Lecturas
¿Dónde se ubicaba la Plaza del Polvorín, que usted menciona en alguna que otra página? ¿De qué edificio guardan recuerdo las ruinas que desafían el tiempo en Calzada entre Paseo y 2, en el Vedado? ¿A qué debe su nombre el restaurante 1830? ¿Cuál es la historia del parque Maceo, frente al hospital Hermanos Ameijeiras, al final del primer tramo del Malecón y a la altura de la calle Belascoaín? Lectores jóvenes y no tan jóvenes abordan al escribidor en la calle con esas y otras preguntas, que intentaré responder ahora. Comenzaré por la última de ellas.
El parque Maceo se inauguró el 20 de mayo de 1916, cuando se develó el monumento con el que se rinde homenaje al Lugarteniente General del Ejército Libertador, obra del escultor italiano Domenico Boni. Una ley de 1910, firmada por el presidente José Miguel Gómez, disponía la realización de la estatua y establecía para ello un presupuesto de 100 000 pesos. En virtud de esa disposición se libró en 1911 una convocatoria pública, en la que se llamaba a «los escultores del mundo» a enviar sus propuestas al certamen. La inauguración tuvo lugar bajo la presidencia del mayor general Mario García Menocal.
La plataforma del monumento se asienta en cuatro grandes figuras representativas: delante, la Acción y el Pensamiento; detrás, la Justicia y la Ley. En el frente del zócalo, el relieve de Mariana, en el momento de hacer jurar a sus hijos fidelidad y sacrificio por la Patria. Detrás, en el mismo zócalo, la representación de la batalla de Peralejo. Alrededor del fuste cuatro grandes relieves evocan hazañas del Titán: Mangos de Megía Baraguá, Cacarajícara y La Indiana. En el frente, la Victoria vuela sobre una proa empujada por las almas de los héroes. En la parte posterior, la República, con la bandera desplegada al viento, acoge agradecida al asistente, la figura más humilde del Ejército. Arriba del fuste, en el remate de los lados, dos relieves: el triunfo de la Paz y del Trabajo. En el frente, el escudo de la República; detrás, el escudo de La Habana.
Corona el monumento la estatua ecuestre de Maceo. Viste uniforme militar con la cabeza descubierta, lleva el machete en una mano y, con la otra, sostiene la rienda de su cabalgadura. Mira hacia el frente y arenga a sus hombres a lanzarse al combate. Son de bronce todas las partes escultóricas y decorativas del monumento, y el granito prevalece en la parte constructiva.
A lo largo del tiempo, el parque ha sido objeto de modificaciones. Mucho lo afectó el huracán de 1926, como se aprecia en el testimonio gráfico de la época. Su amplitud y ubicación frente al mar consolidan su grandiosidad y belleza.
En el lugar que ocupa existió una fortaleza española, la batería de la Reina, y también una entrada de mar, la caleta de San Lázaro, que se menciona en las crónicas más antiguas dedicadas a La Habana.
Las ruinas de Calzada, entre 2 y Paseo —dos o tres columnas apenas—, corresponden al salón-hotel Trotcha, fundado en 1886 por el empresario catalán Buenaventura Trotcha, quien vivió durante más de 70 años en La Habana, donde falleció en 1910.
El establecimiento comenzó con un salón —bar, café y restaurante— al que con el tiempo se le adicionó una sección para alojamiento. Cree recordar el escribidor que allí se alojó la jefatura de las tropas norteamericanas que ocuparon la capital de la Isla en 1899, y que en uno de sus salones España firmó la capitulación de la ciudad. Contaba con jardines bellísimos, a los que se accedía por Paseo, así como con un criadero de cocodrilos que impactaban a huéspedes y visitantes. Una guía turística de La Habana, elaborada en Estados Unidos, asegura que permanecía abierto a mediados de los años 50. Con el tiempo desapareció el área de albergue, que era de madera, y permaneció el salón, de mampostería, adaptado a casa de vecindad. Un incendio acabó destruyéndolo a comienzos de la década de 1990.
El poeta Julián del Casal le dedicó una de sus crónicas, publicada en el periódico La Discusión, de 23 de enero de 1890. Confiesa en su página que el día anterior decidió trasladarse «al poético caserío del Vedado para distraer el fastidio, andar al aire libre y huir de las monótonas diversiones de la ciudad».
Oscurecía. Los últimos reflejos del sol flotaban esparcidos sobre las ondas inmóviles del mar. El calor se apaciguaba y se respiraba un aire fresco que parecía salir de inmensos abanicos agitados por manos invisibles. Los pescadores aguardaban la captura, encorvados sobre las redes tendidas… Había llegado el poeta «al risueño pueblecito, el más tranquilo, el más pintoresco y el más moderno de los que se encuentran en los alrededores de la capital».
«Todo el que vive en La Habana lo ha visitado alguna vez. Tiene el brillo de una moneda nueva y la alegría silenciosa de las poblaciones. La miseria no ha penetrado en sus ámbitos y sus habitantes parecen dichosos. Allí se refugian, en los meses de verano, los que el calor destierra de la ciudad, los escasos poseedores de bienes de fortuna y los que no se atreven a alejarse del suelo natal».
«Dentro de este sitio encantador, se han levantado, en los últimos años, numerosos edificios, construidos a la moderna y de diversas proporciones. El más grande de todos es el salón Trotcha, nombre igual al de su propietario. En los primeros años ha sido el punto de reunión de los temporadistas, y se encuentra convertido en magnífico hotel, semejante a los de Niza, Cannes, San Sebastián y otras ciudades balnearias».
Describe el establecimiento el cronista: la verja de hierro, el jardín encantador, los senderos cubiertos de arena a la manera de un parque inglés, las glorietas espaciosas a cuya sombra los huéspedes descansan y degustan los licores de su preferencia.
En el restaurante, abierto en el piso del edificio que está al nivel del jardín, todo invita a satisfacer las necesidades humanas más imperiosas. Los manjares exquisitos, la calidad del servicio, la profusión de licores, el refinamiento de manteles y vajillas, la delicadeza de los propietarios, hacen que el Trotcha sea el lugar escogido por las personas de gustos más exigentes.
Desde el restaurante se asciende al piso principal, y el visitante se halla en un salón elegante que luce muebles labrados, espejos venecianos, alfombras suntuosas, jarrones japoneses y mesas cubiertas de bibelots. «Este salón tiene la apariencia de un parloir inglés, dice Casal. Detrás, están las habitaciones de los huéspedes, lujosamente decoradas».
Concluye el poeta: «Este hotel, descripto a la ligera, para que puedan formar idea nuestros lectores, está montado a la altura de los mejores de Europa. Nada tiene que envidiar a ninguno de ellos».
Relativamente cerca de este hotel ya desaparecido, sobre la misma calle Calzada, se halla el restaurante 1830. Ocupa la mansión que fue propiedad de Carlos Miguel de Céspedes, ministro de Obras Públicas en el Gobierno dictatorial de Gerardo Machado y senador de la República en el momento de su fallecimiento, en 1954. Entonces José Curráis Fernández, propietario de La Zaragozana, quiso adquirir el inmueble. Las nietas de Carlos Miguel, confesó una de ellas al escribidor hace ya mucho tiempo, se negaron a venderlo, pero terminaron alquilándoselo. Surgía así el restaurante 1830, que es la fecha en que se estableció La Zaragozana.
En 1868, tras el derribo de las Murallas, el Ayuntamiento habanero, interesado en crear un nuevo mercado, obtuvo de la Corona española el terreno que enmarcaban las calles de Monserrate, Zulueta, Ánimas y Trocadero. A partir de 1882 se construyó en ese espacio conocido como Plaza del Polvorín, el mercado de Colón, que terminaría dándole nombre a toda la barriada.
En opinión del historiador Emilio Roig en su libro La Habana: apuntes históricos, se trató del mejor de los mercados que desde el punto de vista arquitectónico tuvo La Habana. Era una vasta construcción de sillería, con una rotonda central formada por columnas de hierro fundido y una cúpula de acero en la parte central de la fachada principal, sobre la calle Zulueta.
El edificio fue proyectado y ejecutado, a un costo de 100 000 pesos oro español, por el arquitecto José María Ozón y el ingeniero José C. del Castillo, ambos cubanos, con la colaboración de Emilio Sánchez Osorio, arquitecto municipal.
Joaquín Weiss elogiaba la típica arquería romana que rodeaba toda la manzana, mientras que otro importante arquitecto, José M. Bens, precisaba: «Ozón dio tal importancia y amplitud al bello pórtico que rodeaba al edificio, y al otro que bordeaba el patio, que alcanzó con esto esa cualidad casi imponderable de maestría que tienen las obras maestras».
El Ayuntamiento habanero otorgó la concesión del mercado al señor Francisco Tabernilla, padre del militar de igual nombre que tras el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, con grados de Mayor General, llegaría a ser, primero, jefe del Ejército cubano y, luego, del Estado Mayor Conjunto. El beneplácito se extendería por 25 años, transcurridos los cuales el mercado pasaría a ser propiedad del municipio habanero. En sus galerías y portales operaban más de 200 establecimientos comerciales de toda índole, mientras que los pisos superiores estaban ocupados por unos 500 inquilinos cuando en 1947 el Ministerio de Salubridad ordenó su clausura definitiva. Federico Villoch, en sus Viejas postales descoloridas, dice que «un teatro chino que ocupaba parte de los altos de la Plaza del Polvorín, tenía siempre alborotados los alrededores con sus escandalosos y disonantes plantillazos y el doliente y penetrante gemido de sus chirimías y violines…».
Se construiría allí el Palacio de Bellas Artes para dar albergue al Museo Nacional. Dice Emilio Roig que por sus valores de permanente belleza y tipicismo, el mercado de Colón o Plaza del Polvorín merecía salvarse. Así pareció que sería ya que, de inicio, se pensó en mantener en la nueva edificación los hermosísimos exteriores del edificio primitivo, que comenzaron a restaurarse y se construyó, según planos del arquitecto Evelio Govantes, una muy bella portada, no por Zulueta, como en el caso anterior, sino por Trocadero, frente al parque Zayas —actual Memorial Granma.
El proyecto quedó en el camino. Los funcionarios responsabilizados con la construcción del futuro Palacio y Museo quisieron un edificio enteramente moderno y funcional, y así, dice Roig, «fue demolido uno de los mejores ejemplares de la arquitectura del período neoclásico».