Lecturas
Ajiaco es una voz cubana que quiere decir, metafóricamente, cualquier cosa revuelta de muchas diferencias confundidas. Es un plato en el que las carnes más variadas se mezclan con vegetales y hortalizas. Para algunos es el equivalente de la olla española, y tal vez tengan razón, pues el ajiaco fue en un comienzo, allá en el lejano siglo XVI, el encuentro del cocido español con las viandas cubanas. Todavía en el siglo XIX la olla cubana o ajiaco incluía los garbanzos entre sus ingredientes. Mas un buen día se suprimieron los garbanzos y ahí mismo la cocina comenzó a ser cubana.
No fue un hecho casual. El cambio de gusto acompañó a la afirmación de la nacionalidad. Entonces beber café tinto y comer arroz blanco con frijoles negros era una manera que los cubanos tenían de distinguirse de los españoles, quienes preferían el chocolate, los garbanzos y la paella. Y ya desde entonces, para los cubanos, el amor entraba por la cocina.
Los grandes afluentes de la cocina cubana son la española y la africana. A ellas se suman con el tiempo, pero con menos fuerza, elementos de las cocinas árabe, china, italiana y caribeña. Lo norteamericano, más que en la cocina en sí, influirá en el empleo de algunos productos y en un estilo de comer.
Coinciden los entendidos en que la cocina cubana se diferencia de la española cuando el esclavo doméstico asume la cocina de los amos, ya que estos no traían cocineros de España. Sería el esclavo negro o el criado chino los que sentarían la diferencia.
Por la vía de esclavos y criados negros se instalaron en el paladar cubano platos como el bacalao, el arroz con pollo, el tasajo, el fufú de plátano y esas dos glorias de la culinaria nacional que son el congrí y el arroz moro. También el arroz blanco como cereal básico y plato esencial para combinar con otros alimentos. El arroz mojado con el guiso es una característica de la cocina cubana. En la mayor parte de las casas el arroz se sirve en las dos comidas y, por muchos que sean los platos a la mesa, el cubano siente que «no ha comido» si no comió arroz.
La preferencia por los dulces es otra de las constantes del paladar cubano; gusto este que impuso, y de qué forma, la industria azucarera. También lo frito, al extremo que Nitza Villapol aseveraba que «cualquier comida que esté frita es cubana».
La predilección del cubano por las carnes queda anotada en las Cartas habaneras (1821) de Francis R. Jamesson, primer cónsul británico en la capital cubana. Buen ejemplo de esa preferencia lo ofrece Cirilo Villaverde en su novela Cecilia Valdés. En ella, al describir el almuerzo de la familia Gamboa, enumera los platos que lo conformaban: carne de vaca, carne de puerco frita, carne guisada, carne estofada, picadillo de ternera servido en una torta de casabe mojado, pollo asado relumbrante en manteca y ajo, huevos fritos casi anegados en salsa de tomate, arroz, plátano maduro frito en luengas y melosas tajadas, ensaladas de berro y lechuga y, para rematar, sendas tazas de café con leche para cada uno de los comensales.
La norteamericana Julia Howe en su Viaje a Cuba (1860) apunta «la desordenada profusión de manjares» de la mesa cubana. No se piense en la mesa buffet, sin embargo. En su libro Un artista en Cuba, escribe Walter Goodman, pintor inglés que vivió aquí entre 1864 y 1869, que cada plato se presentaba por separado, por lo que a veces había más de 14 fuentes en la mesa.
La Condesa de Merlin recuerda la costumbre de los habaneros de ingerir, muy temprano en la mañana, una taza de café —lo que en Santiago de Cuba se denominaba el «tentempié», vocablo que llega hasta hoy e identifica la ingestión de cualquier alimento ligero a falta de algo mejor—. Dos o tres horas después degustaban un jarro de chocolate.
Julia Howe es más explícita con el menú de las comidas que hiciera en la Isla: habla del pan y del café negro, «frecuentemente muy malo», al levantarse, y del desayuno entre las nueve y las diez de la mañana, a base de pescado, arroz, bistec, plátanos fritos, bacalao salado con tomates, callos estofados, un clarete mediocre y una taza de café o de té verde. La comida, entre las tres y las cuatro de la tarde, no es menos abundante: sopa, carne asada, pollo y pavo, jamón, guiso, chayote, plátano, ensalada. Y de postre, una cucharada de conserva de las Indias Occidentales, naranjas, bananas y una taza de café o de té.
Cualquier pretexto sirve al cubano del siglo XIX para el yantar. Hay comidas en los velorios, meriendas en los intermedios de las comedias y las obras dramáticas. Villaverde no pasa por alto el ambigú luego de un baile en la Sociedad Filarmónica de La Habana, ni el inglés Goodman tampoco, en Santiago de Cuba.
Es Goodman quien, en Un artista en Cuba, ofrece el menú del velorio al que se vio obligado a asistir en Santiago, reclamado por los familiares del difunto a fin de que hiciera su retrato. Allí, donde los asistentes ahogan su tristeza en la copa que alegra y en la charla que anima, se sirvieron dulces, bizcochos, café, chocolate y puros habanos.
Cuba tiene una cocina con acento propio, rica y variada. Su cocina regional es también digna de tomarse en cuenta. Más que los platos en sí, lo cubano en la cocina es la sazón y la forma de elaborar y presentar los alimentos.
Así, por cocina cubana se entenderá no solo aquellos platos típicos, sino cualquier comida que se adapte a la idiosincrasia y al paladar cubano. En resumen, que haya sido marinada, cocida y presentada a la cubana. Entonces cualquier plato de la cocina internacional se transforma para adquirir una connotación que lo empareja con los llamados criollos o tradicionales.
Un plato tan internacional como la langosta a la indiana se «cubaniza» si se utiliza ajo en su elaboración y se le disminuye el curry, en tanto que la langosta termidor «cubanizada» lleva todos los ingredientes que caracterizan a ese plato, y además ajo, ají guaguao, tomillo y mostaza, que le dan sabor y olor diferentes. La paella criolla sustituye el arroz tipo Valencia por el de grano largo.
El cubano prefiere el zumo de naranja agria para marinar las carnes rojas, y el limón para el pollo, los pescados y los mariscos. Elemento indispensable para el adobo son la pimienta molida, otras especias secas y algunas yerbas aromáticas. También el ajo, el tomate, el ají, la cebolla… Se trata de una cocina que abusa poco del picante y en la que la salsa no mata nunca el sabor auténtico del plato. Es una comida que la población, por lo general, degusta muy hecha —incluso los pescados— y que muestra poco aprecio por las verduras y los frutos del mar. Es rica en féculas y evidencia una idolatría casi fetichista por las carnes rojas.
El patrón alimentario del cubano incluye el arroz, como cereal básico, un guiso de frijoles, algún alimento frito y un dulce. La variedad la da el cambio en el color del frijol. O en el arroz y la clase de vianda o forma de prepararla. El desayuno es casi siempre frugal. Se trata de un patrón muy arraigado y, por tanto, no fácil de sustituir. De ahí que se rechacen las recomendaciones de los dietistas de suplir las viandas y el arroz por verduras y vegetales con menos contenido de carbohidratos y más ricos en vitaminas, minerales, fibras y celulosas. Se atribuye al arroz cierta tendencia a la obesidad que se evidencia en los cubanos, pero en opinión de especialistas la cuestión no es tal. Más que el arroz en sí, es la forma de cocinarlo y mezclarlo con otros alimentos.
Es costumbre del cubano, desde tiempos inmemoriales, llevarse el plato a la nariz y con un husmeo audible rechazarlo o servirse de él. En ninguna circunstancia ni en ningún lugar el cubano come sin invitar a los presentes. A todo cubano, antes de comer, le complace, como gracia especial suya, ofrecer: ¿Gusta usted? ¿Quisiera usted acompañarme a la mesa?
Una cena típica nuestra no dejaría fuera al congrí —guiso de arroz blanco con frijoles colorados— y las masas de cerdo fritas, suaves y fragantes; platos que se acompañarían con otro de la deliciosa yuca salcochada y aderezada con un mojo de naranja agria y ajo, y con un platillo de plátanos verdes fritos y aplastados a puñetazos —los llamados tostones o tachinos o patacones, como se les conoce en otras latitudes.
Tan cubana como esa cena podría ser otra que incluya el arroz moro —o moros con cristianos— y que no es más que arroz blanco y frijoles negros guisados juntos, y el picadillo a la habanera. Este plato, tan recurrido, no es más que carne molida bien condimentada con laurel, cebolla, ajo, pimentón, tomate, orégano, pimienta, aceitunas y pasas, y a la que se le pone encima, cabalgándola, si se desea, un huevo frito y se adorna con pimientos morrones.
Con el maíz tierno molido se hace el tamal en forma de guiso —se le llama aquí «en cazuela»— o envuelto en las hojas de la propia mazorca. Su elaboración es todo un arte e involucra, comúnmente, a más de un miembro de la familia.
La ropa vieja sobresale asimismo entre los platos emblemáticos cubanos. Villaverde la menciona en su Cecilia Valdés, y lo hace también Carlos Loveira en su novela Juan Criollo (1928). Ideal para combinar con un buen guiso de frijoles negros, al igual que la carne asada, que se marina con zumo de naranja agria, sal pimentada, orégano, comino y laurel.
El 24 de septiembre de 1528, mediante una Real Cédula, el emperador Carlos V ordenaba a las autoridades coloniales de la Isla de Cuba que favorecieran y ayudaran a un tal Francisco de Soto «en todo lo que buenamente hubiera lugar». Soto era un repostero famoso y de postín, un hombre que como dulcero sirvió a la reina Isabel la Católica y al rey Felipe el Hermoso, abuela y padre del emperador, y aunque es de suponer que no vino a Cuba a hacer dulces, sino a enriquecerse con las mercedes de tierra y las encomiendas de indios, es bueno pensar que contribuyera a fomentar la tradición de la repostería criolla.
Los dulces cubanos deslumbraron a Fanny Erskine Inglis, Marquesa de Calderón de la Barca. Corre el año de 1839 y a su paso por La Habana es invitada a una cena y advierte en su testimonio «que colocaron sobre la mesa… inmensos floreros y candelabros de alabastro, así como centenares de platos de dulces y de frutas; los dulces eran de todas las descripciones inimaginables…» Concluye la Marquesa que aquí «el postre resulta una curiosidad por lo variado y numeroso».
La preferencia por el dulce es una de las constantes del paladar cubano. El azúcar forma parte de nuestra cultura alimentaria. Es un gusto que impone la industria azucarera: los negros esclavos para sobreponerse a la fatiga que ocasionaba el duro trabajo al que se les sometía en las plantaciones cañeras, ingerían azúcar en grandes cantidades, casi siempre en forma de raspadura y el delicioso guarapo, que es el zumo de la caña. En tiempos difíciles, el cubano ha recurrido a la sopa de gallo, que no es más que agua con azúcar prieta.
Al igual que las frutas, algunas viandas son muy utilizadas en la repostería cubana. Con boniato y yuca se prepara esa delicia de delicias que son los buñuelos. Se cocinan la yuca y el boniato en agua hirviendo y sin que se ablanden demasiado. Se muelen entonces y se amasan con huevo batido, anís, sal y harina. Se toma esa masa por porciones, se da a esas porciones forma de número 8 y se fríen en aceite caliente y se bañan los buñuelos con una buena almíbar en el momento de servirlos…
La boca se hace agua.