En las escuelas se enseña a los niños el cuidado del medio ambiente. Autor: Roberto Suárez Publicado: 21/09/2017 | 05:10 pm
En un mirador de la cordillera de Los Cuchumatanes, a 3 000 metros sobre el nivel de las olas, una niña guatemalteca de edad imprecisa y cachetes chamuscados por el intenso frío me obsequió una flor nativa. Le retribuí la gentileza con una frase cariñosa. Pero ella no se dio por enterada. «Un quetzal, señor», me exigió con su manita extendida. Se lo entregué, y lo que supuse ofrenda devino mercancía.
Otra vez, en la capital chapina, un chico de apenas diez años vino a mi encuentro con su cajón de limpiabotas. «¿Lustra, señor?», me preguntó, al tiempo que acomodaba delante de mí su apero de trabajo. «¿Cuánto?», inquirí. «Un quetzal, don», respondió. Metí la mano en el bolsillo y le di la moneda. Se asombró al comprobar que le rechazaba su servicio. Jamás permitiré que un niño me lustre los zapatos.
Cierto mediodía, en la ciudad de Cobán, en el departamento de Alta Verapaz, un mozalbete vendedor de periódicos blandió ante mis ojos un ejemplar de Prensa Libre, el diario de mayor tirada en Guatemala. «Llévese uno, señor», me suplicó. A pesar de que ya había leído la edición, se lo compré. El canillitas se embolsilló el quetzal, me dirigió una mirada agradecida y siguió calle abajo con su pregón.
Tres quetzales no hacen ni más opulento ni más desdichado a nadie. Pero no es usual que ande uno por ahí tirándolos como si fueran material de desecho. Claro, ante la tragedia de un niño es diferente. ¡Hasta el tintineo de unas raquíticas monedas dentro del bolsillo llega a parecer un insulto! Ocurre que los niños marcaron profundamente mi sensibilidad en ese hermano país de Centroamérica cuando estuve por allá en misión periodística hace una década.
En las aldeas indígenas casi se puede decir que nacen adultos. Tan pronto consiguen caminar, se echan a cuestas sus haces de leña. Dejan el lecho al amanecer, sus pies no conocen los zapatos y trabajan a la par de sus padres. Sus juguetes son el hacha y el cargador. Muchos no asisten a la escuela y pocos han visto una película y menos un museo. Padecen parasitismo y algunos no saben ni siquiera cómo se llaman.
Tienen una mirada que sobrecoge. En la remota aldea de Ocubilá, en el departamento de Huehuetenango, durante una visita a un hogar infantil, una niña de seis años me miró de una manera que no olvidaré jamás. Concentraba en sus pupilas una tristeza terrible y a todas luces ancestral. La fui a acariciar y retrocedió, espantada.
El resto de sus compañeritos no le iba a la zaga en cuanto a timidez. Pensé en las travesuras y en las cabriolas que hubieran inventado los chiquitines cubanos de haber estado en similares circunstancias. En toda una mañana en Ocubilá no escuché risas. ¡Ni siquiera llantos! Solamente escuché silencio. «¡Qué raro me parece todo esto —pensé—, porque el silencio nunca ha encontrado sitio entre los niños».
Alguien, a mi lado, me dijo: «Los indígenas son así, es cuestión de idiosincrasia». Y yo: «No me parece, los niños nacen niños en todas partes del mundo, independientemente de su ascendencia». Me acordé de un retruécano de cuando mi época de estudiante: «El niño no es niño porque juega, sino que precisamente juega porque es niño».
No, descartada la idiosincrasia. No, descartado el indigenismo. Se trata de un sistema que no tiene a la niñez entre sus prioridades. La culpa es de un modelo desentendido del tesoro más preciado. Y no solo en Guatemala, sino en todos los países que lo adoptaron como paradigma. Es su secuela dramática e irremisible.
Nuestros infantes afrontan carencias materiales, pero les sobra atención y prioridad. Son el patrimonio nacional más importante. Su trabajo es el aula y el parque infantil: sus herramientas, el cuaderno y la pelota. Disponen de atención médica desde que irrumpen en el vientre materno. No venden flores: las regalan. No limpian zapatos: se los limpian. No pregonan periódicos: encabezan con sonrisas felices sus titulares. Nuestros infantes son esperanza y certidumbre. En sus ojos destella un porvenir inexorablemente mejor.