Lecturas
¿Cómo y dónde paseaban los habaneros de ayer? ¿En qué y cómo invertían el tiempo libre? ¿Cómo hacían sus compras? ¿En qué lugares les era dable disfrutar de un refrigerio?
Durante años y años —siglos—, La Habana no contó con los paseos que caracterizaban a las ciudades opulentas. Solo dos y bastante rústicos hubo hasta entonces en la villa. El que arrancaba en la puerta de la punta de la Muralla, y corría hacia la caleta de San Lázaro, en las inmediaciones del actual hospital Hermanos Ameijeiras; paseo este que, con el tiempo, fue la calzada de San Lázaro. Se caminaba sobre tierra, a la sombra de los uveros. De una parte, quedaba el mar y de la otra las huertas asentadas en la zona. El otro paseo salía de la puerta de tierra de la Muralla, aledaño a la calle de ese nombre, tomaba la calle Monte y llegaba a Reina; también de tierra y a la sombra de los cocales.
Desde 1832 existieron tiendas que llamaron la atención de los habaneros. Muralla era la calle comercial por excelencia, aunque también tenían importancia Mercaderes y Oficios, así como otras vías transversales y próximas. Tiendas con nombres seductores —Esperanza, Maravilla, Deseo…— frente a las cuales las damas, sin descender de sus carruajes, esperaban por la mercancía que, desde el vehículo, solicitaron al tendero.
Entonces, los lugares para refrescar se llamaban neverías. La primera que existió en la ciudad, se dice, se ubicó en la esquina de Acosta y Oficios, y era propiedad de un tal Juan Antonio Montes. El entretenimiento de la vecinería se reducía en lo esencial a las fiestas y las procesiones religiosas, o a las paradas y los desfiles militares, así como a los ejercicios de la tropa en el Campo de Marte —actual Plaza de la Fraternidad— que los curiosos seguían a través de las rejas que bordeaban el terreno.
Un entretenimiento muy recurrido era el de pasear por la calle de los Mercaderes y de la Muralla, que presentaban por las noches, con sus numerosas tiendas alumbradas por lámparas y quinqués, el espectáculo de un gran bazar o de una feria.
El primer paseo propiamente dicho con que contó La Habana fue la Alameda de Paula. Lo construyó en 1772 el ingeniero Antonio Fernández de Trebejos, por orden del capitán general Felipe Fons de Viela, Marqués de la Torre, a quien se tiene como nuestro primer urbanista. No había comenzado aún la construcción de la Catedral ni del Palacio de los Capitanes Generales y sus plazas respectivas eran terrenos cenagosos y yermos. De inmediato prohibió el Marqués las viviendas con techo de guano y proyectó la construcción de la casa de gobierno. Dispuso la demolición de la vieja Iglesia Parroquial para dar impulso, con la venta del terreno donde se hallaba, a las obras de la iglesia de los jesuitas, que sería la Catedral.
La Alameda recibió ese nombre porque en uno de sus extremos se erigía el hospital puesto bajo la advocación de San Francisco de Paula. Era un terraplén
adornado por dos hileras de álamos y algunos bancos de piedra. Corría entre la calle Oficios y el hospital, lugar conocido hasta entonces como el basurero del Rincón.
Escribe el propio Marqués en sus memorias: «No hay paraje más agradable en La Habana por su situación y por sus vistas; expuesto a los aires frescos, descubriendo toda la bahía y colocado en el lugar principal de la población… que parecía elegido para este fin desde la fundación de la ciudad».
En fecha tan temprana como 1776 funcionaba el primer teatro de óperas con que contó La Habana. Llevó el nombre de Principal y su construcción fue impulsada asimismo por el Marqués de la Torre. «Un teatro de óperas como no lo había en el mundo en aquella época. No lo había en Estados Unidos aún ni en otras ciudades de América», escribía Alejo Carpentier.
A mediados del siglo XVIII, obras de Calderón, Lope, Moreto y otros autores solían presentarse en los salones de los ricos. Fuera de eso, los habaneros solo disfrutaban de las funciones que grupos de aficionados ofrecían en un local del Callejón de Jústiz, conocido como Casa de Comedias. Se empeñó el Marqués en la construcción de un coliseo «donde se presentasen las obras que provisionalmente se están haciendo en una casa particular con mucha incomodidad del numeroso concurso de espectadores». Un teatro que se consideraba necesario «porque era conveniente que en una ciudad tan populosa como La Habana hubiese diversiones públicas, a ejemplo de la práctica introducida en todas las poblaciones bien arregladas».
La plaza de la iglesia —frente a la Parroquial Mayor— devino Plaza de Armas. La construcción del Palacio de los Capitanes Generales —en el espacio que ocupó la Parroquial— hizo que el área mejorara considerablemente. Sucesivos gobernadores la fueron dotando de fuentes, arbolado y canteros de flores. En 1790, aún sin concluir, el Palacio, cuya construcción se inició en 1776 era ya habitable.
Fue la Plaza de Armas durante muchos años lugar de paseo y encuentro, y también sitio de esparcimiento. Se celebraban allí sonados conciertos a los que asistía, desde el balcón del Palacio, el Capitán General, mientras que las damas discurrían en sus carruajes y los caballeros caminaban por la plaza o
permanecían sentados en los bancos o en sillas de alquiler. Cada 6 de enero, Día de Reyes, esclavos que disfrutaban de su asueto acudían allí con sus bailes y cantos a saludar al Gobernador y a recibir las escasas monedas con que este los congratulaba.
En 1844, en su Viaje a La Habana, escribía la Condesa de Merlín: «Hermosos árboles, una fuente de saltadores y los palacios del Gobernador y del Intendente circundan este grande espacio, haciendo de él un paseo encantador y enteramente aristocrático. Las reuniones públicas tienen aquí un aspecto de buen gusto exclusivo del país; nada de chaqueta ni de gorra. Nadie viste mal. Los hombres van de frac, con corbata, chaleco y pantalón blancos, las mujeres con traje de linón o de muselina: estos vestidos blancos que respiran coquetería y elegancia, armonizan perfectamente con las bellezas del clima, y dan a estas reuniones el carácter de una fiesta».
Todo se fue perdiendo en los años finales de la administración colonial, declive que prosiguió en el período de la intervención norteamericana y durante los años iniciales de la República, pese a que el Palacio de los Capitanes Generales albergó al Palacio Presidencial hasta 1920 y luego al Ayuntamiento. Ya no se celebraban allí las retretas de antaño y la Plaza de Armas perdía primacía como lugar de esparcimiento de los habaneros, que preferían el Paseo del Prado y el Parque Central.
También en 1772, el Marqués de la Torre dio inicio a las obras del Paseo del Prado, mejorado y embellecido luego por los gobernadores que lo sucedieron.
Hacia 1841, el Prado empieza a perfilarse como el centro de La Habana. La Plaza de Armas desplazó, oportunamente, a la Alameda de Paula como lugar de preferencia, y el Prado, a su vez, desplazó a la Plaza de Armas, «por su mayor extensión y amplitud, más adecuadas a la importancia y población que iba adquiriendo la ciudad». Ya en 1863, según afirmaba el periodista Carlos Robreño, quedó convertido en el más concurrido lugar de esparcimiento, donde acudía toda la población.
Contaba el Prado en esa época con aceras cómodas y bancos donde descansaban los que lo recorrían a pie. Su parte central era de tierra, no estaba pavimentada y lucía árboles frondosos en sus bordes. Las clases pudientes construyeron allí sus mansiones.En 1840, el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga, en su testimonio sobre Cuba, aludía a los quitrines que recorrían el Prado con sus capotas caídas llevando a paseantes que «circulan, miran, hablan, ríen vistos por todos y saludando sin parar». Apenas se pone el sol, salen de sus casas bellas habaneras sin otro objetivo que recorrer las calles y gozar de las delicias de la noche. Pero ¡ojo! Las costumbres severas y formularias del país no toleraban que extraños las acompañen en sus carruajes. Saludaban las señoras con sus abanicos y los hombres con la mano. Es tan grande el número de quitrines que circulaban por el Prado que se hacía necesaria, dice Salas y Quiroga, «la atención más rigurosa para no ser atropellado». Prosigue el escritor gallego: «Cada carruaje se mantiene en su orden, y marqueses y condes, caballeros y plebeyos, con tal de que tengan medios suficientes para mantener una volanta propia, figuran en este animado y brillante paseo. ¿A qué van? Van a ver y a que los vean».