Lecturas
¿Qué pasó después de que el doctor Tomás Romay y Chacón acometiera las primeras inmunizaciones contra la viruela, que tuvieron lugar en el país el 10 de febrero de 1804, hace ahora 217 años?
Poco después de ese hecho trascendental se creaba aquí la Junta Central de Vacunas, que designó a Romay como su secretario ejecutivo, cargo que el médico cubano mantuvo durante 33 años en los que dio muestras de su constancia sorprendente y su celo inusitado. Fue elegido, asimismo, socio correspondiente de la Comisión Central de la Vacuna, con sede en París.
Durante esos años se logró vacunar contra la viruela a más de 210 000 personas en La Habana, y a unas 311 000 en todo el país. Hubo un sujeto que se encargó, sin embargo, de hacerle la vida imposible al médico habanero y a su familia. Organizó tumultos en su contra con provocadores, y uno de ellos ocasionó la muerte de la esposa de Romay, Mariana González, que dio siete hijos al doctor.
Ese individuo fue el sacerdote castellano Tomás Gutiérrez Piñeres, ladrón de honras ajenas y censor implacable de cuantos propugnaban cualquier tipo de cambio. La agitación política en España echó sobre Cuba, por segunda vez, a ese paranoico demoledor que se erigió en fiscal de jueces y tribunales, con lo que motivó que la Audiencia, mediante un auto especial, prohibiera a los letrados mostrar sus archivos a Piñeres, constituido entonces en defensor de todo aquel que hubiese perdido un pleito.
Hombre culto y de viva inteligencia, era también un polemista agrio y altanero, que no escatimaba calificativos injuriosos para sus contrincantes. Romay no permaneció con los brazos cruzados: lo acusó de difamación ante un tribunal, ganó el pleito y consiguió que lo recluyeran en un convento.
Se dice que el 25 de febrero de 1833 se detectó en la capital el primer caso de cólera. El doctor Manuel José de Piedra fue llamado a examinar a un sujeto recién llegado de Estados Unidos, propietario de la bodega sita en Morro y Cárcel, y ante la diarrea aguda, acuosa, como agua de arroz y olor a pescado que aquejaba al enfermo, comprendió que se hallaba en presencia de un caso de cólera.
Pocas horas después el bodeguero de la calle Morro era cadáver y esa misma noche se reportaban cuatro esclavas enfermas en la residencia del acaudalado Pancho Marty, propietario del teatro Tacón. A la mañana siguiente ya eran cientos los contagiados.
Reaccionaron los habaneros con incertidumbre y temor. Nada se conocía entonces en Cuba acerca de esa enfermedad. ¿Estaba La Habana en presencia de una verdadera epidemia o todo obedecía a un diagnóstico errado del doctor Piedra? Prefirieron los habaneros inclinarse por esa última variante y, confundiendo la mala noticia con el mensajero, desataron sobre Piedra una montaña de odio.
La primera reacción fue la de apedrearlo en la calle. Luego quisieron lincharlo. El Capitán General, que vio el cólera durante su mando en Filipinas, visitó aquí a varios enfermos y concurrió al Protomedicato para asegurar que Piedra tenía razón y su diagnóstico era el correcto. Los ánimos no se aplacaron y comenzó a echársele en cara que no era capaz de salvar a los pacientes que tenía a su cargo. Hubo que dar protección al médico.
Dos lanceros a caballo custodiaban de manera permanente su domicilio y su consultorio, y otros dos lo acompañaban en sus salidas. Pronto los guardaespaldas se hicieron innecesarios y pudo Piedra gozar de la tranquilidad que merecía, pues en cuanto a sus detractores, muchos habían muerto y los que estaban vivos se morían de miedo.
Mientras tanto, el cólera no respetaba edad, sexo ni condición social. Se burlaba de toda prevención y contrariaba todas las previsiones. Cuando se le suponía confinado en el barrio de San Lázaro, aparecía en Jesús del Monte. La Habana se paralizó y cayó sobre esta el velo de la tristeza. Se evitaba salir de la casa; la gente no se visitaba y se rompieron lazos de parentesco y amistad.
La zafra quedó trunca y solo médicos y sacerdotes, notarios, abogados y estudiantes de Medicina transitaban por las calles. Por línea general no faltó la atención médica a quien la necesitaba ni la asistencia espiritual, porque el clero católico se comportó con abnegación y nobleza. Siete sepultureros murieron víctimas del morbo. Hubo que improvisar cementerios. La voracidad de la epidemia llegó a su clímax el 28 de marzo, cuando cobró 435 fallecidos.
A esa altura, los habaneros habían decidido reconciliarse con Piedra, y en masa acudieron a su domicilio en homenaje de desagravio. El médico seguía trabajando sin descanso hasta el día en que sintió los primeros síntomas de la enfermedad, cuando en la fortaleza de la Cabaña examinaba a un grupo de soldados enfermos. Pidió que lo llevaran a su casa y allí se hizo atender por su eminente colega, el doctor Tomás Romay, que lo arrancó de las garras de la muerte. Diez días después retornaba a su consulta y a sus pacientes.
Un buen día la epidemia comenzó a alejarse. Se fue como vino, pero esta vez con el saldo de 12 000 víctimas, la tercera parte de los habaneros de entonces.
Es el 14 de agosto de 1881 y en la sala de actos de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales, de La Habana, el doctor Carlos J. Finlay se siente en un momento clave de su existencia. Acaba de hacer un planteamiento absolutamente original y escruta los rostros de sus compañeros de labores académicas.
Ha echado por tierra todas las teorías sobre la fiebre amarilla. Es más, formula una nueva concepción acerca del contagio basada en el papel de los vectores en la transmisión de enfermedades, ya que nunca antes se expuso, y mucho menos se avaló experimentalmente, la posibilidad de que los insectos sirviesen de entes transmisores de microorganismos patógenos.
La honda emoción y la confianza en la certeza de sus postulados apenas le dejan reparar en la actitud hostil de su auditorio. Piensa que los incrédulos tendrán que mudar de parecer cuando dé a conocer las pruebas que respaldan sus afirmaciones.
Pero Finlay no logra entusiasmar a nadie. Cuando el presidente de la sesión anuncia que concederá la palabra a los que quieran hacer uso de ella, solo se escucha la voz del secretario general de la corporación para solicitar que el trabajo del ilustre científico «quede sobre la mesa», formulismo que indicaba que no habría comentarios.
Ninguno de los estudiosos que concurrieron aquel 14 de agosto de 1881 a la sala de actos de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana, impugnó los puntos expuestos por Finlay en la teoría del mosquito Aedes Aegypti como agente transmisor de la fiebre amarilla ni se mostró de acuerdo con ellos.
El silencio fue la única respuesta a una concepción que no solo posibilitaría a la postre la erradicación del entonces llamado «vómito negro», sino que abrió un nuevo capítulo en la historia de la medicina tropical. Empezaron a llamarlo el médico de los mosquitos.
Indiferencia, burlas e ironías no lograron erosionar en Finlay la fe en sí mismo ni su tenacidad. Su teoría se abrió paso. Durante la primera intervención norteamericana en Cuba (1899-1902) el Gobierno de Estados Unidos presionó a sus médicos militares destacados en el país para que buscasen una solución al problema de la fiebre amarilla. Impotentes ante la enfermedad, decidieron ensayar la teoría de Finlay. Este, con una generosidad extraordinaria, puso a disposición de los visitantes el resultado de sus 30 años de trabajo.
Desde los primeros contactos de los norteamericanos con Finlay comenzó a gestarse la infamia, pues el mayor Walter Reed, quien fungía como jefe del grupo, nunca se mostró partidario de reconocer a Finlay la paternidad del descubrimiento en caso de que llegase a corroborarse su teoría. Quería el mérito solo para sí y no demoró en adjudicárselo.
Cuando en febrero de 1901 se convocó en La Habana el 3er. Congreso Panamericano de Medicina, una gran expectación reinaba entre los asistentes. En sus sesiones volverían a encontrarse cara a cara Finlay y Reed. Cuando tocó a Finlay el turno para dar a conocer su ponencia, dice su biógrafo Rodríguez Expósito, «una ovación cerrada recibió a la figura venerable, serena y digna del noble anciano. Los médicos de todo el continente allí representados rendían de ese modo un emotivo y elocuente homenaje al descubridor del agente transmisor de la fiebre amarilla».
Al día siguiente, Reed se dirigió al Congreso. Leyó, asimismo, un informe sobre la fiebre amarilla, pero el nombre de Finlay no se menciona en sus páginas.
La aplicación de las recomendaciones del médico cubano posibilitó el saneamiento, con el ahorro consiguiente de vidas humanas, de extensas regiones en Brasil, el sur de Estados Unidos y en países de África y Asia. Así se concluyó la construcción del Canal de Panamá.
Hizo posible además el saneamiento de La Habana y de otras regiones del país. Su proeza se sale del marco que le tocó vivir a la medicina de su tiempo y sentó, a escala universal, la base para la búsqueda y la solución de los problemas médico-sanitarios.