Lecturas
Cuando la televisión y el cine proyectan una panorámica de La Habana, lo hacen, por lo general, desde el Vedado. Sitúan la cámara en lo alto del hotel Habana Libre o del edificio Focsa y ¡ya! Una ciudad bien distinta es cuando la panorámica va desde la Víbora hacia el Vedado. Es la misma urbe, pero más íntima en su juego de luces y sombras para hacernos creer que podemos atraparla entera con la mano.
La Habana vista desde el castillo de Atarés, en la loma de Soto, es tan abigarrada y parlanchina como las ciudades de René Portocarrero, en las que, a diferencia de los paisajes de Víctor Manuel, hay, aunque no se vean, gente que se habla de balcón a balcón, se saludan o se cuentan secretos a grandes voces de una acera a la otra.
La vieja instalación militar, al fondo de la bahía habanera, se restaura ahora para ser abierta al público. Contará con áreas recreativas y asegurará al visitante una vista memorable sobre todo a la caída de la tarde. Ojalá también se abriera a la visita el Castillo del Príncipe, antigua Cárcel de La Habana, inmortalizada en Hombres sin mujer, la novela de Carlos Montenegro, y que podría convertirse en un recinto ferial formidable, más apreciado aun por lo fácil de su acceso.
La toma de La Habana por los ingleses (1762) evidenció la necesidad de proteger los caminos que comunicaban con los campos vecinos. Así, entre 1763 y 1767 se acometió la construcción de esta fortaleza, según los planos del ingeniero belga Agustín Cramer. Es una instalación de pequeñas dimensiones, pero no tan chica como los torreones de Cojímar y La Chorrera.
Sus cañones no repelieron nunca una agresión extranjera, pero el 8 a 9 de noviembre de 1933 fue escenario de la más cruenta batalla librada en La Habana en todos los tiempos, cuando en medio de una sublevación contra el presidente Grau buscaron refugio allí unos 1 500 civiles, exoficiales y militares en activo. El Ejército se emplazó en los alrededores de la fortaleza para recobrarla. Tomó posiciones la infantería mientras que cañones y morteros, apoyados por la artillería auxiliar y las baterías de los cruceros Patria y Cuba, bombardeaban el reducto. Desde Atarés respondían con fuego nutrido, pero la situación de los sitiados fue haciéndose más desesperada cada vez. Los civiles clamaban por la rendición y muchos de ellos, con pañuelos blancos en las manos, se lanzaron ladera abajo. Fue fatal. Quedaron apresados entre dos fuegos y las bajas fueron numerosas. Al fin tuvieron que rendirse.
Llega al fin el escribidor al club Náutico, de la playa de Marianao. Se trata de una instalación animada, donde el visitante puede compartir con el cubano de a pie, enterarse de sus gustos y saber lo que piensa en un ambiente distendido frente a un mar de encanto.
Fue en los años 50 del siglo pasado, el preferido entre los jóvenes que hacían vida social. Sus tés bailables dominicales, con la actuación de las mejores orquestas, eran tan gustados que, de no tener quien los invitara, los muchachos más adinerados y miembros, por tanto, de los clubes más exclusivos, se colaban en el Náutico para disfrutar de la fiesta. Sus mojitos se contaban entre los mejores de La Habana.
Después de algunos tropiezos iniciales, el Club, fundado en 1936, cobró fuerza y prestigio, aunque nunca llegó a contarse entre las cinco grandes instalaciones de su tipo. En 1953, ya con 5 000 socios, se impuso la necesidad de ampliar su edificio social. Para ello, el arquitecto Max Borges Recio proyectó unos portales enormes cubiertos por bóvedas, que recuerdan lo hecho por él mismo en el cabaret Tropicana, y que le valió la Medalla de Oro del Colegio de Arquitectos. Solución constructiva, en consonancia con las olas del mar, que merece verse y que marca un hito en la arquitectura moderna en la Isla.
Un ómnibus de la ruta P-10 lleva al escribidor desde el Náutico, en la calle 152, en la Playa, hasta Arroyo Naranjo. Tras un viaje de nunca acabar, el vehículo desemboca en La Palma. Camina el autor de esta página por la Calzada de Managua hasta la curva de Párraga y sube la cuesta, llega hasta la calle Paz y en esta, entre Lindero y Constancia, está El Hurón Azul, que es el nombre de la finquita donde el pintor Carlos Enríquez erigió su casa y su taller. Una edificación diminuta, de dos plantas, cuya escalera conserva en sus pasos la huella de un fantasma. El Hurón Azul, inexplicablemente, no aparece mencionado en ninguna de las guías turísticas que tengo ahora a la mano. Cosas del fatalismo geográfico…
Carlos Enríquez fue uno de los mejores intérpretes del paisaje cubano y un retratista excelente. Supo hacerse acompañar de mujeres muy hermosas, pero el alcohol, que terminó destruyéndolo, lo fulminó primero como artista. Se bebió toda una destilería. Las botellas vacías formaban pequeñas montañas en torno a la casa de vivienda y con parte de estas, enterrándolas con la boca hacia abajo, el jardinero de la finca ciñó los caminos interiores del predio, como todavía se aprecia en el lugar. Era un hombre lleno de ingenio. Bautizó a su perro con el nombre de Sósimo el Panopolitano, apelativo que quedaba harto ancho para la minúscula anatomía del canino.
Su pintura más recordada es El rapto de las mulatas (1938), en la que mujeres, caballos y guardias se funden en una especie de danza ritual que confiere un movimiento frenético a la obra. Espléndidas figuras femeninas poblaron su mundo pictórico, singularizado por el uso del color (azules, malvas, rojos) y de la transparencia. Sus caballos y la vegetación de sus cuadros remedan siempre el cuerpo de la mujer. Hay en sus desnudos un disfrute sexual pocas veces visto en nuestra pintura. Su Retrato de Eva, en la puerta del baño de la finca, es uno de los desnudos más impresionantes de la pintura cubana.
Desde la Calzada de Managua, por la carretera del Lucero, se sale al Ali Bar, en la calle Camilo Cienfuegos, en Lawton.
Pese a quedar fuera y bastante alejado de los circuitos de entretenimiento y recreación, el Ali Bar enriqueció durante décadas la noche habanera. En su escenario se presentaron Blanca Rosa Gil, Orlando Contreras, Orlando Vallejo y Celeste Mendoza, entre otros muchos intérpretes de la canción y el bolero cubanos que cosecharon allí grandes aplausos —también el cantaor español Juan Legido—, pero su mayor celebridad se la otorgó Benny Moré, el Bárbaro del ritmo, que hizo de ese establecimiento el lugar preferido para sus presentaciones. Su propietario era Alipio García; de ahí el nombre del lugar, Ali Bar. Muy lejos ya de lo que fue, pretende consagrarse como el Rincón del Benny, figura legendaria de la música cubana. Mantiene cierto encanto. Merece la visita.
Por otra parte, merecen ser más visitados el Museo Nacional de Artes Decorativas, en 17 esquina a D, en el Vedado, y la Casa-Museo José Lezama Lima, en Trocadero 152, en Centro Habana. También el museo Masónico, en la Gran Logia de Carlos III y Belascoaín.
Se exhiben allí los atributos masónicos de José Martí. El Apóstol, ante su salida inminente hacia Cuba, los confió a su amigo Fermín Valdés Domínguez, y este o su esposa los entregaron oportunamente. Entre otras reliquias de mucho valor está allí la reja del calabozo donde aguardaron el fusilamiento, en 1871, los estudiantes de Medicina, y el carro-bomba que, el 17 de mayo de 1890, se usó para sofocar el incendio en la ferretería de Isasi, en Mercaderes y Lamparilla, siniestro en el que perdieron la vida nueve bomberos municipales y 17 bomberos del Comercio, masones muchos de ellos. En 1905, la Alcaldía de La Habana dispuso la desactivación de ese vehículo. En los fosos, donde fue a parar, varios masones se dieron a la tarea de desmantelarlo y conservar sus piezas y partes. Cincuenta años después, cuando se dio la orden de llevarlas al Museo, el carro volvió a ser armado, por un especialista traído de Londres. No faltaba un solo tornillo. Y funcionaba.
En el palacete que perteneció a María Luisa Gómez Mena, condesa de Revilla Camargo, abre sus puertas el museo de Artes Decorativas. Un edificio que se considera uno de los exponentes más valiosos de la arquitectura de la primera mitad del siglo XX. El fondo acumulado en sus salones y almacenes sobrepasa las 33 000 piezas, obras de un gran valor artístico e histórico, procedentes de los reinados de Luis XV, Luis XVI y Napoleón III, así como piezas orientales de entre los siglos XVI y XX. Exhibe asimismo obras de importantes manufacturas francesas: Sévres, París, Chantilly y Limoges, y de las inglesas Derby, Chelsea, Wedgwood…
José Lezama Lima vivió en esta casa desde 1929 hasta su muerte, el 9 de agosto de 1976. Cuando llegó a ella estaba a punto de comenzar sus estudios de Derecho en la Universidad de La Habana. Cuando la abandonó para siempre, 47 años después, era, desde hacía mucho, uno de los grandes de las letras universales. Una casa modesta que Lezama Lima no dejó de considerar nunca como un verdadero palacio. Y que realmente lo era por la biblioteca espléndida de más de 10 000 volúmenes que atesoraba, la impresionante colección de cuadros que se había ido acumulando allí y que era expresión de la mejor pintura cubana, y la imaginación desbocada y la fulgurante artillería verbal de su inquilino. En esta casa, Lezama escribió toda su obra.
Es propósito de esta institución conservar, exponer y promover el patrimonio material y espiritual del autor de Enemigo rumor. Rescatar su espacio vital y a través de ese espacio rescatar la figura de Lezama Lima y atrapar su espíritu. Ese rescate se consiguió en buena medida.