Lecturas
Cintio Vitier le llama «el obseso». Otros, más bruscos, menos delicados, le llaman «el loco». El desdichado poeta José Jacinto Milanés pasó la mitad de su vida en la noche de la locura.
¿Fue un mal hereditario? ¿Se lo provocaron aquellas extrañas fiebres que padeció en 1839 y que, se decía, le habían afectado el cerebro? ¿Amores contrariados lo llevaron a la demencia?
José Lezama Lima escribía en 1965: «Milanés es un ejemplo, al igual que Heredia, de las imposibilidades que le van surgiendo a nuestros mejores espíritus. Dificultades económicas lo acosan. La familia, muy numerosa, tiene que apuntalarse con renovada constancia. Donde cree encontrar soluciones y facilidades, como en su amor por la prima, se le vuelven divinidades hostiles. Por último, la locura le cierra su camino en forma inexorable».
Cierto es que había antecedentes de demencia en la familia del poeta; referencias muy cercanas como aquella hermana de su madre, la tía Pastora, «alta, seca y apergaminada», sentada siempre, arisca y ceñuda, en la modesta sala de la casa, que cuando escuchaba el piano corría hacia el interior de la vivienda con las manos tapándose los oídos para no escuchar las cosas poco decorosas que el piano decía. El poeta, por otra parte, fue siempre un tipo raro. Los que lo conocieron hablaron de su sensibilidad extrema, de su temperamento ingenuo, sencillo, impresionable. Ya se sabe que cuando en 1838 se estrenó en el teatro Tacón, de La Habana, su drama El conde Alarcos, Milanés, inseguro de sí mismo y con los nervios destrozados ante la posibilidad de que la reacción del público le fuese adversa, se negó a presenciar la puesta en escena de su obra.
«En muchos de los versos de Milanés, especialmente en El beso, detrás del tono idílico se siente una idea fija, una obsesión: la obsesión de la pureza, que es, desde luego, la obsesión de la impureza. No podemos saber el papel que en su creciente desequilibrio psíquico jugó el trauma producido por el fracaso de sus amores con Isa, 14 años más joven que él y de familia más pudiente. Solo nos está permitido detectar en sus versos una constante obsesiva, neurótica, ligada al escrúpulo y a la culpa hiperbolizados, que alcanza en El mendigo su más profunda formulación. Se trata de un mendigo a la puerta de un baile. El poeta, arrastrado por el torbellino sensual, entra sin hacerle caso, aparentemente, pero su imagen se le graba para obsesionarlo y reaparecer inexorable, vengativa, en el lado de la sombra…», dice Cintio.
José Jacinto Milanés Fuentes nació en la ciudad de Matanzas, el 16 de agosto de 1814, hace ahora 200 años. Era el primero de los 15 hijos de Rita y Álvaro, un modesto empleado de Hacienda que se las veía negras en el intento de cubrir las necesidades de su numerosa prole. La carencia de recursos obligó a matricular al niño en una escuela del Ayuntamiento. Era de apariencia frágil y mirada soñadora, meditabundo, discreto. Dedicaba a la lectura casi todos sus ratos libres. Devoraba un libro tras otro en la sala de la casa, junto a la tía Pastora, siempre en cerrado silencio y la mirada extraviada. Otras veces, a regañadientes, José Jacinto trataba de compartir los jubilosos entretenimientos de sus hermanos y primos. Porque frente a ellos vivían Isabel, la hermana de doña Rita, casada con el rico comerciante don Simón de Ximeno, y sus seis hijos.
No puede José Jacinto hacer estudios regulares, pero por su cuenta aprende latín, francés e italiano. Corre ya el año de 1830 y quiere trabajar y ayudar así al sostenimiento familiar. Su tío don Simón, muy relacionado, le consigue empleo en una ferretería de La Habana. Aquí, la epidemia de cólera de 1833 sorprende al poeta, que no demora en regresar a su ciudad natal, donde trabaja en las oficinas de su tío político.
En 1834 Domingo del Monte se establece en Matanzas y hace amistad con Milanés, al igual que con todos los jóvenes con inquietudes literarias. Es gracias a Del Monte que se nombra al poeta, en 1841, secretario de la Compañía del Ferrocarril matancero, empleo que posibilita a José Jacinto cierta seguridad económica. Apenas puede disfrutarla, pues está ya a las puertas de la locura.
Corresponde a estos años la mayor actividad creadora de Milanés. Escribe algunos dramas, como el ya citado Alarcos, pero es en la lírica donde alcanza su mayor relieve. Los estudiosos dividen su poesía en tres etapas. Una inicial, idílica, caracterizada por la ingenuidad lírica, una desmayada melancolía y la expresión vaga de los sentimientos amorosos. En su segunda etapa se advierte la influencia de Del Monte; se inclina hacia los temas sociales y, dice Salvador Bueno, el «moralismo filantrópico convierte en seca y enteca la suave musa del poeta matancero» que quiere, con su obra, censurar vicios y reformar costumbres. Hacia 1840, su tercera etapa marca una vuelta a la prístina inspiración de la primera. A este período corresponden poemas como De codos en el puente y La fuga de la tórtola.
Se preguntaba Lezama Lima si, para el desarrollo del poeta, fueron en verdad convenientes las indicaciones que le hizo Domingo del Monte. Precisaba el autor de Paradiso: «Del Monte quiso llevar a Milanés al apólogo moralizante, al pastiche del teatro español, a una poesía de más ambiciosa factura de la que el temperamento de Milanés podía realizar». Porque para Lezama, el mejor Milanés está en la depurada sencillez con que se asoma a la naturaleza, como lo hace en el poema titulado La madrugada. Dice Lezama: «En las poesías que escribe a la manera de La madrugada, como son La fuga de la tórtola y El beso, luce ágil, lleno de encantamiento, con un rápido reflejo por donde penetran, finas y hondas, las más depuradas esencias de lo nuestro».
Cintio Vitier observa, por su parte, que toda la obra poética de Milanés, incluso sus composiciones moralizantes, están «ligadas al tema central de sus mejores poesías, y a lo que fue probablemente la obsesión dominante de su vida, que terminó en la locura: la obsesión de la pureza».
En La madrugada hay una alusión al fracaso amoroso del poeta. Se siente nostálgico al advertir que la naturaleza se integra en amores placenteros, mientras que él siente: «Miro tanto enlace y lloro /Mi continua soledad».
Esa soledad fue, dicen algunos, el preludio de la locura del autor de La fuga de la tórtola. Federico Milanés, poeta notable él mismo y editor de la obra de su hermano, quiso tender un manto protector sobre la vida amorosa de José Jacinto, lo que no consiguió evitar que salieran a la luz sus amores con Dolores Rodríguez y Varela. Era prima del escritor costumbrista José María Cárdenas y Rodríguez, y el poeta tenía 20 años cuando la conoció, una época en la que él se presenta a sí mismo —y quizá no sea cierto— como «bien parecido, alegre y frecuentador de bailes y fiestas». Lo atrajo la belleza de Dolores y algunos suponen que llegaron a ser novios. De cualquier manera, ella lo desdeñó. Al respecto escribió Federico Milanés que «cansado de amarla en vano, desistió de verla y hablar, consagrándose a cavilaciones tristes y a verter en sus composiciones poéticas un raudal de llanto y quejas por su soledad». De esa época data La madrugada. Al final dejó de visitar la casa de Dolores; rompió con ella.
Entra entonces en la escena Isabel Ximeno, Isa. Son primos, como ya se ha dicho, y el poeta, que es ya toda una gloria local, con 28 años, le dobla tranquilamente la edad. Surgen poemas dedicados a Isa, y la madre de José Jacinto y la madre de Isabel observan ese amor con preocupación. Es probable que don Simón quiera para su hija un pretendiente de mayores beneficios que aquel primo pobretón y poeta. No se sabe con certeza, pero es de suponer los inconvenientes y dificultades que pondría a aquella relación la familia de Isabel.
Es entonces que empiezan a mostrarse los primeros síntomas del desvarío del poeta. Son inútiles los esfuerzos por hacerle recuperar la razón. Médicos de La Habana, con los que consulta la familia, recomiendan un viaje al exterior y es el padre de Isa quien facilita el dinero necesario para que José Jacinto, acompañado por Federico, visite Estados Unidos, Inglaterra, Francia, Italia… un costoso periplo que no arroja a la larga resultados favorables. El enfermo va de mal en peor. Sufre ataques de furia y se impone servirle la comida ya cortada para evitar que agreda a familiares o termine por agredirse él mismo. Una tarde escapó a la vigilancia de los suyos. Cruzó la calle y se dirigió a casa de su prima. Al verla, prorrumpió en gritos desesperados. Isa, aterrada, huyó hacia el fondo de la vivienda. Carlota, hermana de José Jacinto, cogió del brazo al poeta y lo llevó a dar un paseo. Tras un ataque de violencia, quedaba ensimismado, melancólico, sumido en un mutismo absoluto.
Dolores María de Ximeno y Cruz escribió en un libro delicioso que lleva por título Memorias de Lola María, que Carlota pasaba noches enteras al lado de José Jacinto, tratando de distraerle en sus insomnios. Al igual que sus hermanas, sacrificó juventud y amores en aras de aquel afecto. «Para entretener las interminables veladas de invierno, a la luz de una lámpara y junto al sillón del enfermo —que, envuelto en su amplia capa española con embozo grana, de nada se daba cuenta— escribía con la aguja, en una finísima tela de lino, con caracteres pequeños, hermosas poesías en italiano, traducidas en otro tiempo por su hermano».
Es también Lola María quien da noticias de Isabel Ximeno. La retrata en sus memorias como «pura, digna, inteligente, distinguida, delicadísima». Cuenta que otro primo suyo —José Marías Jenekes y Ximeno— enamorado perdidamente de ella y también despreciado, dio en enflaquecer, se hizo adicto a las «bebidas ácidas y nunca casó en homenaje a aquel amor imposible».
Isa sí contraería matrimonio. Entre sus muchos pretendientes se decidió por lo que consideró el mejor partido. Se casó en 1862 con Manuel Mahy y León, sobrino del capitán general Nicolás Mahy, gobernador de la Isla de Cuba. Viajó a España la pareja, y en Madrid gozó ella del reconocimiento de figuras muy notables de la Corte. Ventura de la Vega le dedicó un poema cuando decidió volver a Cuba. Falleció en Matanzas en 1897.
Ya para entonces José Jacinto Milanés había muerto. El 14 de noviembre de 1863 había llegado a su fin aquella vida adolorida que apresó en su poesía, y ese es su aporte imperecedero, la impronta del alma de Cuba.