Lecturas
Corre el año de 1928 y don Bartolomé Rodríguez, un próspero comerciante santiaguero, regresa a su casa en el auto de su propiedad que guía su chofer. En el camino pasan frente a La Dichosa, un establecimiento que, entre otras cosas, vende discos. Novedad que ha pegado en Santiago de Cuba y a la que don Bartolomé se ha aficionado, pues raro es el mes en que no adquiera alguna ópera interpretada por Caruso, un vals y hasta algún danzón.
Esa vez llama la atención del comerciante la nutrida cantidad de público que se aglomera en la puerta de La Dichosa. Pide a su chofer que indague el motivo y alguien que espera su turno para entrar en la tienda cuenta que ha llegado un disco nuevo que se ha hecho muy popular… y de ahí el revuelo para adquirirlo. El comentario mueve la curiosidad de don Bartolomé, quien pide a su chofer que adquiera uno para él.
Esa misma tarde, mientras el chofer friega el carro, escucha las notas que salen del disco que compró para su patrón. La música se repite una y otra vez hasta que…
—Miguel…
—Mande, señor.
—¿Tiene usted algún pariente músico? Porque este disco dice que el autor de las piezas que contiene es un tal Miguel Matamoros y que las interpreta el trío Matamoros… Su mismo nombre.
—No, señor, no es ningún pariente. ¿Recuerda que hace cuatro meses le pedí 30 días de licencia…? Pues fui a Nueva York, con otros dos muchachos de aquí, y grabé ese y otros discos.
Al día siguiente Miguel Matamoros quedaba cesante. Mediante una carta don Bartolomé le informaba que le era imposible mantenerlo a sus órdenes «porque un artista de su extraordinaria calidad merece mejor destino y no sería justo de mi parte retenerlo como chofer en mi casa».
De aquel disco RCA-Víctor ortofónico V-81274, que en una de sus caras llevaba Olvido, mientras que en la otra tenía grabado El que siembra su maíz, se vendieron 62 000 copias en tres meses. Algo totalmente inusual en la Cuba de entonces.
Era solo el comienzo.
El 8 de mayo de 1925 hay fiesta en la casa de Miguel Matamoros. Cumple el artista 31 años de edad y justo ese día, en aquella fiesta, nace el trío Matamoros, el cubanísimo trío Matamoros, como se le llamó invariablemente durante décadas.
Miguel nació en el barrio de Los Hoyos y con 15 años era guitarrista de rumbo, a quien buscaban para dar serenatas. Pero tuvo que hacer otras muchas cosas, sobre todo trabajar de chofer, para buscarse la vida hasta que pudo profesionalizarse ya con 35 años. Era la primera guitarra y la voz prima de la pequeña agrupación. Participaban en esta además el santiaguero Rafael Cueto, segunda guitarra y tercera voz, que fue antes pelotero, aprendiz de sastre, empleado de la Aduana y funcionario de Sanidad, pero a quien, como a Miguel, el viaje a Nueva York en 1928 le hizo perder el empleo.
Y Siro Rodríguez, un herrero nacido en el famoso barrio de El Tivolí que, en virtud de su oficio, dejó sus iniciales en una de las cruces de la Catedral de Santiago. Siro será la voz segunda y clavero o maraquero, según lo requiriera la melodía que interpretaban. Fue autor de piezas como Tu boca, Cien veces y La china en la rumba, mientras Pico y pala, Los carnavales de Oriente y Me la llevo son de la autoría de Cueto.
Miguel legó más de 200 composiciones. Cultivó todos los géneros; sones, boleros, caprichos, danzones, rumbas, sambas, valses… Se destacan entre estas Lágrimas negras, Mariposita de primavera, El trío y el ciclón, El paralítico, Dulce boca, Dulce embeleso y Oye mi conga. Hay una sutil ironía en La mujer de Antonio (1929), en la que roza la situación política bajo la dictadura machadista. Dice en una de sus cuartetas: «Mala lengua tú no sigas/ hablando mal de Machado/ que te ha puesto aquí un mercado/ que te llena la barriga…».
Porque Matamoros, apunta el musicógrafo cubano Cristóbal Díaz Ayala, capta en no pocas de sus composiciones escenas del quehacer diario, como lo hará después Ñico Saquito, y más acá, comenta el escribidor, Juan Formell. Sucede así en uno de sus sones más conocidos, El que siembra su maíz, en el que inquiere por el paradero de un vendedor ambulante misteriosamente desaparecido… «Huye, huye, ¿dónde está Mayor, dónde está? Ya no vende por las calles / ya no pregona en la esquina…».
Lo relata Díaz Ayala, de quien tomo la información para esta página. Corría el año de 1922 y Miguel, con su primo Alfonso del Río, ofrece una serenata en la que todo salió mal. Llovió a cántaros y cuando escampó la homenajeada no se molestó en asomarse al balcón. Guardaba ya Miguel su guitarra cuando oyó que en una ventana vecina una niña preguntaba a su madre si aquellos cantantes eran «del Habana». Respondió la madre: «No, hija, son de aquí, de la Loma», en alusión a los barrios aledaños a Santiago de Cuba, donde se dio la serenata. Había mucho simbolismo en ese diálogo. Por un lado, la duda de la niña, que atribuía a la capital todo lo novedoso y bueno, y la respuesta materna: «No, son de aquí de la Loma, asertiva de los valores locales».
El compositor sonrió. Esa noche escribiría una de sus piezas más conocidas y gustadas, Mamá, son de la Loma, que es a la vez un manifiesto, el manifiesto de un mulato santiaguero que algún día pasearía su son por el mundo, y sería el son de Santiago; no el de La Habana.
Siro, Cueto y Miguel… El trío está hecho, pero no pasa nada. Ensayan y de cuando en cuando los llaman para que amenicen alguna fiestecita. Miguel sigue de chofer, Cueto en la Aduana y Siro en la herrería. Otra cosa sería si el trío hiciera grabaciones y sonara en las victrolas. Quiere Miguel viajar a La Habana. Eusebio Delfín, el autor de En el tronco de un árbol, promete conseguirle una oportunidad y lo hace, logra que la viuda de Humara, representante de la Víctor en Cuba, lo escuche. Le gusta, pero salvo recomendarlo nada puede hacer por el santiaguero.
Eso ocurre en 1924. Miguel esperará cuatro años por la oportunidad anhelada, pues es en 1928 cuando un representante de la Víctor y otro de la viuda de Humara, que buscan talentos por todo el país, lo escuchan al fin en Santiago y lo firman. En cuatro años Matamoros ha pulido su repertorio. No demora el grupo en embarcar rumbo a Nueva York y pocos días después está el trío grabando en los estudios de la RCA, en Camden, Nueva Jersey. Apenas hay que repetir porque los cubanos se saben lo suyo de memoria. Desbordan energía. Cuando el productor quiere interrumpir la grabación y dejarla para el otro día porque los músicos deben estar cansados, los santiagueros se mueren de risa porque es precisamente en ese momento en que ellos están entrando en calor. Y es que son incansables.
A veces, en La Habana, se presentan en cuatro o cinco cines en el mismo día. Recorren la Isla de punta a cabo. Salen al exterior. Actúan en buena parte de América y también en Madrid, París, Lisboa. El 20 de mayo de 1929 están en La Habana; cantan el Himno Nacional en la inauguración del Capitolio. Serán 35 años de trabajo ininterrumpidos hasta que el 10 de mayo de 1960 se despiden del público cubano en una audición del espacio televisivo Jueves de Partagás. El 15 de abril de 1971, en Santiago, muere Matamoros.
¿A qué se debió el impacto de los Matamoros?
En primer lugar, al efecto que logró Miguel con su guitarra y que supo traspasar a Cueto. Punteaba con su instrumento, cantaba, hacía melodía. Eran las suyas voces magníficas que sonaban a cubano, y no a aquellas voces operáticas escuchadas en la época. Siro, Cueto y Miguel tenían un timbre de voz agradable. Y no puede olvidarse la inspiración de Miguel como autor.
Dice al respecto Cristóbal Díaz Ayala que si Miguel Matamoros no hubiese tocado ni cantado, sus composiciones le habrían hecho inmortal.
«Se hace difícil creer que tanta belleza musical, acoplada con letras sencillas, pero no chabacanas, que en algunas ocasiones alcanzaban verdadera calidad, vinieran de hombres con tan poca preparación intelectual».