Lecturas
El padre Olallo no hizo milagros, pero en Camagüey se le tiene como un santo. Era un adolescente cuando, ya como profesor de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, fue destinado a uno de los hospitales civiles de esa ciudad a fin de que completara su formación religiosa y profesional. En el hospital de San Juan de Dios, durante 54 años, se dedicó al cuidado del enfermo, del más necesitado, del marginado.
Eran tiempos en los que un solo médico atendía los tres hospitales civiles de la localidad y no era raro que, en épocas de epidemias, los pacientes tuvieran que amontonarse en patios y pasillos de esas casas de salud o de… muerte. Para aliviar tantas calamidades, Olallo, en la práctica de todos los días, se hizo cirujano, boticario y dentista, pero siguió asumiendo con humildad las labores más desagradables, como las de botar orinales, bañar a enfermos, lavar paños ensangrentados, cargar cadáveres...
Aunque le llamaban Padre Olallo nunca quiso ordenarse sacerdote porque no se consideraba digno de tal distinción y prefirió seguir con sus enfermos para los que fue, unas veces, el hombre que trataba de ofrecerles la mejor atención médica posible, y, en otras, el religioso que los ayudaba a morir en paz. Mortificaba su cuerpo con ayunos constantes y largas vigilias. Aún así encontraba tiempo para enseñar a leer y a escribir a los niños pobres de la barriada en un aula que habilitó en el propio hospital.
Hace algunos años, en la Plaza de la Libertad, de la ciudad de Camagüey, tuvo lugar la ceremonia de beatificación de fray José Olallo Valdés, hermano hospitalario de la Orden de San Juan de Dios. El acto, presidido por el cardenal José Saraiva Martins, prefecto emérito de la Congregación para la Causa de los Santos del Vaticano, que contó con la asistencia del entonces presidente Raúl Castro, fue la culminación de un largo sumario que tuvo uno de sus hitos esenciales en 1990 cuando fueron remitidas a Roma las actas finales de la documentación del proceso diocesano que avalaban la beatificación de fray Olallo. Más de 15 años después, el Papa Benedicto XVI reconoció a Olallo como Venerable al firmar los decretos que proclamaban sus virtudes heroicas. Se abrió entonces otra espera hasta que Su Santidad firmó la Carta Apostólica en la que declaró Beato a fray Olallo, con lo que la Iglesia Católica podrá rendirle culto público.
Desde el portal de su casa, en el punto más elevado de la Sierra de Cubitas, el propietario de la finca Las Cocinas Altas, vio que se abría la talanquera del batey para dar paso a dos jinetes. No demoraron en llegar a su presencia. A uno de ellos, que resultó ser José Olallo Valdés, lo veía por primera vez en su vida. El otro era un viejo vecino.
—Buenos días, don José —dijo el vecino. Aquí le traigo a este pichón de cura… No puede seguir hasta el pueblo pues está derrengado.
El aspecto de Olallo, con 15 años de edad entonces, era, en verdad, deplorable. Los siete días que demoró su travesía marítima entre La Habana y el pequeño embarcadero de La Guanaja, en la costa camagüeyana, fueron para él de constante mareo y malestar. Y a ello se sumaban las 12 leguas de mal camino recorridas a caballo desde el desembarco. Nunca antes había cabalgado y lucía maltrecho, su rostro era la estampa del dolor y la bata blanca que llevaba, a guisa de sotana, estaba manchada por el barro rojo de aquellos lugares. Sus muslos y asentaderas eran una llaga viva y la fiebre comenzaba a hacer estragos en su cuerpo.
«Después de cinco o seis días de descanso, y de curarle sus llagas de acuerdo con los tiempos aquellos, conducido por mi abuelo y otro vecino, fue traído a Puerto Príncipe, y llevado al hospital de San Juan de Dios…», escribe Abel Marrero Companioni, nieto del propietario de Las Cocinas Altas, en su libro Tradiciones camagüeyanas. Andando el tiempo el propio Marrero Companioni llegaría a conocer personalmente a fray Olallo pues la casa de su familia se ubicaba frente a la misma plaza donde se erigía el hospital.
Era un establecimiento exclusivo para hombres: blancos pobres, esclavos, negros y pardos libres, presidiarios y bandoleros heridos. Si un bandolero fallecía en un enfrentamiento con la fuerza pública, se expedía allí el correspondiente certificado de defunción. Al estallar la Guerra Grande (1868), el hospital empezó a recibir soldados del Ejército Libertador capturados heridos por los españoles.
Olallo había sido mandado a Camagüey en días críticos para la ciudad. Debía reforzar el hospital en un momento en que una epidemia de cólera sembraba el espanto y la muerte entre los principeños. Ese fue su comienzo en la vida hospitalaria. Refiere Marrero Companioni, que lo escuchó de boca de testigos presenciales, que pasaba todo el tiempo al lado de los enfermos y moribundos, lo que hizo que, precisa el cronista, a pesar de su corta edad empezara a revelarse como un iluminado en aquel antro de dolor y miseria donde fallecían entre 30 y 35 enfermos por jornada. Mantendría la misma consagración cuando otros brotes de cólera y también de viruela y fiebre amarilla ocasionaron víctimas cuantiosas en la urbe.
Esa dedicación le valió que, ya con 36 años de edad, se le promoviera a Enfermero Mayor del hospital. Pero Olallo siguió siendo el mismo de siempre: el más humilde de los empleados, dispuesto, de manera invariable, a atender al que lo necesitara. Era, afirman los que lo conocieron, dulce y afable por naturaleza y con verdadera vocación para las funciones que asumía. Respetuoso y comedido. Solo una orden se negó a cumplir. Se opuso con firmeza a la disposición que establecía que no se auxiliara a aquellos heridos que llegaban espontáneamente al hospital, sin previo conocimiento de las autoridades. La medida le pareció inhumana y se rebeló contra ella. No aguardaría por permiso alguno para aliviar el dolor o salvar la vida de un desgraciado. Cumpliría su misión sin importarle las consecuencias.
La misma valentía mostró Olallo en el amanecer del 12 de mayo de 1873. Una columna española irrumpió en la plaza de San Juan de Dios. Conducía a varios heridos y el cadáver de un hombre doblado sobre el lomo de un caballo. Era el del Mayor General Ignacio Agramonte, muerto el día anterior en el combate de Jimaguayú.
Dos soldados desataron las sogas que sujetaban el cadáver y el cuerpo sin vida del Bayardo de la Revolución Cubana, sucio de sangre y lodo, cayó al pavimento y quedó a la vista de vecinos y curiosos.
Olallo no podía permitir el escarnio. Ordenó que una camilla condujera el cadáver al interior del hospital y limpió el rostro de El Mayor con su propio pañuelo. Pronto se sumó a Olallo el sacerdote Manuel Martínez Saltage —«muy buen cubano», apunta Marrero Companioni— y juntos rezaron durante varios minutos. Al final, otra vez volvió Olallo a limpiar el rostro maltratado del mambí.
Una versión similar a la de Marrero Companioni ofrece Eugenio Betancourt, nieto de El Mayor. Dice que fray Olallo y el padre Manuel lavaron con aguardiente la cara del patriota y tendieron el cadáver en un pasillo del hospital. Así lo corrobora el acta del inspector Antonio Olarte, que cita Betancourt. Expresa dicho documento que el cuerpo de Agramonte estaba colocado en unas andas de madera teñidas de negro, boca arriba, con las piernas y los brazos extendidos, y apoyada la cabeza en una almohada.
José Olallo Valdés nació en La Habana, en 1820. Nunca supo quiénes fueron sus padres. Lo depositaron en la Casa Cuna de San José, en esta capital. Lo acompañaba una nota donde se afirmaba que había nacido el 20 de febrero. No se sabe qué decidió su vocación por la asistencia de enfermos y desvalidos. Lo cierto es que llegó a convertirse en el alma máter del hospital de San Juan de Dios. Fueron exitosas muchas de las intervenciones quirúrgicas que se vio obligado a acometer de urgencia y los cuidados que prodigaba evitaron la gangrena hospitalaria en numerosos pacientes. Jamás preguntó a un enfermo si era cubano o español, esclavo o liberto. En los más de 50 años que pasó en ese establecimiento no faltó a su trabajo un solo día ni durmió fuera una sola noche. En su pequeña celda únicamente disponía del mísero catre que usó durante todo ese tiempo. Olallo llegó a Camagüey como súbdito de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y, con el tiempo, ascendió a superior responsable. Pero durante los últimos 13 años de su vida sería el único miembro de esa comunidad religiosa en Cuba y en América.
En 1888 una epidemia de viruela causó estragos en Camagüey. El padre Olallo, ya con 68 años de edad, tiene la salud quebrantada y anda casi sin fuerzas. Aun así se le ve junto a los enfermos que mueren por decenas. No puede devolverles la salud a todos, pero les lleva el consuelo espiritual, les transmite una frase amable, les hace sentir un gesto de cariño.
«Ya hacía meses que casi no podía andar, encorvado, con su hermosa cabellera blanca, su rostro aguileño, con una cerrada barba también muy blanca y su mirada triste del que avizora la muerte, así lo recordamos en nuestros doce años; ya casi no salía de su humilde celda al fondo del hospital, hasta que el día 7 de marzo de 1889 dejó de latir su generoso corazón…», escribe Abel Marrero Companioni en sus Tradiciones camagüeyanas.
La noticia conmovió a la sociedad principeña. Los periódicos se hicieron eco de la triste nueva y exaltaron las virtudes del difunto fraile. Dijo el periódico El Pueblo: «El padre Olallo es de esos seres que al abandonar la vida dejan tras sí esa luminosa estela de bondad sublime, piadosa compasión, de inmaculada virtud exenta de todo egoísmo, sin mancilla de hipocresía». Y otro diario: «El Camagüey está de luto. Un pesar inmenso lo apena. Todo el que tenga corazón de hombre y sepa lo que significa la palabra gratitud, ha llorado».
El Arzobispo de La Habana se trasladó a Camagüey para asistir a los funerales de Olallo. En espera de la llegada del prelado, el cadáver permaneció insepulto durante tres días y a lo largo de todo ese tiempo una muchedumbre enorme oró en voz alta y de rodillas en la plaza y en los portales del hospital. El entierro se convirtió en una manifestación de duelo gigantesca.
El pueblo camagüeyano le levantó al padre Olallo un sencillo monumento en la necrópolis de la ciudad. Y ya en la República, el Ayuntamiento dio su nombre a la calle de Los Pobres. «Mis hermanos los pobres», afirmaba el fraile cuando se refería a esa calle.
Nunca faltaron flores ni ruegos en su tumba.
(Con documentación de Marrero Companioni, Rico Hernández y Cruz Palenzuela).