La tecla del duende
... Comenzaba el año 1947. En un anfiteatro de Anatomía, en la Facultad de Medicina, escuché varias veces una voz grave y cálida, que con su ironía se daba coraje a sí mismo y a los demás frente a un espectáculo que sacudía aun al más insensible de esos futuros galenos. Por el acento, era un comprovinciano, por su aspecto, un muchachito bello y desenvuelto...
(...) No pertenecimos nunca a ningún grupo ni cultural ni político común, tampoco a un círculo único de amigos. (...) Nuestro contacto fue, pues, siempre individual. En la facultad, en los cafés, en mi casa, rara vez en la suya... También en el Museo de Ciencias Naturales, donde nos encontrábamos los miércoles para «estudiar la filogenia del Sistema Nervioso»; nos dedicábamos por aquel entonces a los peces, y así alternábamos entre disecciones, preparaciones, parafina, micrótomo, montaje de cortes, microscopio, etc., guiados a veces por un viejo profesor alemán. (...) Nunca faltó a una cita y era puntual. (...) ¡Qué extraña bohemia la suya!
Cada vez que un acierto nos sorprendía, repetíamos las estrofas de Gutiérrez que ambos queríamos: «No levantes himnos de victoria/ en el día sin sol de la batalla».
Mucho pensé después cuántas veces él las habría repetido, en la Sierra Maestra, en el Congo, en Bolivia... Toda su vida fue lucha, quizá por eso esos versos eran tan suyos.
(...) Como aprovechaba los minutos hasta en el transporte, aparecía en general con un libro en la mano. A veces era un tomo de Freud: «Quiero repasar un historial clínico por un caso que me interesa». Otras, un texto de estudio. Otras, un clásico. Nunca le sobró el dinero, al contrario. Por aquella época ganaba su vida trabajando con el doctor Pisani, en investigaciones sobre alergia. Pero su limitación económica no constituyó nunca una preocupación esencial ni le impidió jamás cumplir con lo que él consideraba una obligación.
(...) Se recibió en menos de seis años, pese a sus viajes, al trabajo, al deporte (rugby y golf en aquella época) y a la gran parte de su vida que dedicaba a la lectura y al culto de la amistad. Sabía estudiar. Iba a la médula del problema y desde allí se extendía tanto cuanto sus planes se lo permitían. Podía detenerse y profundizar, y mucho, cuando el problema lo apasionaba: leprología, alergia, neurofisiología, psicología profunda... E igualmente podía preguntar por teléfono, la víspera del examen, la clasificación de los vegetales en A, B, y C, según el porcentaje de calorías o de proteínas que tuvieran...
(...) Para él la amistad imponía deberes sagrados y otorgaba iguales derechos. Practicaba unos y otros. Pedía con la misma naturalidad con que daba. Y esto en todos los órdenes de la vida.
(...) Tuve, pues, el extraño privilegio de conocerlo profundamente, de haber tenido su confianza, de haber compartido una gran amistad que no supo jamás de olvidos ni de reticencias. Le conocí muy joven, cuando era solamente Ernesto. Pero ya estaba en él el futuro Ernesto Che Guevara (...).
Demasiado cálido para tallarlo en piedra. Demasiado grande para imaginarlo nuestro. Ernesto Guevara, argentino como el que más, fue quizá el más auténtico Ciudadano del Mundo. (Testimonio de Tita Infante, escrito en 1968)
GuaracabullaConspiramos para vernos allí, a mitad de Cuba, en medio del año, 12 meses después de que el Genio viajara al centro de todos. Informaremos...