El día que Julio Sablón Cedeño se convirtió en jubilado, trabajó como si fuera el último de su vida. Se presentó ante sus clientes con la puntualidad de costumbre; y en cada inyección que aplicó, en cada animalito que auscultaba, dejó la impronta de pasión que nunca faltó a su alma bondadosa, de hombre seducido por la medicina veterinaria desde los años de la adolescencia.
Más de cuatro décadas ejerciendo la profesión de salvar animales y de prevenir enfermedades que aquejan a estas criaturas respaldan la labor de este villaclareño que hizo suya La Habana hacia finales de los años 50 del pasado siglo, cuando vino con sus padres a la capital, trayendo inoculadas en su cadena genética las experiencias del campo, los conocimientos empíricos legados de generación en generación como dádiva sagrada, los que luego perfeccionó con la academia y la práctica infatigable.
A su pueblito de Santo Domingo debe Julio las exquisitas vivencias de los niños que nacen y se crían en relación amigable con la naturaleza, respetando el derecho de los animales a convivir con los seres humanos.
Que los niños vivan inmersos en la fascinación por muchas realidades circundantes, incluida la del mundo animal, que vivan en ese estado de gracia que casi siempre se pierde con el «crecimiento», llevó a Julio a preocuparse por quienes en la escala evolutiva ocupan peldaños inferiores al hombre y requieren de su mano para subsistir. Decidió darlo todo por esos seres que dan su compañía y lealtad, y a veces alimento y fuerza «bruta», sin las cuales la humanidad no hubiera podido evolucionar.
Nunca se le escuchó a Julio una queja personal, y no dudo que tuviera razones para el lamento, como todo mortal. Solo mascullaba alguna inconformidad cuando las medicinas escaseaban o cuando alguna criatura era maltratada. Entonces recordaba que Cuba precisa urgentemente de una ley que ampare a sus animales, que toda criatura que el hombre haya escogido como compañero tiene derecho a que la duración de su vida sea conforme a su longevidad natural, y que abandonarlos es un acto cruel y degradante, como reza en la Declaración Universal de los Derechos de los Animales.
A su ética debemos los tratamientos oportunos de quien con solo mirar a los animales advertía el mal que padecían. Jamás para esquilmar dilató un tratamiento más de lo necesario, ni aplicó un remedio que no fuera auténtico. Julio aseguraba que esos preceptos los había aprendido del doctor Juan Mitat, el prestigioso médico veterinario, ya fallecido, quien lo acogiera a él y a otros jóvenes de entonces en el Centro Nacional de Salud Animal.
Fue allí donde nació su pasión por la investigación, de tal manera, que Julio dedicó casi toda su vida profesional a los estudios inmunogéneticos, y durante los diez últimos años se desempeñó como técnico veterinario en la Clínica del capitalino municipio del Cerro, donde atendió a tres consejos populares y aplicó el concepto de que debe existir una sola Salud, la cual contemple a los animales y a las personas.
Era sábado 31 de octubre, y había un dejo de tristeza en él cuando me dijo que esa sería su última jornada. No obstante me comentó que había tareas pendientes que acometería el martes siguiente, como extraer sangre a unos bueyes, pues los muchachos que recién se incorporaron a la clínica aún no estaban adiestrados para lidiar con ese tipo de animal.
Han pasado unos cuantos días de aquel anuncio y mi perro Romo ha requerido de la atención de su médico favorito. Una llamada a su casa bastó para que acudiera a mi clamor en su motocicleta, que sus compañeros llamaban Rocinante. Mientras auscultaba a mi fiel amigo, Julio me contaba de sus días de asueto resumidos en el disfrute de su nieto Omar y la compañía de su esposa, investigadora como él.
Me confesó que sigue yendo a la clínica de vez en vez, porque el trabajo es una historia interminable para quien por años le ha tomado la delantera a la luz del Astro Rey en su afán por no vivir en este mundo sin haber sido útil.