Los que soñamos por la oreja
En días recientes he intercambiado con diferentes amistades a propósito de la relación entre música, mercado y prensa. Por supuesto que no nos hemos puesto de acuerdo, pero las discusiones me han hecho pensar sobre el tema del gusto musical y de cómo este se forma, algo que también se ha debatido bastante, incluso en uno que otro evento celebrado años atrás en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac).
Hay quienes piensan, al hablar sobre el asunto, en premisas como las de que las identidades resultan estáticas, que el gusto musical es autónomo y se origina en el valor intrínseco de las estructuras sonoras, y por último, que este instala jerarquías. Son ideas que yo no comparto o, al menos, me parecen muy discutibles.
Un breve repaso de las concepciones históricas del tema nos recuerda que durante un largo período la musicología se pronunció por el valor intrínseco de lo que pudiese definirse como gozo estético. Así, disfrutar de la música de manera adecuada, implicaba un conocimiento de la forma correcta en que esta era realizada. Con ello, el buen gusto musical era solo propiedad de un selecto grupo educado que no desperdiciaba su tiempo con las tonterías sonoras cultivadas por la masa.
Gracias a Theodor W. Adorno apareció la idea de que el gusto musical estaba relacionado con condicionamientos externos. Este afamado sociólogo de Fráncfort, en su célebre texto Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión de la escucha, todavía hoy de obligatoria consulta aunque date de 1938, describe el funcionamiento de una industria que persigue como único y principal objetivo vender mercancías, aunque tenga que desvirtuar el gusto y convertirlo en algo nulo. En opinión de Adorno, todo el mundo se rinde ante las acciones de los medios y con ello, acepta por bueno aquello que la propaganda promociona. Según el aludido académico, el consumidor no es más que un ente pasivo, concepción que también puede ser rebatida, pero hay que admitir que Theodor W. con sus teorías, hizo que la música se ubicase en el ámbito de las relaciones sociales.
Fue Pierre Bourdieu el que, al reflexionar sobre el gusto, consiguió mayores aciertos, cuando logró evidenciar que este se encontraba vinculado a condicionamientos no artísticos. En su libro La distinction: Critique social du jugement (1979), él dejó claro que este es resultado de disposiciones objetivas (el capital económico y el cultural) y subjetivas (un habitus social específico) de una persona. Bourdieu demostró que la aproximación a un repertorio determinado por un individuo concreto, hallaba correlato en los recursos que le posibilitaban poseer acceso a ciertos bienes culturales.
Lo anterior significaba que, digamos, un joven de clase alta, criado en una familia consumidora de música académica, tenía mayores probabilidades para gustar de ella que un muchacho procedente de barrios periféricos, en los cuales este tipo de música no es parte de la banda sonora cotidiana. Así, el sociólogo francés se distanciaba del determinismo de Adorno, al incluir en su perspectiva de exégesis las experiencias subjetivas del actor social.
Más recientemente, investigadores como Richard Peterson, Philippe Coulangeon, Andreas Gebesmaier y Albert Simkus, por solo mencionar unos nombres, han evidenciado que el sentido de distinción permanece vigente en el mundo occidental, más allá del hecho de que la forma de diferenciación musical, o sea, el gusto, haya cambiado.
Como se deducirá, si 50 años atrás el buen gusto se tipificaba por una aproximación a las formas vistas como cultas, en el presente este se manifiesta a través de un eclecticismo musical y por la utilización social de la tolerancia como factor inclusivo. Hoy el gusto exclusivo ha pasado a ser propio de las clases más castigadas, las cuales por lo general se ven representadas por un género musical específico, como sucede en el caso del hip hop de la costa occidental norteamericana o la cumbia de las villas argentinas. Por supuesto que la tolerancia siempre tiene un límite, con lo que se excluyen ciertos géneros del canon cosmopolita.
Por otra parte, las investigaciones académicas de los últimos años han demostrado que las identidades son más fluidas y efímeras de lo que se creía. Con ello, por ejemplo, los jóvenes intervienen en diferentes comunidades musicales, por lo que asumen —en dependencia de la ocasión o del momento de la vida por el que pasan— disímiles identidades. De tal suerte, un veinteañero puede tener afición por el metal, pero con el transcurrir del tiempo, es común que dicho gusto se pierda cuando las obligaciones establezcan otras prioridades. De este modo, el gusto ha generado múltiples escenas musicales, en las que en opinión de Andy Bennett y Richard Peterson «confluyen individuos de diversas clases sociales, sistemas religiosos o identidades de género, sin que ello impida que unos y otros compartan de manera efímera experiencias musicales».
Como acotan distintos etnomusicólogos, la participación en una escena suele ser una decisión personal, con independencia de las identidades colectivas tradicionales. Por tanto, el gusto ha empezado a articularse en función de dinámicas de grupo que posibilitan al individuo separarse por un momento de las grandes masas indiferenciadas. Queda claro, pues, que ni las identidades ni el gusto son estáticos y solo circunstancialmente generan jerarquizaciones, todo lo cual hay que tener en cuenta al discutir la compleja relación entre música, mercado y prensa, incluso en un caso atípico como es el cubano.