Opinión
He escuchado más de una vez esta aclaración: «No existen malas palabras, sino palabras mal dichas». Y en sentido general coincido. Hay ocasiones en que la expresión que merece un hecho o situación, no puede ser otra que aquello que denominamos una «mala palabra».
El socorrido ejemplo del carpintero que se da un martillazo en el dedo, o del electricista que rozó el cable con la 220, bastaría para coincidir, y a estos podrían añadírsele otros muchos, como el calificativo que damos a los yanquis cuando desembarcan sus tropas en Iraq, o la manera tan cubana que tenemos de gritar que una cosa no nos importa o cuando un «guaposo» dice algo en tono de amenaza… Sobran explicaciones.
Pero eso es una cosa y otra la que escuché a una niña —de apenas siete u ocho años— gritarle a su madre cuando esta la regañaba. O la cantidad de barbaridades y obscenidades que tenemos que sufrir en la calle, provenientes tanto de hombres como de mujeres, adolescentes y adultos, incluso no pocos de la tercera edad.
Y no escapan las aulas, el centro de trabajo, las oficinas y hasta reuniones muy solemnes, donde las dichosas palabritas, de manera más abierta y sin matices, se introducen en cualquier diálogo como si el español, un idioma tan rico, no nos permitiera hacerlo de un modo más elegante y apropiado.
A ello contribuyen no pocos programas de televisión y radio, películas de factura nacional o foránea, obras de teatro, libros de cuento o novelas, canciones y reguetones de moda… Y, honestamente, no pienso que siempre se trate de «palabras bien dichas», y sobre todo, en el lugar más indicado.
Aunque me tilden de estar chapado a la antigua, sigo opinando que hay palabras obscenas, malas palabras, mal dichas y mal usadas, que seguirán siéndolo hasta cuando las pensamos en un monólogo interior. Otras quizá son propias de situaciones íntimas o de momentos muy
especiales, pero no aceptables para ser escuchadas donde actualmente hacen acto de presencia.
La escuela, la familia y la comunidad tienen una cuota de responsabilidad grande en este problema. Por suerte nuestro país goza de fuertes y masivas instituciones, cuya labor educativa debe garantizar el más efectivo aprendizaje de nuestro idioma materno y su práctica, a la altura de los resultados que ese esfuerzo tiene reconocidos tanto a nivel nacional como internacional.
Pero nada de eso tendría sentido si no empezáramos todos a tener conciencia de que este es realmente un problema que se debe resolver, y que es tanto o más importante que aprehender las habilidades y conocimientos de una profesión u oficio.
Un país que aspira a ocupar los más altos peldaños de la instrucción y la cultura no puede subestimar cualquier manifestación de maltrato a su idioma materno. Ni mucho menos el lenguaje soez y la vulgaridad, que nada tienen que ver con la educación y las buenas maneras.
Nuestro lenguaje puede ser mejor si todos asumimos el compromiso de preservarlo y usarlo como es debido.