Lecturas
Los restos de un gobernador general de la Isla y de un obispo, fallecidos muchos años antes, fueron los primeros que hallaron sepultura en el Cementerio de Espada, de La Habana, la primera necrópolis con que contó la Colonia.
Hasta entonces los cadáveres se inhumaban en las iglesias y había en estas diez tramos destinados a los enterramientos. Los sepulcros se hacían más caros mientras más próximos estuviesen a las gradas del altar mayor; estaban en el orden de los 137 pesos, mientras se abonaban tres pesos con cuatro reales por una sepultura ordinaria, diez por la de un niño blanco, y dos por las de un niño negro, mestizo o indio, siempre que fueran libres. También se pagaban dos pesos por el enterramiento, cerca de la puerta del templo o detrás del coro, de negros y mulatos libres, y ocho reales por los de los esclavos, también detrás del coro. En la Parroquial Mayor habanera, que se ubicaba donde luego se edificó el Palacio de los Capitanes Generales, la sacristía se destinó para sepultura de los sacerdotes. El 26 de agosto de 1799 el obispo Felipe de Tres Palacios concedió a los dueños de ingenios azucareros la gracia de establecer cementerios en estos. En los campos se enterraba en los montes y al año se exhumaban los huesos y se llevaban a la Parroquial a fin de que recibiesen sepultura eclesiástica porque reposarían en lugar bendecido.
Todo esto acabó cuando, en el mismo año de 1799, el rey Carlos IV ordenó al Supremo Tribunal de España que hiciera cumplir la Real Cédula de 3 de abril de 1787 en la que su antecesor, Carlos III, disponía que cesaran los enterramientos en las iglesias y se construyeran cementerios en las afueras de las poblaciones. Como las cosas de palacio van despacio y el burocratismo colonial era de anjá, la orden de Carlos IV se circuló a Cuba en 1804, cuando la autoridades habaneras tenían ya adelantados los cimientos de lo que sería el cementerio, en extramuros, a una milla al oeste de La Habana, en las inmediaciones de la costa llamada de San Lázaro, en el terreno de la huerta que el doctor Teneza, protomédico regente y consultor del Santo Oficio, cediera para la construcción del leprosorio. Se había pensado emplazarlo en el campo situado al frente del Arsenal —actual Estación Central de Ferrocarriles—, pero los ingenieros militares se opusieron a ello. El obispo Espada, que fue el propulsor principal de la obra, contó con el apoyo entusiasta del Capitán General, marqués de Someruelos. Lo secundó además el Comandante General del Apostadero, y tuvo el concurso del Ayuntamiento de La Habana y de la Sociedad Patriótica de Amigos del País.
El camposanto lucía por el frente seis columnas de sillería con verjas de hierro y una puerta del mismo metal. Seguía un jardín y luego la portada que daba acceso a los patios. En la parte superior de la portada, se leía: «A la religión. A la salud pública. El Marqués de Someruelos, Gobernador. Juan de Espada, Obispo».
Cuando un difunto, en andas o en hombros de los acompañantes, traspasaba esa puerta, se depositaba sobre una mesa negra y se le rezaba el responso. A la derecha se hallaba la habitación del capellán del cementerio y las oficinas del administrador, a la izquierda, la vivienda de los sepultureros.
Era la necrópolis un espacio rectangular con dos calles enlosadas que lo dividían en cuatro partes. La capilla quedaba al fondo, hacia el centro, y mientras vivió el obispo Espada se mantuvo en su pórtico, día y noche, una lámpara encendida. La obra importó 46 868 pesos y durante sus primeros días el prelado abonó de sus rentas los sueldos de sus empleados.
Los pinos y cipreses que se sembraron para la inauguración del camposanto fueron, con el tiempo, sustituidos por laureles. Frente a la necrópolis, Espada hizo sembrar un ameno y dilatado jardín de plantas medicinales «a fin de disminuir, con su bello aspecto, dijo el Obispo, el aire sombrío y melancólico de los sepulcros, y de ofrecer a la frente de los triunfos de la muerte los preciosos medios de resistir sus despiadados ataques».
Revisaba el escribidor su biblioteca en soporte digital y reparó en un libro que hasta ahora pasó siempre por alto. Se titula Necrópolis de La Habana, se publicó en 1875 y recoge la historia del cementerio de Espada, aunque parece que sus pretensiones eran las de abarcar además los de Jesús del Monte, Cerro y Colón. Su autor es Domingo Rosain y del Castillo, médico y profesor de la cátedra de Obstetricia de la Universidad habanera —la única que había entonces—. Publicó asimismo un Examen y cartilla de parteras, primera obra que vio la luz en la Isla sobre esa materia. Fue el creador, en 1828, de la Academia de Parteras del Hospital de Paula. Falleció en 1855, a los 56 años de edad.
Rosain comenzó la investigación para su libro en 1845, cuando en el cementerio de Espada se crearon los nichos y él se empeñó en recoger datos y noticias sobre los que en ellos se sepultaban. El nuevo orden de sepulturas hizo que se abandonasen las bóvedas y en esa fecha no pocas carecían ya de inscripción y hasta de losa, por lo que el investigador insistió asimismo en acopiar cuanta información le fue posible «para que la imprenta se encargase de conservar las inscripciones que el tiempo ha respetado».
Antes de Espada, el benemérito don Luis de las Casas, gobernador general de la Isla, quiso poner fin a lo que el historiador Jacobo de la Pezuela definió como «la fatal y perniciosa práctica de enterrar los cadáveres en las iglesias». Nada pudo hacer debido a las dificultades para encontrar el terreno apropiado donde lo emplazaría, pero más que eso por la resistencia que opuso el obispo Tres Palacios. Espada en su momento debió afrontar, al igual que Las Casas, múltiples dificultades y, sobre todo, la intransigencia del clero que se beneficiaba pecuniariamente con aquellos enterramientos.
Nacido en España en 1756, Espada fue designado Obispo de La Habana en 1800, tras la muerte misteriosa del obispo Montiel cuando se afanaba en poner coto a la vida corrupta y desenfrenada de los sacerdotes que oficiaban en la capital de la colonia. Demoró dos años en llegar a Cuba para ponerse al frente de la diócesis. Y estuvo a punto de no poder hacerlo, pues apenas puso un pie en la Isla un violento ataque de fiebre amarilla lo puso al filo de la muerte. Se dice que salvó la vida gracias a los cuidados del eminente médico cubano Tomás Romay, y de esa circunstancia nació una amistad que los unió para siempre.
Esa amistad, dice el historiador Emilio Roig, hizo que Espada priorizara el problema sanitario que tanto preocupaba a Romay: el del enterramiento en las iglesias que, con el desarrollo de la población, había llegado a constituir un mal de las más repulsivas y perniciosas consecuencias.
Acerca de Espada dice Eduardo Torres Cuevas, presidente de la Academia de la Historia: «De ideas ilustradas y avanzadas promovió el movimiento intelectual y apoyó a los sectores desfavorecidos de la sociedad cubana… Promovió a personalidades como Félix Varela, José de la Luz y Caballero y José Antonio Saco. Acusado de masón, hereje e independentista, se iniciaron en el Vaticano y en Madrid juicios para su excomunión y encarcelamiento». Retuvo el Obispado de La Habana hasta su muerte, en 1832.
El 2 de febrero de 1806 se bendijo e inauguró el cementerio de Espada. En sendas cajas forradas con terciopelo negro, galoneadas de oro y con sus correspondientes insignias, se colocaron los huesos de Candamo —no puede quien esto escribe precisar su nombre ni otros detalles—, obispo de Milasa y gobernador de la Mitra de La Habana, y los del gobernador Diego Antonio de Manrique, que llevaba 13 días en el poder cuando cayó fulminado por el vómito mientras inspeccionaba las obras en construcción de la fortaleza de La Cabaña. La fiebre amarilla, que no respetaba fortunas, rangos ni dignidades, se lo llevó de cuajo para convertirlo en uno de los nueve gobernadores que fallecieron en su puesto.
De la capilla de la Casa de Beneficencia, donde estaban depositados los restos, fueron conducidos en procesión al cementerio. Eran las 4:30 de la tarde del 2 de febrero. Abría la marcha un piquete de dragones y le seguían el cabildo eclesiástico y los restos del Ilustrísimo Candamo. Dos regidores del Ayuntamiento y dos coroneles llevaban las borlas de la caja del ex gobernador Manrique. Seguían el Deán de la Catedral habanera, dignidades eclesiásticas, el obispo Espada, representaciones de los cuerpos militares y políticos con sus jefes, el Intendente de la Real Hacienda, el Comandante General del Apostadero, el conde de Mompox y Jaruco y el Ayuntamiento habanero en pleno. Cerraba la comitiva el marqués de Someruelos, gobernador general de la Isla. Avanzaba detrás una compañía del Regimiento de San Cristóbal, el llamado Fijo de La Habana.
En un catafalco colocado en el centro del cementerio se colocaron las dos cajas. Espada, revestido de medio pontifical, bendijo el lugar y enseguida músicos de la capilla de la Catedral interpretaron la pieza compuesta para la ocasión. Se inhumaron los restos de Manrique en la bóveda destinada a los gobernadores, y los de Candamo en la construida para las dignidades eclesiásticas. A las siete de tarde terminó la ceremonia con la retirada de la compañía del Fijo de La Habana. El cementerio estaba profusamente iluminado con antorchas.
Como cosa curiosa cabe decir que en el cementerio de Espada, en 1841, se inhumó el primer cadáver que fue embalsamado en Cuba. Fue el de Isabel Herrera de La Barrera, esposa del marqués de Almendares. La embalsamó el gran médico habanero José Nicolás Gutiérrez, primer cirujano de Cuba, fundador de la Academia de Ciencias.
Fue en 1844 cuando se estableció en La Habana el primer servicio de las llamadas pompas fúnebres; carros o coches especiales que conducían los ataúdes al cementerio. El servicio incluía al cochero y a varios individuos que se encargaban de manipular el féretro y que vestían uniformes de lacayos con profusión de galones dorados y sombreros de tres picos. Eran los llamados zacatecas.
Los nichos que se construyeron en 1845 resultaron ineficaces para responder al crecimiento de la población habanera. Se dispuso la construcción de una nueva necrópolis y, por orden del capitán general Arsenio Martínez Campos, el cementerio de Espada quedó clausurado definitivamente el 3 de noviembre de 1878. Se habían efectuado allí 314 244 inhumaciones.
En 1908, el Gobierno interventor norteamericano dispuso la demolición de esta necrópolis y el traslado a Colón de los restos que todavía quedaban allí. Permanece en pie, entre edificaciones modernas de la calle Aramburu, un pedazo de sus viejas paredes.