Melba Hernández. Autor: Juan Moreno Publicado: 21/09/2017 | 05:39 pm
Abel Santamaría decía a su hermana Haydée y a Melba Hernández que la mujer revolucionaria debe ser exigente con ella misma, mantener la moral más alta que nunca: «Ustedes son las primeras y por el ejemplo de ustedes las demás mujeres van a sumarse o no a la lucha armada».
Para completar la cantidad de uniformes necesarios y bordarles los grados de sargento que llevarían al posible combate, el apartamento de Melba se convirtió también en un febril taller de costura, dirigido por su mamá, Elena Rodríguez del Rey. Participaron, además, Delia Ferry, Elda Pérez, Elita Dubois, Dolores Pérez, Lolita; y Naty Revuelta.
Fidel dijo a Mario Mencía, el 24 de julio de 1983: «Les íbamos a hacer creer que se trataba de un movimiento de sargentos, para sembrar confusión en el enemigo (…) aunque por los zapatos también se podrían identificar unos a otros en el combate, pues nosotros no teníamos botas del ejército».
En la Granjita Siboney Haydée y Melba se quedaron limpiando el patio, buscando algún clavo, temiendo por los neumáticos de los automóviles, que un rato después empezaron a afluir al lugar y que quedaron ocultos tras aquellas rústicas construcciones.
Estas mujeres plancharon aquellos uniformes amarillos, idénticos a los del enemigo. Solo dejaban esta faena para alcanzarles a sus compañeros un vaso de agua, jugo o leche.
Le pidieron a Fidel participar en el ataque. No, contestó el líder del movimiento. «Ustedes se quedan en la finca. Ya han hecho bastante». «Precisamente», dijo una de las muchachas. «No hay razón para excluirnos de la fase final, por ser mujeres».
Insistieron con vehemencia. Fidel no pensó en eso. Sentía tanto afecto por las dos muchachas que deseaba evitarles los horrores del combate, si este tenía lugar. «Tú eres hermana de Abel», dijo finalmente, dirigiéndose a Haydée. «Le dejo a Abel la responsabilidad de esa decisión».
—¿Y yo? —preguntó Melba.
—Él decidirá por las dos —respondió Fidel.
Enseguida fueron a asaltar a Abel. Él las escuchó, pero se negó. En eso se acercó el doctor Mario Muñoz Monroy. Dijo que le serían útiles en el hospital civil como enfermeras. Se lo dijo a Abel y logró su consentimiento.
Ciento cincuenta metros apenas separaban a Abel del edificio del Regimiento y unos 50 del club. Cuando llegan Melba y Haydée con Raúl Gómez García, el doctor Mario Muñoz les preguntó: «¿Qué ha sucedido? ¿Saben algo?».
—No sé nada —asintió Haydée.
—Cuando pasamos delante del Moncada, el combate ya había comenzado. Boris, detrás de un auto, nos saludó con la mano —dijo Melba.
Haydée y Raúl Gómez salieron arrastrándose bajo las balas para socorrer al teniente adversario Pedro Valeriano Feraud Mejías. Haydée no experimentaba ningún sentimiento de miedo, pero temblaba inevitablemente por la vida de Abel, aunque le parecía que esa angustia inmunizaba su propia vida.
Una ráfaga dio en el suelo, cerca de Raúl Gómez García. Melba corrió hacia él. El plomo le dio en la nuca de rebote, pero sin penetrarle, y lo aturdió.
Fuentes: El Grito del Moncada, Mario Mencía, p.p. 405, 428 y 558. Tomos I y II, Editora Política, La Habana 1986, y El estilo de trabajo de los combatientes, Jesús Montané Oropesa, revista Verde Olivo, 26 julio 1964.
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