Lecturas
La norteamericana Louisa Mathilde Woodruff vino a la Isla en 1870 y escribió un buen libro sobre su estancia acá que publicó al año siguiente, My Winter in Cuba. Había venido en busca de la salud perdida y al rencuentro de un viejo amigo, y aprovechó su estancia para dejar constancia de no pocos detalles de la vida cotidiana y doméstica de los habaneros.
Recorre la viajera la ciudad y repara en su olor peculiar —humo de tabaco, vapores de ajo, basura…— y apunta, como lo hacen otros visitantes, cómo desde la calle se ve con facilidad lo que ocurre dentro de las viviendas y el alegre y continuado intercambio de saludos entre los de la casa y los transeúntes. Repara en los bonitos e imaginativos nombres de los establecimientos comerciales y se aprovisiona de jalea y mermelada de guayaba en el famoso café La Dominica, en O' Reilly y San Ignacio.
La calle Mercaderes, una de las más antiguas de la ciudad y que en los primeros años de la villa dio asiento a casi todos sus comerciantes —de ahí su nombre— es, para Louisa Mathilde, la Broadway habanera. Abundan en ella joyerías fastuosas, mercerías y bisuterías. No falta alguna que otra librería y un comercio esquinero oferta cirios de todos los tamaños y colores, desde un inmenso polo de cera que pudiera servir de señal en una barbería hasta pequeñísimas velas azules, rosadas y blancas para iluminar espacios diversos. Se venden lienzos y encajes tentadoramente baratos, al igual que atractivos sombreros de hojas de palma; bastones de piel de manatí, boquillas para habanos, zapatos y todo tipo de enseres para dormitorios y cocinas…
Pero es mejor cerrar la bolsa y, sobre todo, los oídos a los reclamos de los tenderos que insisten, y lo juran por todos los santos del calendario, en vender como fabricados en Cuba artículos que llevan marcas visibles de fabricantes franceses y alemanes.
Se acerca el mediodía y larga ha sido la caminata, en la abrasadora atmósfera veraniega, a través de calles estrechas. La agobia el calor, y Louisa Mathilde se siente cansada cuando descubre una tienda dedicada a los abanicos. Hay de todos los precios, afirma, desde los de 50 centavos hasta los de 150 dólares.
A los más baratos, el tendero apenas concede importancia. Son «mudos», dice, esto es, incapaces del idioma de los abanicos en el que las cubanas están tan versadas y, por tanto, inútiles para los fines de la coquetería, mientras que los más caros pondrían a los pies de una dama a toda la población masculina.
«Vea qué buen chasquido tiene», comenta el tendero, abriéndolo y cerrándolo con un traquido que impresiona. Sigue el hombre deshaciéndose en elogios del abanico que insiste en vender y cuando cree haber agotado sus frases y gestos a favor del adminículo, junta en punta los dedos de una mano, se los lleva a los labios y los besa. Un beso, advierte la visitante, que significa cosas indecibles.
La cubana de ayer vivió entre grandes golpes de abanicos. Los mejores, y por tanto más caros, eran los que al abrirse y al cerrarse dejaban escuchar un chasquido que era casi una detonación. Y con qué sorprendente destreza lo manejaban para emitir un mensaje. Porque hay un idioma de los abanicos en el que fueron muy versadas nuestras antecesoras.
Un abanico bien esgrimido es capaz de transmitir un mínimo de 36 mensajes. Posibilitaba la comunicación entre los enamorados en una época en que un encuentro a solas de dos que se simpatizaban mutuamente era casi impensable. El abanico fue entonces un arma secreta. Así, si una dama pasaba el dedo índice por las varillas de su abanico indicaba a su enamorado que le urgía decirle algo, y si se retiraba el cabello de la frente con los padrones, el mensaje era casi una súplica, pues le pedía que no la olvidara. La cosa se ponía fea para el amante si la dama se abanicaba con la mano izquierda ya que estaba celosa, y si lo hacía muy despacio, el mensaje equivalía a indiferencia.
Nada son los abanicos, decía Eusebio Leal, si no los despliega una mano de mujer en gesto de suave caricia, rubor escondido, seña propicia, altivez, desprecio, tentación.
Otra viajera, Matilde Houston, procedente de Inglaterra, viene a Cuba en 1840, aunque no es hasta más de cuatro décadas después que aparecen publicados sus recuerdos del viaje, en los que aborda, sobre todo, aspectos relacionados con la vida económica, social y política de la Isla. Le asombra el ferrocarril Habana-Güines, se queja de la carestía de la vida y se manifiesta abiertamente en contra de la esclavitud. Va más allá en su testimonio de lo meramente costumbrista, pero no deja fuera de sus páginas los modales, hábitos y diversiones de las señoras. Pasea, y desde su volanta observa, a través de las ventanas abiertas de una vivienda, la escena de un velorio.
Ostentosos eran los velorios en La Habana colonial. Para el que podía, desde luego. Se exponía al difunto en su propia casa o en la de un familiar o amigo cercano y las puertas y ventanas del inmueble se abrían de par en par a fin de dar mayor publicidad a la ceremonia. El féretro se colocaba en un catafalco suntuoso y lo rodeaban entre seis y 12 blandones y otros tantos candelabros cuyas velas permanecían encendidas hasta la salida del entierro. El piso de la sala mortuoria se cubría con mantas blancas y negras, y los más ricos encerraban el ataúd en una urna de cristal y tapizaban de negro las paredes.
El traslado al cementerio se hacía en un coche mortuorio del que tiraban hasta ocho parejas de caballos, enmantados y con vistosos penachos amarillos y negros. Entre seis y 24 criados blancos, vestidos con libreas negras, acompañaban el coche y se encargaban de su manipulación en la necrópolis y de colocarlo en la fosa. Eran los sustitutos de los negros zacatecas.
El luto comenzaba a preparase en cuanto se tenía la certeza de que el enfermo moriría sin remedio. Exigía ropa adecuada. En el luto riguroso no podían los hombres vestir chaleco de seda ni casaca de paño. Los trajes debían ser de alepín, sin brillo. Las mujeres no podían usar encajes ni adorno alguno de oro y piedra. En el medio luto, que seguía al luto riguroso, se daban entrada a los colores blanco y morado. El luto no se ceñía solo al vestuario. En la casa donde ocurría un fallecimiento, las ventanas que daban a la calle permanecían cerradas durante seis meses y con lienzo blanco se forraban los cuados y todos los adornos de la sala principal. Como la muerte presumía, los espejos se tapaban para que no se mirara en ellos.
La muerte de un padre o de una madre imponía un luto de dos años. La de un hermano, uno, mientras que el de la viudez duraba toda la vida.
Cuando una joven quería contraer matrimonio sin el consentimiento de sus padres, pedía al novio o a la autoridad que la «depositara», a fin de esperar la fecha de la boda, en un convento o en la Casa de Recogidas. La crónica habanera recoge esta historia deliciosa.
En 1781, Ignacio de Peñalver, tesorero general de la Real Hacienda, se opuso a la solicitud de matrimonio de Sebastián Calvo de la Puerta y O´Farril con su hija María Luisa, y Sebastián decidió raptarla.
La marquesa de Jústiz y su hija planearon y ejecutaron en la iglesia de San Francisco la audaz acción, con la complicidad de la novia, que fue conducida a la residencia de las Jústiz.
El escandaloso enfrentamiento del Tesorero Real con la marquesa, cada uno con el poder de sus títulos y la inviolabilidad de sus espacios privados, dio motivo a la intervención del Capitán General, que confió la custodia de la joven al convento de Santa Teresa hasta que se logró llevar a cabo el matrimonio sin la anuencia del padre, poco antes de que el contrayente partiera hacia Luisiana en una campaña militar.