Opinión
A 117 años de su caída en combate en Dos Ríos, la figura de José Martí y sus ideas han adquirido una vigencia sorprendente. Nos enorgullecemos, como cubanos, cuando los presidentes Hugo Chávez y Rafael Correa y otras figuras de la política y la cultura se refieren a su pensamiento como referente imprescindible para analizar los problemas que deben encarar los pueblos latinoamericanos y caribeños en estos albores del siglo XXI. Tenemos una enorme responsabilidad en hacer que se conozca más y mejor el legado martiano.
Este nuevo aniversario de aquel trágico acontecimiento coloca en primer plano su profundo sentido ético. Porque lo extraordinario en Martí se halla en que además de ser un poeta, considerado como el precursor del modernismo en la literatura latinoamericana, diplomático y periodista apasionado por la búsqueda del conocimiento humano fue, al mismo tiempo, el organizador del Partido Revolucionario Cubano, el promotor fervoroso de la independencia y que llegado el momento no vaciló en desembarcar en Cuba y ponerse al frente de la guerra que con tanta pasión y celo preparara y convocara.
No era un guerrero ni tenía formación militar, pero guiado por su sentido del deber asumió el reto en ese terreno. Ahí está la raíz de la tragedia de Dos Ríos.
Cada nuevo aniversario de su ascenso a la inmortalidad Martí nos mueve a reflexionar sobre el significado y vigencia de su legado ante los cruciales desafíos que la humanidad tiene ante sí en el presente siglo.
Como señalamos al inicio, el ideario martiano se ha convertido en un referente histórico insoslayable para los procesos que se desarrollan en el plano económico, político y social en diversos países de nuestra región.
En su conocido ensayo Nuestra América postula: «Con los oprimidos había que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores».1
En ese mismo ensayo insiste en la autoctonía de las formas de gobierno y en el rechazo a la copia servil de fórmulas ajenas a nuestras realidades:
«La incapacidad no está en el país naciente, que pide formas que se le acomoden y grandeza útil, sino en los que quieren regir pueblos originales, de composición singular y violenta, con leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía en Francia».2
En los procesos revolucionarios y de profundo contenido popular que están en marcha en América Latina, y en el quehacer político de los dirigentes que los llevan a cabo, inspirados en principios éticos de valer universal, podemos encontrar las formas correctas de hacer política, fundamentadas en la tradición latinoamericana y en la cultura de José Martí, que procura el logro de aspiraciones radicales a la igualdad y justicia social y al mismo tiempo unir el mayor número de fuerzas posible para alcanzar esos objetivos, es decir, «Con todos, y para el bien de todos».3
La realización de esa política, de inspiración martiana, debe estar regida por principios éticos y con apego a la justicia y el derecho. Aquí vale recordar lo expresado por José Martí acerca de las consecuencias de faltar a la verdad. Decía el Apóstol: «El que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella».
De la ética dijo el ilustre maestro cubano José de la Luz y Caballero, que la justicia es el sol del mundo moral. La tradición ética cubana ha sido fuerza decisiva que nos ha permitido llegar aquí. La confirmación de su valor práctico está en la victoria y permanencia de nuestra Revolución, nacida el 10 de octubre de 1868 y que hoy continúa.
Por eso no resulta contradictorio que el poeta católico José Lezama Lima afirmara que José Martí era un misterio que nos acompaña y que Julio Antonio Mella, fundador del primer Partido Comunista de Cuba, nos exhortara a investigar el «misterio» del programa ultrademocrático del Apóstol, el cual tiene fundamentos sociales e históricos que explican el «milagro» cubano de estas cinco décadas.
Este proceso no hubiera podido transcurrir sin el antecedente de la evolución cultural representada por Martí. El Apóstol y Fidel Castro son pues los más sobresalientes representantes de la Revolución Cubana.
Por eso en este aniversario, partiendo de la vigencia de su pensamiento, queremos honrar a Martí y a los próceres y pensadores de América Latina y el Caribe cuyo pensamiento y acción han contribuido a hacer posible esta marcha hacia la definitiva independencia de nuestros pueblos.
En nombre de la cultura de Martí proclamamos que ha llegado la hora de promover la manera culta de hacer política que está en el sentido de nuestra historia y que es la única forma eficaz de hacer triunfar una revolución.
Partir de esa tradición, desarrollarla, enriquecerla y presentarla como escudo esencial de la patria cubana, latinoamericana y caribeña, recordando a Martí, es el mejor homenaje que podemos rendirle en este nuevo aniversario de aquel momento terrible en que su fecunda vida quedó truncada en Dos Ríos por las balas españolas.
1 José Martí, Nuestra América, Ed. Ciencias Sociales 1975, t. 6, p. 19
2 Ob. Cit. P. 17
3 J. Martí, O. C. Discursos revolucionarios, Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891, t. 4, p. 279