Lecturas
Serafín Sánchez es uno de los grandes héroes de nuestra independencia. Estuvo en las tres guerras y participó en unas 120 acciones combativas, algunas de la trascendencia de La Sacra y Palo Seco, Las Guásimas y Naranjo-Mojacasabe, siempre a las órdenes de Máximo Gómez, que le tenía tanta confianza que cuando renunció al mando de Las Villas, en 1876, le hizo entrega de todo el dinero de que se disponía en su jefatura. Como ayudante del general Honorato del Castillo estuvo en la asamblea de Guáimaro (1869) y tomó parte en el combate de Jimaguayú (1873) donde murió Agramonte. Cruzó en ambas direcciones la trocha de Júcaro a Morón, y era ya coronel cuando obligado por las circunstancias aceptó el Pacto del Zanjón (1878), pero a diferencia de otros jefes insurrectos no abandonó la Isla, sino que en ese mismo año comenzó a gestionar con el alto mando español una salida decorosa para el general Ramón Leocadio Bonachea, que seguía combatiendo sin ninguna posibilidad de éxito. Diría: «El Zanjón fue en el fondo una cobardía, en la forma una vileza y, en sus funestos resultados, una traición execrable a Cuba».
Me pide un lector que cuente cómo fue la muerte de aquel valeroso combatiente nacido en Sancti Spíritus en 1846 y que fue maestro y agrimensor antes de ser soldado. Corría ya el año de 1896, cuando Serafín, entonces inspector general del Ejército Libertador, enfrentó en Manaquitas a una tropa numerosa de la renombrada Guardia Civil. Los cubanos la pusieron en fuga y uno de los guardias, capturado, fue llevado a la presencia del jefe.
—Te pongo en libertad para que vayas enseguida a decirle a tu jefe que el general Serafín Sánchez, el mismo que le encendió la leva en Palo Prieto, va con una columna a Paso de las Damas... ¡Que me siga!
El general López Amor, el enérgico jefe de Operaciones del Ejército español en Sancti Spíritus, recogió el guante que le lanzaba el cubano, y el 18 de noviembre se enfrentaron en Paso de las Damas. Allí moriría el hombre que fue uno de los puentes entre José Martí y los veteranos del 68. Entre los pinos nuevos y los viejos. Una bala le entró por el hombro derecho y le salió por el izquierdo, y le seccionó la arteria pulmonar. Dijo, vacilando sobre su cabalgadura: «¡Me han matado! ¡No es nada, siga la marcha!».
Tras el Zanjón, al mismo tiempo que abogaba por Bonachea, Serafín, con el seudónimo de Magón, conspiraba para un nuevo alzamiento en Las Villas. En diciembre de 1878, el mayor general Calixto García, presidente del Comité Revolucionario de Nueva York, le confiere el grado de general de brigada y lo nombra jefe del movimiento insurreccional en la jurisdicción de Sancti Spíritus, y allí, el 9 de noviembre de 1879, se alza para dar inicio a la Guerra Chiquita en Las Villas, donde también se insurreccionan Remedios y Sagua la Grande. En diciembre de ese año es ya mayor general, pero la guerra no fructifica. Lanza entonces una proclama llamando a los villareños a las armas. Intento inútil. Sale del país por la costa de Remedios, hace una estancia breve en Nueva York y junto al mayor general Francisco Carrillo, compañero y amigo inseparable, peregrina por varios países. Las vicisitudes no doblegan aquellos espíritus animosos. Un compatriota en Dominicana los acoge con cariño, pero no pueden salir juntos porque disponen, para ambos, de un solo par de zapatos.
Llega así el año 1884 y sobreviene el plan Gómez-Maceo. Serafín y Carrillo operarían en Las Villas. El Gobierno dominicano de Ulises Heureaux se apodera del armamento que se emplearía en la guerra y no hay para más porque los recursos de la emigración están agotados. Así se frustra la expedición que traerían Serafín y Carrillo y aquel noble propósito de Gómez y Maceo queda solo en el sacrificio inútil de los generales Bonachea y Limbano Sánchez, y del puñado de valientes que sin vacilación ni cálculos se lanzó al proyecto.
Permanece Serafín en Santo Domingo y asume la dirección de un gran tren de carretas, que le permite un sueldo más que decoroso, pero renuncia al cargo por un problema de delicadeza con una empresa rival. En Cayo Hueso, donde se asienta, se emplea como escogedor de tabaco. Devenga un salario de cuatro dólares diarios; tres para la casa y uno para la causa. A veces por las tardes, en compañía de Enrique Loynaz del Castillo, que por orden de Martí llega al Cayo para colaborar con Serafín y ser su ayudante en la manigua, pasea junto al mar. «Lo malo es lo ancho de este charco», afirma.
Fracasa, por una traición, el plan de Fernandina, del que es uno de los jefes. Pero Martí dice que a Cuba hay que ir, «en bote o en una uña», y prosiguen los preparativos para la guerra que estallará el 24 de febrero de 1895. Enferma gravemente, pero aun así es uno de los 130 hombres que al mando del mayor general Carlos Roloff desembarca en Cuba, en el límite entre Trinidad y Sancti Spíritus, luego de pasar penalidades sin cuento en uno de los cayos de la Florida. Organiza la primera División del Cuarto Cuerpo del Ejército y el Consejo de Gobierno lo confirma en su grado de mayor general. Está con Gómez en La Reforma y asiste al encuentro del general en jefe con la columna invasora al mando de Maceo. Con esa tropa participa, entre otras acciones, en el combate de Mal Tiempo, y ya en Matanzas, con brillante papel, en los de Coliseo y Calimete. Se le encomienda asumir el mando de Las Villas, pero Maceo decide y Gómez refrenda confiar esa jefatura al general Carrillo, y como este no puede desempeñarla porque el presidente Cisneros Betancourt lo retiene en Camagüey, el Generalísimo lo demueve a jefe de la brigada de Remedios, en tanto que Serafín, a guisa de ascenso, es nombrado inspector general: un «cargo sin brillo», dice Loynaz.
Sus nuevas funciones lo llevan a cruzar la trocha de Júcaro a Morón. Recorre los territorios de Camagüey y Oriente. Trata de regular el funcionamiento del Ejército Libertador y la disciplina de los combatientes. Quiere Gómez que Serafín vuelva a Las Villas a fin de reorganizar el territorio, aumentar la acometividad mambisa y avanzar en la proyectada expedición a Puerto Rico que bajo el mando del teniente coronel Loynaz del Castillo, fomentaría la independencia de esa isla. Transcurre el sitio de Cascorro. El práctico no aparece y en su espera pasan 30 minutos de la hora prevista para la salida de Serafín hacia su destino. Gómez, de mal humor, le dice: «General, qué hace usted que no se larga». Dolido, humillado, sin esperar por el práctico ni despedirse marcha el mayor general Serafín Sánchez, solo con su escolta y su Estado Mayor, por cualquier camino hacia Las Villas.
Al caer Serafín en Paso de las Damas, asume el mando el general Carrillo y ordena la retirada inmediata del cadáver de Serafín y de los que cayeron defendiéndole la vida. Los cuerpos serían llevados a Pozo Azul. Allí, entre cuatro cirios encendidos, tienden el pálido cadáver del general. Relata Loynaz del Castillo en sus Memorias de la guerra, que parecía haber adelgazado repentinamente, pero su rostro irradiaba la augusta serenidad que mostró en vida.
Loynaz se despojó del banderín de seda tricolor que, pendiéndole del hombro derecho, le cubría el pecho y se prolongaba más abajo del pomo del machete, y orló con la tela el pecho de Serafín. Enseguida se despojó de las estrellas de su jerarquía y las prendió al banderín. Lo mismo hizo el general Avelino Rosas y enseguida los imitaron todos los oficiales presentes. No muy lejos, un carpintero construía el ataúd. Sobre la tapa de cedro, Loynaz talló, con afilado cortaplumas, estas palabras: «Mayor General Serafín Sánchez. Por Paria. 18 de noviembre de 1896». La oficialidad, toda la tropa, quiso participar en la guardia de honor. A las seis de la mañana, en silenciosa marcha, lo llevaron en hombros a enterrar en un áspero recodo de la finca Las Olivas. Tenía 50 años de edad. Una vida dedicada por entero a la libertad de Cuba.