Lecturas
Poco después de las dos de la tarde del 5 de septiembre de 1933, el presidente Céspedes, defenestrado pocas horas antes por el golpe de Estado encabezado por un sargento llamado Batista, abandona el Palacio sin renunciar, pero luego de haber aceptado la dimisión de todos sus ministros. La multitud rodea el edificio porque el rumor de la insurrección de los sargentos circuló con fuerza por la ciudad y se supo que una delegación de militares y civiles de la que formaban parte los integrantes del nuevo Gobierno visitaría Palacio para imponer a Céspedes de su democión. La multitud aplaude y vitorea a los recién llegados y espera la salida de Céspedes para chiflarlo.
El estudiante Carlos Prío Socarrás, presidente de la Agrupación Revolucionaria de Cuba, constituida poco antes en Columbia, acompaña al mandatario destituido; lo aplaude cuando gana la calle y obliga a la multitud a imitar su gesto, lo que libra al hijo del Padre de la Patria de la humillación de salir abucheado de Palacio.
No demoran los pentarcas en asomarse a la terraza norte del edificio. El primero en usar de la palabra es el periodista Sergio Carbó, el más popular de los cinco. Dice: «Hermanos civiles, hermanos soldados, acabamos de hacernos cargo del poder… por primera vez en la historia el pueblo cubano gobernará sus propios destinos». Pasa la palabra a Batista, que luce cenizo por la falta de sueño. Se come las eses y grita tanto que queda ronco. Es el suyo un discurso muy elemental, pero que es aplaudido frenéticamente.
«Batista y sus amigos tuvieron el mejor momento de sus vidas», escribe la revista Time. Es el hombre del momento, el dirigente indiscutido y como tal habla. Desconoce la Pentarquía y no hay en sus palabras mención alguna al Directorio Estudiantil. Niega el peligro tangible de la intervención militar norteamericana, tampoco cree en la existencia de lo que él llama «el peligro comunista» y se atreve a definir el carácter político de la futura República.
Habla Batista: «El país reclama un cambio de frente. No se ha producido la revolución para que un hombre desaparezca del escenario político, sino para que cambie el régimen, para que desaparezca el sistema colonial que 31 años después del 20 de mayo de 1902, continuaba ahogando al país. Ahora nace la República de Cuba estructurada sobre bases inconmovibles, porque tendrá la forma que señala la libre determinación del país. No será una sociedad socialista ni comunista, sino tendrá la orientación que la mayoría del país quiera darle».
Quiere la oligarquía la restauración de Céspedes, o, en su defecto, la articulación de un Gobierno de «concentración nacional» con el coronel Mendieta a la cabeza. Los oficiales depuestos piden la reinstalación en sus cargos. El embajador norteamericano, de conformidad con la oposición nacional, solicita a su superior en el Departamento de Estado el desembarco de mil marines «hasta que un nuevo Gobierno pueda ser restablecido… con la totalidad de los oficiales que son leales al gobierno constitucional».
En sus comunicaciones a Washington, el embajador califica de las peores maneras a los dirigentes del septembrismo y los envuelve en toda clase de mentiras, sin importarle cuánto pueden sus juicos desinformar a sus superiores. Así, dice, los pentarcas son «radicales en extremo», y asegura que el motín militar del 4 de septiembre había sido maquinado «por unos cuantos dirigentes comunistas guiados por Martínez Villena, quienes hicieron creer a los soldados que su paga sería rebajada y que el ejército iba a ser reducido».
El 7 de septiembre una flota de 30 barcos de guerra pone proa hacia Cuba con el propósito de tender un cordón de acero en torno a la Isla. La conforman un acorazado, dos cruceros, 15 destroyers de gran tonelaje, ocho destroyers ligeros y cuatro cañoneros, en tanto que una fuerza expedicionaria permanece en estado de alerta en el Cuartel General de la Infantería de Marina, en la costa atlántica, y se mantienen en reserva los efectivos acantonados en la base naval norteamericana en Guantánamo. La cosa llega al extremo de que el secretario de Marina de Estados Unidos se exhibe, desde su embarcación, en el puerto habanero, sin atreverse a pisar tierra cubana. La intervención militar parecía inminente, pero el pueblo no se amedrentaba.
Por otra parte, Cuba no estaba sola. Pueblos y gobiernos del continente se oponían a la injerencia norteamericana y defendían la soberanía cubana. No era compatible, se decía, la pregonada política del buen vecino, enarbolada por Roosevelt, con la aplicación del big stick. Brasil y Chile, Argentina y México se solidarizaban con el Gobierno de La Habana.
México se mostraba seriamente preocupado ante la posibilidad de una intervención militar, y solicitaba a Washington «simpatía y apoyo» para el nuevo orden establecido en Cuba. «La intervención lesionaría las amistosas relaciones panamericanas y destruiría de antemano las esperanzas puestas en la Conferencia de Montevideo», escribía el secretario de Exteriores de México al secretario de Estado norteamericano.
Y el canciller argentino decía a su homólogo del Norte que su país se sentiría complacido si el presidente Roosevelt expresara «su deseo ardiente de no verse obligado a intervenir en Cuba a pesar de la Enmienda Platt», desaprobaba la intervención en cualquier circunstancia y pedía que Estados Unidos no interfiriera en los asuntos de Cuba. Reiteraba por último su fe «en la capacidad del pueblo cubano para darse un gobierno propio».
El 7 de septiembre, el mismo día en que la flota de guerra norteamericana ponía proa hacia Cuba, 200 oficiales privados de sus mandos, pero no de sus grados el 4 de septiembre, se reúnen con Batista, sargento jefe de las Fuerzas Armadas, y Sergio Carbó, pentarca a cargo de las secretarías de Gobernación, Guerra y Marina.
Los oficiales desplazados no querían someterse a la selección que de ellos haría la tropa que los dividía entre «maculados» —los que colaboraron con Machado y acumulaban crímenes y otros delitos— y los «no maculados». Después de todo, alegan, fueron ellos los que derrocaron al tirano gracias a la insurrección militar y eso les da derechos. Proclaman: «El pueblo ya ha olvidado el trabajo patriótico que hicimos…».
El coronel-médico Horacio Ferrer, último secretario de Guerra en el breve Gobierno de Céspedes y la quinta rueda en el carro de la injerencia —incansable en su prédica en favor de la intervención— que animó esa reunión, confesaba: «No cabía en lo posible imaginar que cuatro sargentos desconocidos, sin razones que invocar para justificar su actitud, pudieran sublevar a todo un ejército cuyos oficiales habían sido educados en el concepto del deber militar y gran parte de ellos se había perfeccionado en las rígidas y prestigiosas academias de Estados Unidos».
Batista ofrece llamar a algunos oficiales y reincorporarlos. Es lo más que puede hacer. «Si yo suelto el mando, los muchachos se me desmandan», dice. Se les ofrece la jefatura a dos oficiales, que la rechazan, pues no es una jefatura unipersonal, sino colegiada, compuesta por dos oficiales, dos sargentos y el propio Batista, que sería la cabeza de la junta.
«Mira, Carbó, no puede ser que a un oficial lo mande un sargento», alega uno de los reunidos. Carbó le responde: «Ustedes tienen la disciplina, pero Batista tiene 15 000 bayonetas que lo respaldan».
No hay acuerdo. Hay indignación entre los oficiales reunidos. No pueden volver a sus unidades si clases y soldados no les dan permiso para hacerlo. No tienen ya otra alternativa que insultar al sargento, a quien echan en cara, supone el escribidor, su ascendencia negra, al igual que sucedería la noche en la que, junto con su esposa, acudió a la sala de fiesta del cabaret Sans Souci. Ante los insultos, Batista abandona la reunión furioso, rodeado de sus 24 guardaespaldas armados de ametralladoras.
El mayor general Martín Díaz Tamayo, que, como soldado participó en el golpe de Estado del 4 de septiembre, apunta en sus memorias (2017) que Carbó se dio cuenta de que el sargento, por pena y escrúpulos con sus antiguos jefes, estaba dispuesto a transigir en muchas cosas. En un aparte, le dijo:
«Sargento, sepa que en esto le va la vida. Está usted comiendo mierda. Si esa gente toma de nuevo el mando, lo fusila. ¡Aquí no hay más hombre que usted! Vuelva ahora mismo al salón y mándelos al carajo».
Batista no lo hizo, pero al día siguiente la prensa publicaba el Decreto 1538 firmado por Carbó en cuyo primer artículo se ascendía al sargento de primera (taquígrafo) Fulgencio Batista y Zaldívar al grado de coronel, «por méritos de Guerra y excepcionales servicios prestados a la patria». En el segundo artículo, se nombrada a dicho coronel Jefe del Estado Mayor del Ejército.
La pentarquía estaba llegando a su fin. Así lo veremos el próximo domingo.