Lecturas
Había finalizado ya la Guerra de Independencia y, en su residencia de la Quinta de los Molinos, el General en Jefe Máximo Gómez, recién llegado a La Habana, recibía la visita de un grupo de combatientes que quería presentarle su respeto. Una mujer avanzaba en la fila. Tendría unos 40 años de edad y no era precisamente bella, pero sí muy atractiva. Al reparar en ella, Gómez se volvió con discreción hacia uno de sus ayudantes y preguntó casi en su susurro: ¿Quién es esa señora con tantas estrellas?
Era Adela Azcuy y lucía los grados de capitana del Ejército Libertador. A lo largo de nuestras gestas libertarias, la mujer cubana probó su arrojo y entereza en la emigración y en la manigua. No solo recabó fondos y medicamentos para la lucha y confeccionó los uniformes de los libertadores, sino que tuvo un papel destacadísimo en la atención de los hospitales de sangre, como abanderada y mensajera. Muchas de ellas se negaron a aceptar los lugares que se les asignaron en la impedimenta de la tropa, y reclamaron un puesto en la línea de combate.
Adela no fue solo una de ellas. Fue al parecer la primera en hacerlo en la Guerra del 95. Estaba preparada para la revolución. Sabía manejar las armas, montaba bien a caballo y tenía vastos conocimientos de farmacia y medicina. Al frente de una partida de 12 hombres se alzó en armas el 14 de febrero de 1896 para incorporarse a la tropa volante de Miguel Lores, capitán proveniente de la columna invasora de Maceo.
No demoró el coronel Antonio Varona en citarla a su presencia para comunicarle que resultaba imposible acceder a su pretensión de incorporarse al servicio activo de las armas. Ordenanzas militares vigentes lo prohibían y no se registraba hasta ese momento alistamiento femenino alguno. Insistió Adela; lo hizo con tanta vehemencia que ganó las simpatías de los combatientes. El mismo coronel se sensibilizó y la admitió en la tropa como parte del Servicio Sanitario, pero no como soldado. Tres semanas después era ascendida a subteniente de Sanidad y no por eso dejó de insistir, con una brusquedad siempre tolerada por sus jefes, que le se permitiera entrar en combate.
Junto a Antonio Maceo hizo Adela Azcuy la etapa final de la Invasión. Participó en reñidas acciones como las de Loma Blanca, El Guao, Loma Pañuela, Montezuelo, Cacarajícara… «Valiente, entusiasta y arrojada —escribe el investigador Armando O. Caballero—, le gustaba figurar en la línea de fuego… y no pocas veces combatía como tirador frente al enemigo, sin que dejara de tomar parte como soldado de caballería en violentas cargas al machete».
Adela había estado casada, en primeras nupcias, con un camagüeyano apuesto y amable y de definidas ideas separatistas. Era licenciado en Farmacia y juntos montaron una botica en Viñales. El hombre murió y Adela volvió a casarse, esta vez con un español, también farmacéutico y que había sido ayudante de su anterior esposo. Tenían ideas radicalmente contrarias con relación a la independencia de Cuba, pero el matrimonio prefería no enarbolarlas para no romper la tranquilidad hogareña. Esa paz hizo crisis cuando, a partir del 24 de febrero de 1895, cada uno comenzó a mostrarse como lo que era. Mencionó Adela su intención de irse a la manigua insurrecta, y él, burlándose, respondió que no era ella capaz de matar a un pollo. No se habían apagado aún las risotadas del marido cuando la mujer, revólver en mano, le disparó sin acertar. Ese mismo día decidieron cerrar la botica y se separaron. Cogerían caminos diferentes. Ella salió rumbo a Hoyo Colorado, a unirse a los mambises; él se alistó en el Ejército colonial, donde permaneció hasta la derrota española.
En San Gil, no lejos de Manicaragua, se reunieron el 6 de febrero de 1869, unos 7 000 hombres. Ese día y en ese sitio, las Cinco Villas —Santa Clara, Remedios, Cienfuegos, Trinidad y Sancti Spíritus— se lanzaron a la guerra contra España. El santaclareño Miguel Jerónimo Gutiérrez, presidente de la Junta Revolucionaria de Villa Clara, había logrado la unión de sus coterráneos.
Pronto se pusieron en evidencia las dificultades. Muchos hombres, pero muy pocas armas; apenas unas 200, a lo que se añadía la poca calidad de la pólvora obtenida. Fue entonces que se convino con Federico y Adolfo Fernández Cavada, jefes de Trinidad y Cienfuegos, respectivamente, que cada contingente operase en su distrito.
La entereza de los patriotas villareños malogró los cálculos del enemigo. A las insidiosas proposiciones de paz del coronel Francisco Mataos, comandante general del Departamento, respondieron los revolucionarios con bravura, al tiempo que daban a conocer su determinación de reputar como delito de traición todo trato con el enemigo que no estuviese basado en la independencia.
A Magdalena Peñarredonda, que fue delegada de la Junta de Nueva York en la guerra del 68 y en la del 95 delegada del Partido Revolucionario Cubano, sus colaboradores le daban trato de general. Dos mambisas villareñas, Antonia Romero y María Escobar, estrechas colaboradoras de Máximo Gómez en Caibarién y Remedios, respectivamente, eran llamadas «las coronelas». Ninguna cubana alcanzó tales grados en la manigua. La mujer con más alta graduación en el Ejército Libertador fue la farmacéutica Mercedes Sirvén, ascendida a comandante en 1897. En Holguín, junto con su hermano médico, esperaba la orden de alzamiento del 24 de febrero. Por eso se dice que es la primera mujer en irse al campo insurrecto, sin embargo documentos oficiales consignan su ingreso en el Ejército Libertador el 5 de octubre de 1896.
La mujer a la que hubiera correspondido sin discusión alguna ese honor no pudo lograr su propósito. Se llamaba Amparo Orbe y, como novia de Antonio López Coloma y amiga de Juan Gualberto Gómez, siguió muy de cerca en La Habana las órdenes de José Martí para la preparación y el inicio de la guerra. Coloma y Juan Gualberto serían los jefes del frustrado alzamiento de Ibarra, el 24 de febrero. Cuatro días después Amparo se les incorporaba. Ese grupo fue descubierto y dispersado. Coloma montó a grupas a la novia en su caballo y galopó en busca de un lugar seguro. Intentó el jinete saltar una cerca de piedra y Amparo cayó al suelo. El enemigo estaba ya cerca y varios de los compañeros de Coloma retrocedieron para proteger a la pareja que logró refugiarse al fin en un cañaveral cercano. No demoraron en ser apresados.
Conducidos a La Habana, los novios pasaron todo un año incomunicados en celdas contiguas. Un tribunal condenó a muerte a Coloma y dispuso la reclusión de Amparo en la Casa de Recogidas. Un momento antes de que a él lo condujeran al cadalso y a ella la trasladaran, les permitieron casarse y Amparo, sin transición, pasó de novia a viuda.
Hacia 1896 las epidemias se propagaban en Cuba con igual intensidad que la guerra independentista. Enfermedades como la viruela, la fiebre amarilla y el paludismo proliferaban en las poblaciones y hacían estragos en el Ejército Libertador.
La magnitud del problema llamó la atención, primero, y preocupó al Consejo de Gobierno de la República en Armas, que el 11 de octubre del año mencionado dedicó toda una sesión de trabajo a considerar las medidas indispensables para evitar la proliferación de la viruela entre los combatientes a partir del plan elaborado por dos médicos pertenecientes ambos a las filas de la Revolución; los doctores Gustavo Pérez Abreu, que prestaba servicios en el Cuartel General del Ejército Libertador, y Eugenio Molinet, jefe de Sanidad del Tercer Cuerpo.
Los profesionales en su plan exponían los medios y modos de combatir la terrible enfermedad. Sugerían, en primer término, vigilar el movimiento de personas que pudiesen transmitirla. Era esencial procurar que la gente procedente de zonas infectadas encontrase en su nuevo destino las mejores condiciones de aseo y salubridad. Recomendaban la creación urgente de un centro animal que suministrase toda la linfa requerida para una vacunación eficaz. Aun así, de presentarse un caso de viruela se procedería a aislar al enfermo y se quemarían todos los objetos de su uso, menos el armamento, que sería desinfectado convenientemente.
Molinet y Abreu propusieron a Camagüey como el lugar donde se aplicarían las medidas recomendadas. Pero el Consejo de Gobierno juzgó hacer extensivas las disposiciones de ambos médicos a todo el territorio de la República en Armas.
Fue un éxito la aplicación del plan. La sanidad en el Ejército Libertador fue un honor más para los cubanos que combatían por la independencia. Tan importante como vencer a los españoles con las armas era usar a tiempo los recursos de la ciencia para preservar la vida humana.
Más que una historia, este relato parece cosa de leyenda. Yace Antonio Maceo, casi moribundo, en la hamaca de un hospital de campaña. Tiene en el pecho una herida del tamaño de un puño y una mano prácticamente destrozada. Se hacen esfuerzos desmedidos por salvarlo cuando la columna española del general González Muñoz, perseguidor incansable del Titán, se hace presente en el lugar. Ayudado por su esposa María Cabrales, su hermano José y otros combatientes, logra Maceo dejar la hamaca y subir a un caballo. Se esfuma, a todo galope, ante los ojos de los que daban como segura su captura.
Poco después, el capitán general Arsenio Martínez Campos informaba a Madrid: «Creí habérmelas con un mulato estúpido, con un rudo arriero, pero me lo encuentro transformado no solo en un verdadero general, capaz de dirigir sus movimientos con tino y precisión, sino en un atleta que en momentos de hallarse moribundo en una camilla, es asaltado por mis tropas y abandonando su lecho se apodera de un caballo, poniéndose fuera del alcance de los que lo perseguían».
Así era Maceo. Como decía el coronel Francisco Camps en sus memorias: «Un hombre a quien las balas no matan».