Santiago Cardosa Arias asegura que el reportaje consiste en escribir una novela corta, pero en la que todo es verdad. Autor: Ismael Francisco Publicado: 21/09/2017 | 05:46 pm
Había una vez, hace más de 60 años, allá por Oriente, un muchacho que salía a vocear periódicos por las calles de Baracoa. Así pudiera comenzar un cuento de abuelos, acostados con sus nietos al filo del mediodía. Solo que a esa historia habría que añadirle que ese joven también fue tipógrafo y que luego, como reportero, bajó a una mina a más de 4 000 pies de profundidad. O que anduvo por las lomas con milicianos en busca de bandidos. O contar, por ejemplo, de cómo descendió a toda carrera el Pico Turquino con Osvaldo Salas, un grande de la fotografía cubana, cuando se enteraron de la invasión por Playa Girón.
Ese muchacho se llama Santiago Cardosa Arias, y es el nuevo Premio Nacional de Periodismo José Martí por la Obra de la Vida. De pregonar el Diario de Cuba, en Baracoa, Cardosa Arias se convirtió en uno de los reporteros estrella de publicaciones tan importantes como Carteles, el periódico Revolución y la revista INRA. Quizá sea él uno de los últimos exponentes de una época cuando los periódicos se hacían con olor a plomo, y el reportero llegaba a la redacción con la barba crecida y, sin decir muchas palabras, se sentaba a escribir un reportaje, que podía ser una novela.
Ese es el hombre que nos recibe en su casa, con andar pausado. Pese a sus 81 años, su figura evidencia la corpulencia del periodista que ha recorrido toda Cuba. También la del autor de Ahora se acabó el chinchero, compilación de trabajos periodísticos que el escritor Virgilio Piñera calificó como «una excelente muestra de este arte de nuestra época que se llama la entrevista». O la del profesor universitario, cuya conferencia El reportaje y el reportero, pronunciada en la Universidad de Oriente, se convirtió en uno de los libros de cabecera de los estudiantes de Periodismo.
—Santiago, ¿cómo llega usted a la revista Carteles?
—Por un primo, dependiente del bar La Cuevita, frente a la redacción de la revista, en Infanta y Peñalver. Yo dormía en su cuartico sobre dos periódicos estirados en el piso. En medio de ese drama, mi primo habla con sus amigos periodistas de Carteles, cuenta que yo sabía de impresiones, y así entro a la revista. Al principio pasé un buen aprieto. Carteles usaba máquinas de impresión offset. Los plomitos de tipógrafo eran una cosa vieja, de allá de Baracoa, y sudé frío cuando vi las planchas pegándose al papel. La suerte fue que me ayudaron los impresores y periodistas amigos de mi primo. Como él les guardaba el trago o la merienda, lo consideraban.
—¿Quiénes eran esos amigos de su primo?
—Imagínate, Elio Constantín, Onelio Jorge Cardoso, Guillermo Cabrera Infante, Gregorio Ortega. Rine Leal, el crítico de teatro, era corrector en Carteles, Andrés Núñez Olano, Luis Gómez Wangüemert... Con ellos aprendí a escribir los reportajes. Muchos eran escritores que practicaban el periodismo o periodistas que tenían interés por escribir cuentos y novelas. Ellos insistían mucho en capturar el detalle humano, en contar una historia sin teque.
—Por esa época usted participa con el Movimiento 26 de Julio y en la elaboración del periódico Revolución en la clandestinidad. ¿Cómo se inicia esa colaboración? ¿Quién lo contactó?
—Carlos Franqui, entonces corrector en Carteles. En 1959 se convirtió en director de Revolución y después traiciona; pero en esa etapa él era responsable del órgano del 26 de Julio. Un día me llamó aparte y me preguntó si estaba dispuesto a emplanar Revolución. Lo hicimos durante el horario de trabajo, como si se trabajara en las páginas de la revista. Las fotos las busqué yo en el archivo con el pretexto de que eran para algún reportaje o entrevista. Se confeccionaron dos números, con un tamaño tabloide y con cuatro fotos.
—El 22 de octubre de 1959 a usted le entregaron el Premio Nacional de Periodismo Juan Gualberto Gómez por su reportaje Lo que nos dejó Mamá Yunai. ¿Qué decía ese trabajo para que obtuviera uno de los más importantes premios periodísticos de la República?
—Aquel reportaje se publicó en Carteles después de un recorrido por el central Preston. Fue una denuncia de cómo la compañía United Fruit Company —la Mamá Yunai, como le decían— creó un mundo de segregación. Una parte del pueblo era exclusiva para los americanos, la otra para cubanos. Estaba la zona por donde no podía caminar ni un solo negro, únicamente los blancos, y los barracones eran para los cortadores de caña. Había hasta dos cementerios: uno para los yanquis y otro para cubanos. Aquello fue un escándalo y el nombre lo tomé por uno de los entrevistados, que me dijo: «Esto fue lo que nos dejó “Mamá Yunai”». Esa ha sido una norma para mí: ponerle título a los reportajes a partir de algo revelador que hayan dicho los personajes.
—¿Por qué ese interés en enfatizar en lo que dicen los personajes?
—Porque el verdadero periodismo es acercarse a las personas y contar sus historias, pero sin caer en el teque. Además, ¿cómo vas a dejar fuera una idea dicha por alguien; algo que te ilumina el conflicto o la alegría de esa persona? Eso es lo que debe buscar el reportero.
—De esos títulos, ¿cuáles pudieran ser los más representativos?
—Óigame, son unos cuantos. Mira, una vez encontré un negro flaco, acostado en medio de un basurero de La Habana. Al principio el hombre miró de reojo. Confesó que era babalao y dijo: «Yo soy un brillante perdido en el basurero». Ahí se reveló la entrevista: Un brillante perdido en el basurero. Otra fue Por $2.50 se me murió Tomasita. Esa fue, literalmente, la frase que dijo Víctor Tamayo, el padre de Tomasita, una niña que murió de seis meses porque el mayoral, el administrador, los dueños y jefes de la finca no autorizaron un vale equivalente a dos pesos con 50 centavos para las medicinas. También se negaron a prestar el dinero para la caja donde la enterrarían. Al capitán Antonio Núñez Jiménez, director de la revista INRA, le impactó ese título, siempre me lo recordó. Pero, bueno, esos son algunos.
—Santiago, ¿cómo usted encontraba sus personajes?
—Cuando partía a algún recorrido, yo lo hacía con la idea de que partía a un safari. Yo salía a vivir una aventura donde tenía que cazar personajes o historias. Siempre, detrás de un personaje hay un buen relato, o al revés, y como mejor se encuentran esas cosas es con la gente del pueblo; se trata de sentarse en un bar, en un parque, en una esquina y conversar. Ese era mi método.
—¿Y qué historias le saltaron en esos safaris?
—Una fue la de José Alcibíades Desquirón, el testigo de la muerte de Frank País. Desquirón tenía deseos de hablar. Cuando asesinaron a Frank los policías le advirtieron que si hablaba, lo matarían con su familia. En el juicio no tuvo valor para declarar y se quedó con la angustia. Así soltó aquella frase, que fue el título de la entrevista: «Yo vi asesinar a Frank País». En el trabajo aclaré que no tuve tiempo de comprobar la verdad de su versión, aunque me dio detalles tremendos, como la manera en que Frank cayó bocabajo, con los brazos cruzados bajo el pecho.
—Pero usted no escribía esas historias por simple deseo, tenía editores que permitían escribirlas...
—Los jefes de Información sabían que Cardosa entraría con una historia con calor humano. Confiaban en él. Lo que pasa es que el periodista tiene que ser su propio jefe de Información, tener iniciativa, proponer y no esperar a que le digan lo que debe hacer. Al mismo tiempo, el verdadero editor es el que tiene la sensibilidad y la inteligencia para dejar crear a sus periodistas y estimularlos.
—A lo largo de estos años, usted ha sido testigo de innumerables llamados por hacer un periodismo polémico y creativo. Sin embargo, esas convocatorias han fracasado. ¿Por qué?
—Hubo un tiempo en que a las redacciones les impusieron los llamados planes temáticos. Resultó nefasto, porque limitó la creatividad. Eran temas muchas veces relacionados con la productividad de un sector, y no podías salir de ahí. Casi siempre respondían más a las preocupaciones de un directivo, que a las de un periodista y lo que este podía encontrar de novedoso o crítico. Era el reportero convertido en propagandista, y eso no es así. Las cosas hay que decirlas, con responsabilidad, sin hacerle juego al enemigo. El peor daño a la Revolución es no denunciar las cosas malas que ocurren; por eso me gusta tanto la sección Cartas al Director, en el periódico Granma.
—¿Cree usted que hoy en la prensa cubana aparecen reportajes?
—Yo entiendo el reportaje como una novela corta en la cual se relatan hechos reales. Y hoy no veo eso en nuestra prensa. Más bien lo que leo son trabajos repletos de datos. Se dicen reportajes, pero que no llevan el calor humano. Claro, sería injusto si olvido las realidades. El período especial fue muy duro con los periodistas. Nos vimos sin condiciones, con un espacio reducido en los periódicos y revistas. Un buen trabajo necesita al menos una página y a veces la página no ha podido estar. Sin embargo, pienso que se debe rescatar esa idea que nos dijo Alejo Carpentier en Granma, de que para él un escritor y un periodista eran una misma cosa. Y es verdad: ahí están los ejemplos de Ambrosio Fornet y Jaime Sarusky, quien ya falleció y la gente se olvida del excelente reportero que fue.
—Usted estuvo entre los reporteros estrellas en medios antológicos de este país como el periódico Revolución, las revistas INRA y Carteles. En Granma escribió una obra significativa. Después pasó a una penumbra que se parece mucho al olvido. ¿Pensó que nunca lo reconocerían con el Premio Nacional de Periodismo José Martí?
—Así como la vanidad es mala, la falsa modestia resulta dañina. Cierto, estoy halagado con el Premio, que no depende de uno. Sí pienso que existe una obra que lo respalda, que no es solo mía, sino de muchos compañeros que trabajamos juntos. Ahora, sí puedo afirmar que nunca trabajé para un premio. Cuando me fui a recorrer la ruta de Martí, de Playitas de Cajobabo a Dos Ríos, lo hice para contar una historia. A esos reportajes ahora les encuentran sus méritos; no sé si en verdad los tengan. Mi única seguridad es que los escribí para que los lectores tuvieran algo que leer. Y esa es una de las mayores aspiraciones que puede tener un reportero: saber que la gente te lee.