Lecturas
ES un caso que figura en las crónicas coloniales. Un prelado en el siglo XVII americano fue obispo en tres ocasiones, y como si eso fuese poco fue presidente de una audiencia, sin ser jurista, y capitán general, sin que hubiera pertenecido al ejército.
Existe tan poca congruencia entre esas responsabilidades que es posible que alguien llegue a creerlo, más que realidad, una fábula, un invento del escribidor. Pero así fue.
Para algunos estudiosos nada raro hay en el asunto en una época en que los monarcas disponían de sus súbditos a su antojo, y ponen como ejemplos que un fraile franciscano, el cardenal Jiménez de Cisneros, fuera regente de España, y que el prócer castellano don Pedro de Mendoza, antes de llevar su expedición al Río de la Plata fuera el copero del emperador Carlos V, lo mismo que fue Ganimedes de Júpiter, aunque no con las peculiaridades que le atribuye a este la mitología.
En efecto, don Juan de Santo Matías Sáez de Mañosca y Murillo —el nombrecito se las trae—, nacido en México, fue nombrado Obispo de Cuba en 1663 y llegó a La Habana para asumir sus funciones en agosto de 1664. No tardó en trasladarse al oriente de la Isla y en Santiago dio inicio a una visita pastoral.
En mula y con su séquito hacía el prelado sus recorridos. Una tarde de mucho calor, se encontraba en las inmediaciones de Jiguaní, y una repentina e invencible soñolencia lo obligó a descender de la bestia que montaba y buscar la sombra propicia para una siesta. Fue un sueño largo, muy largo del que salió sobresaltado. Referiría a sus acompañantes que mientras dormía se le había aparecido Juan de Palafox, venerable Obispo de Puebla y virrey de México, para anunciarle que tendría tres mitras.
—Pero, ¿quién hace caso de un sueño?—, dijo a sus acompañantes en el momento de reanudar la marcha—. Solo Dios sabe el porvenir de sus criaturas… Gran pecado es creer en visiones semejantes.
Mitra es el bonete redondo rematado en dos ápices que forman como dos hojas, una detrás y otra delante; está abierto y hendido por los lados, y de la parte de atrás penden dos cintas anchas, llamadas ínfulas, que caen sobre los hombros. Lo usan el Papa, los cardenales, los obispos y los abades en funciones sagradas. Por extensión se dice así a veces del territorio de jurisdicción de un obispo.
Escribe Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas:
«Santo Matías, después de su visita, regresó a Santiago consagrándose a una obra de cristianización que hace su memoria inolvidable en esta iglesia. Solo puede compararse el celo de este prelado con el del insigne Compostela. Extendió el culto por todo el país con el ejemplo de su fervor, de su caridad y de su modestia; edificó un clero que estaba totalmente desmoralizado; multiplicó los templos, erigió el Hospital de Paula con el legado del presbítero Borges de cuya última voluntad fue noble y exacto intérprete…».
Digamos de paso que Diego Evelino de Compostela fue el obispo más memorable de los que rigieron la diócesis de Cuba. Solo Espada lo iguala y a veces lo supera, pero Espada no fue obispo de Cuba, sino de La Habana, porque ya se había dividido la diócesis. Nació en Santiago de Compostela en 1687, y cuando llegó a Cuba tenía ya más de 50 años de edad y gozaba de gran fama como orador. Falleció en La Habana, en 1704.
Asombra la actividad que desplegó sobre todo en la construcción de templos y conventos. Fundó el colegio de San Ambrosio, para varones, germen del famoso seminario de San Carlos y San Ambrosio, y también el colegio de jesuitas que luego sería el Colegio de Belén. Escribía Emilio Roig: «Creía con toda su alma que lo mejor para una población era tener muchos sacerdotes, muchas iglesias, muchas parroquias, muchos frailes y monjas, muchos conventos y en ellos cifraba el mayor de sus empeños». Supo mover el egoísmo de los ricos.
Cuando más entregado se hallaba Santo Matías a su misión evangélica en Cuba se le concedió la mitra de Guatemala. Allí lo esperaba otra sorpresa mayor aún. Una real orden disponía que el prelado asumiese la capitanía general de la colonia y se hiciera cargo asimismo de la rectoría de la Audiencia. El Gobernador había sido sorprendido en malos pasos y, defenestrado, fue enviado prisionero a España.
Por dos años se prolongó la interinidad de Santo Matías, y lo hizo bien, con lo que demostró que no solo sabía oficiar una misa, sino también
dictar una sentencia y mandar un territorio.
Volvió entonces a la tranquilidad de su palacio episcopal, y ya con muchos años encima, vino a sobresaltarlo, casi en su lecho de muerte, el anuncio de que se le concedía la mitra de la ciudad mexicana de Puebla, con lo que aquel sueño que tuvo una tarde en las inmediaciones de Jiguaní se cumplía con exactitud matemática.
La imagen de bulto de San Cristóbal que se halla en la Catedral de La Habana estuvo antes en la Parroquial Mayor, la iglesia más antigua de la ciudad: un simple bohío de tablas y guano edificado primero en parte de los terrenos que ocupa hoy el Palacio del Segundo Cabo y reedificado después en parte del área donde se construyó el Palacio de los Capitanes Generales.
El animador de una de las redificaciones y ampliaciones que beneficiaron al templo, en 1666, fue el obispo don Juan de Santo Matías Sáez de Mañosca y Murillo. Por cierto, Emilio Roig, en su La Habana, apuntes históricos (1963), escribe Juan de Santos. Cuando en esa fecha el Obispo dio por terminada la obra, ya estaba allí la imagen de San Cristóbal, patrón de La Habana.
Fue hacia 1581 que las autoridades habaneras encargaron a España dicha imagen. Se le encomendó la tarea a Simón Fernández Leyton, que procuraba en la villa y corte de Madrid los asuntos de La Habana durante el reinado de Felipe II. Asegura Álvaro de la Iglesia que dicho sujeto, en sus tiempos de regidor del Cabildo habanero, fue uno de los firmantes del documento en que se solicitaba la canonización de Francisco Solano, religioso del convento de San Francisco, pedimento fechado el 1ro. de febrero de 1632.
El escultor de la pieza, ejecutada en Sevilla, fue Martín Andúvar, natural de Chinchilla de la Mancha, y llegó a La Habana en 1633. Una obra imponente, con un solo defecto: pesaba mucho, por ello sumamente trabajosa para manipularla en las procesiones.
De ahí que se encargara al maestro escultor José Ignacio Valentín Sánchez que redujera la imagen. Lo hizo con habilidad, y aun así no deja de llamar la atención la desproporción entre la cabeza y el cuerpo que ostenta la obra. En broma, diría Eusebio Leal, fue el primer habanero partido al medio.
Algo interesante: realizaba Sánchez su trabajo cuando, en el agujero que abrió en el pecho de la pieza, encontró un documento en el que el escultor Andúvar pedía que rogasen a Dios por su alma.
El Cabildo entonces ordenó a su mayordomo, Gaspar Pren y Gato, que de los fondos propios mandase a oficiar cien misas en sufragio del alma del artista.
La imagen costó en España 402 pesos con cinco reales, y a esa suma hubo que añadir los 450 pesos que cobró Luis Esquivel por su pulido y barnizado, más los 382 pesos con cuatro reales que se invirtieron en la compra del oro y los adminículos que la adornan. Un importe total de unos de 1 235 pesos.
Alejo Carpentier dijo que la fachada de la Catedral de La Habana es «música convertida en piedra». La imagen de San Cristóbal es una de las piezas de alto valor histórico que se atesoran en el templo. Aun así, su peso, pese al desmoche del maestro Sánchez, sigue siendo excesivo para sacarla en procesión, por lo que se llevó de la iglesia de Nueva Paz un San Cristóbal más manuable, que es el que en ocasiones señaladas sale del templo.