, nunca me había fijado en eso”».
Y cuenta más: «Otra vez alguien me telefoneó para peguntarme si una perra podía tener un parto de varios perros. Le dije que era posible científicamente. Montó en cólera. “Entonces esta maldita estuvo con más de uno”, gritó. “¿Por qué lo sabe?”, inquirí. Y alegó: “Porque ella es dálmata y las crías nacieron blancas y sin manchas”. Le expliqué que los dálmatas nacen así, blancos. Y que solo a los pocos días comienzan a salirles las pintas.
«Aquí se han hecho milagros en el quirófano —dice—. Una vez llegó un salchicha atropellado por un carro. Tenía fracturas en la pelvis y en las extremidades. La dueña quería sacrificarlo para no verlo sufrir. Lo operamos y lo salvamos. También nos trajeron a una jicotea a la que le cayó un mueble encima. Traía el recto fuera de lugar. Se lo repusimos con cirugía. Y, aunque pasó unos días defecando de manera controlada, se recuperó.
«Cierta vez atendimos a un majá de Santa María con garrapatas alojadas bajo las escamas. Y a un cocodrilo pequeño aquejado de diarreas. Otro caso curioso fueron dos iguanas. Al dueño le preocupaba su falta de apetito. Le explicamos que a esos animales se les atrofia el instinto de cazadores cuando los sacan de su hábitat. Entonces hay que buscarles la comida».
En la clínica han tratado a pececitos con hongos en la piel. Algunos, como el goldfish, llegan con problemas digestivos y hay que administrarles gotitas de aceite. Son frecuentes las atenciones a cotorras y cateyes. Estas aves suelen deprimirse cuando están en cautiverio desde pichonas. Entonces comienzan a padecer de coccidiosis, un mal afectivo que las deshidrata.
«Aquí operé a un cerdito que nació sin ano. Tuve que hacerle el orificio, porque, de lo contrario, moría. También intervine a un perro stanford que no podía defecar. En la inspección clínica descubrí una criptorquidia, un padecimiento en el que los testículos no han descendido a sus correspondientes bolsas. Tenía, además, un tumor de próstata y era hermafrodita».
Entre los males que atienden en la clínica figuran los huevos atravesados de las gallinas. Y, a propósito, en cierta ocasión les llevaron un gallo fino que, desde su etapa de pollón, tenía el pico fracturado. Se lo lesionó quizá picando algo duro o a lo mejor en una pelea. «Rompimos la rama de la mandíbula, seccionamos y le rectificamos el pico», recuerda Pastor.
«A pesar de que nuestro trabajo tiene su perfil en el dolor ajeno —aunque sea el de los animales—, no deja de ser simpática la reacción de muchas personas. Aquí se han desmayado hombrones cuando se han enterado de la muerte de su mascota. A algunos tuvimos que darles a oler alcohol para que volvieran en sí».
Todas estas acciones Pastor las asume con el amor que siente por su profesión. Solo se encrespa cuando le llega algún perro con las extremidades rotas o con fracturas de mandíbulas luego de sostener una pelea alentada por sus dueños. «A una perra tuvimos que ponerle más de 200 puntos de sutura —recuerda. La atendí por una elemental ética. Las leyes deberían ser mucho más severas con las personas que se dedican a esa práctica».
Ningún esfuerzo que se haga será suficiente si tiene como propósito proteger a nuestra fauna. Hace décadas, lo enunció con proverbial visión futurista el prócer hindú Mahatma Gandhi: «La grandeza de una nación y su progreso moral puede ser juzgado por la forma en que sus animales son tratados».