La tecla del duende
Ofelia querida: Como sé que solo me perdonarás si soy totalmente sincero contigo, hoy decidí «desclasificarte» mis aventuras. Y para que veas la magnitud de mi arrepentimiento, le pedí a mi hermana Marilú y a su esposo Pedrito, el calvo, que le llevaran esta carta al Duende. No importa que otras la vean publicada, al final me han estremecido un montón de mujeres, pero yo solo te quiero a ti... Mis amores más serios comenzaron en las montañas de Bahía Honda, cuando en el tronco de un árbol una niña grabó su nombre henchida de placer. Yo trabajaba entonces en la forestal y tuve que ponerle una multa por el maltrato. Pero la muy pícara, que se llamaba Longina, y era en extremo seductora, terminó conquistándome. Aquello duró poco, porque me trasladaron al puerto de La Coloma y conocí a Perla. Marina, como su padre Sindo, quiso atarme por siempre al salitre, pero no contaba con que Chencha, la gambá de su prima, también me había echado el ojo. Al final, ninguna de las dos me llenaba; cuando eso yo solo tenía mente para la esposa de Antonio. Perla se la llevó en el aire, se peleó a muerte con Chencha y lo que le gritó a la mujer de Antonio fue mucho. Que si caminaba así o asa’o, que si era tremenda perrita pequinesa, y una carga de insultos irrepetibles. Imaginarás cómo tuve que salir de allí: corriendo por la vereda tropical. Un año más tarde, cuando inicié mi contrato en los ferrocarriles, me empaté con Marieta, mulata deslumbrante que había venido de Santiago. Pero tuve que dejarla por aquella fea costumbre de pedir diez pesos con disimulo a cualquier vecino del barrio... Después, en medio de un viaje Pinar-Habana, conocí a Gertrudis, Tula, una rubia que era la candela. La pobre, el cuarto donde vivía se le hizo cenizas aquella noche de apagón... También tuve un romance pasajero con María Cristina, la ferromoza, pero como siempre me quería gobernar, no pude seguirle la corriente. Por suerte, Caridad, que se me apareció en una de las calles de mi ciudad, me consoló del fracaso. No te niego que inicié algunos flirteos con la guajira Chicha, la ex del maquinista Chacho; con Juana, que solía tenerme alborota’o; y con Eva, aquella mujer con sombrero. Por cierto, nunca entendí por qué me dejó bruscamente el día que la invité a un restaurante y nos sirvieron costilla ahumada... Una noche de borrachera la pasé con Lola, que venía caminando a mi lado cuando salí del bar. No quiero recordar lo que descubrí al despertarme… Ya en mi última etapa, cuando estuve de chofer del Toyota, intenté asentarme con Chichi, pero qué va, me dejó por Elito, el colega que manejaba un Mitsubishi... Lo de Yolanda y Sandra no es digno ni de mención. Eran amores platónicos... Ay, Ofelia, tú no comprendes… pero en verdad eres mi única dueña. Regresa, por favor, que esto no puede ser, no más que una canción. Tuyo, en las tinieblas de la noche, Chanchán.
MBR: Enséñame el camino para navegar por siempre en el azul de tus ojos. Tu Sirena