Lecturas
La señora Carmen Cantón se comunicó con el escribidor. Pese a que no lo conocía personalmente, quería hacerle un regalo. Nada menos que el libro que durante años ella mantuvo en la cabecera de su cama y que repasó en incontables ocasiones. No piense en ninguno de esos grandes títulos de la literatura o el periodismo, ni en un volumen de lujo. En verdad, el libro, impreso en 1947, en La Habana, no puede ser más modesto, aunque debe haberse vendido en su momento como pan caliente. En sus páginas su autor recogió las notas que cada semana publicaba en la revista Carteles, apuntes breves y desembarazados en los que abordó la historia de Cuba. Mejor, su «pequeña» historia, su crónica, contada de manera ligera y suelta, despojada de arquitectura enfática, imbuida por la anécdota.
El libro se titula ¿Lo sabía usted? Su autor, Santiago González Palacios, lo firma con el seudónimo de Don Cándido, el mismo que calzaba su columna en la revista mencionada. La pregunta que le sirve de título, más que la interrogante de un historiador, es la de un reportero, dice Miguel de Marcos en el prólogo del volumen. Treinta años de reportaje calzan sus páginas, pero es el reportero que empezó a sentir la fatiga de lo cotidiano y se ha vuelto hacia el pasado sin la aspiración de ser historiador, sino con el deseo de «proporcionar al lector un rato de distracción y esparcimiento».
¿Lo sabía usted?, pregunta Don Cándido, y a la vuelta de los casi 70 años transcurridos respondemos sin rubor que desconocíamos mucho de lo que cuenta en su libro, del que reproducimos a continuación algunos fragmentos.
Miguel Tacón, en sus tiempos de Capitán General de la Isla de Cuba (1834-38) regaló al Ayuntamiento de La Habana una vajilla de plata, cuyas piezas llevaban grabadas las armas de la ciudad. Su costo, en números redondos, fue de 20 000 pesos oro español.
El valioso obsequio estaba bajo la custodia del alcalde. Al cesar este en el cargo, entregaba la vajilla a su sucesor mediante un inventario riguroso que se llevaba a cabo en ceremonia solemne. El Marqués de Esteban, último alcalde español que rigió los destinos del municipio habanero, imitó, en 1898, el gesto de sus antecesores y la traspasó al alcalde designado por el gobierno interventor norteamericano. A partir de ese momento, nada ha vuelto a saberse del regalo del general Tacón.
Un verdugo célebre fue José María Peraza. Ejerció su macabra función en la villa de Trinidad. Condenado a morir en la horca, en 1767, por haber matado a su mujer a cuchilladas, no podía cumplirse la sentencia, como tampoco la de otro reo, por carecer Trinidad entonces de «ministro ejecutor». Se pidió a Santa Clara el que ejercía en esa ciudad, pero el hombre murió durante el viaje. Así, Peraza, a cambio de salvar la vida, se ofreció para desempeñar el cargo de verdugo e inició un rosario de ejecuciones con su propio compañero.
Llegó a adquirir una destreza inusitada en su profesión. Se dice que no era raro que después de lanzar del tablado al reo, trepara a la horca y se deslizara por la soga hasta quedar a horcajadas en los hombros de los ajusticiados, a los que entonces daba de patadas en el pecho para acelerarles la muerte.
Cierta vez, al realizar la operación se partió la cuerda, y reo y verdugo quedaron confundidos en un tétrico abrazo, lo que permitió al sentenciado salvar la vida.
José María Peraza percibía 125 pesetas por cada ejecución. Se las tiraban sobre el tablado, y el hombre, luego de recogerlas, daba las gracias al público. Parece que nunca utilizó ese dinero para satisfacer sus necesidades, sino que lo repartía como limosna entre los pobres y ordenaba misas por el alma de sus «clientes».
Tras 20 años en el cargo, Peraza dejó de ser verdugo. Lo nombraron mataperros municipal, labor que realizaba con gran destreza, evitando sufrimientos inútiles a los animalitos. Envejeció y en sus años finales vivió de la caridad pública. No pocas mujeres llevaban sus limosnas hasta la choza de Peraza, pero ya próximas a la cesta que el sujeto tenía dispuesta para recibir las dádivas, se volvían de espaldas para no ver la cara del antiguo verdugo. Peraza murió a los 103 años de edad, en 1847. Había nacido en 1744.
Los primeros venados que llegaron a Cuba descendían de una raza de ciervos salvajes de Australia. Los trajo el ricachón oriental don Nicanor del Castillo al regreso de unos de los viajes de recreo y observación que solía realizar.
En 1712, año cuando hizo su última excursión, Castillo trajo consigo cuatro parejas de venados y dos de águilas, y los confinó en su finca Jesús María, en las afueras de la ciudad de Santiago de Cuba. Los venados procrearon por cinco años, mientras que dos de las águilas murieron al poco tiempo a pesar de la buena alimentación que recibían, pues les suministraban pollos varias veces al día. Las dos águilas restantes no se resignaron al cautiverio y murieron también meses más tarde. A su fallecimiento, don Nicanor dejó en su testamento el mandato de que los venados fueran liberados en los bosques, lo que sus herederos cumplieron al pie de la letra.
En medio de tantas conspiraciones misteriosas y más o menos siniestras reportadas en Cuba, sobresale la llamada «Conspiración de la Corbata», descubierta y «aplastada» en 1843 por Ramón María de Labra, gobernador de Cienfuegos, sin que para conseguirlo tuviera que utilizar otros recursos que su habilidad, su mano izquierda y su palabra.
Sucede que en dicha fecha un violento huracán causó estragos sin cuento en esa localidad del sur de la región central de la Isla. Pasado el meteoro, comenzó a extenderse entre la población el rumor de que los esclavos tramaban un plan para aniquilar a todos los blancos. Una corbata negra iría señalando las viviendas de las personas que iban a morir.
No tardó el Gobernador en advertir que cada vez que en una casa aparecía la fatídica señal, desaparecía la cría de pollos, y en la morada de Adelina Petit, francesa residente en la zona, los conspiradores, luego de apropiarse de todas las gallinas, dejaran la corbata negra en el pescuezo de un gallo viejo, única ave que quedó en el gallinero.
Sin revelar sus propósitos, Labra comenzó a investigar. Localizó la tienda que expendía las dichosas corbatas y, puesto de acuerdo con uno de los empleados del establecimiento, obtuvo la relación de los clientes que habían adquirido dicho artículo. Los llamó entonces uno a uno a su despacho y les habló con cariño paternal. No demoró en conocer toda la verdad. No existía tal conspiración; nada tramaban los esclavos ni eran los culpables de delito alguno. Se trataba simplemente de un grupo de jóvenes blancos, sin trabajo ni dinero, ansiosos de zamparse de vez en cuando y sin costo alguno un suculento arroz con pollo. Ellos aportaban la carne, y el grano corría a cuenta de un tal Juan, conocido por El Criollo, cocinero del señor Caseaux, un vecino de la villa, que tenía fama por su trabajo en los fogones. Amonestó el Gobernador a aquellos muchachos y les recomendó que siguieran un buen camino.
Se dice que en 1807 don Vicente Segura, español acaudalado, mandó a construir, en la habanera barriada de Chávez, una casa para vivirla. Terminada la obra, encargó al artista Casimiro Recio que decorase tanto el interior como el exterior de la morada con pinturas de temas históricos.
Gran escándalo provocaron las imágenes. Hubo denuncias y el Capitán General dispuso que las obras fuesen examinadas por el retratista y pintor Juan de los Ríos. Rindió este un dictamen desfavorable y de inmediato se ordenó a Segura que borrase las pinturas.
La casa estaba situada en la calle San Juan, hoy Tenerife. Hacía esquina con otra a la que a partir de ese momento la gente dio el nombre de Figuras.
Y ya que hablamos acerca de nombres de calles de La Habana de ayer, digamos enseguida que Indio se llamó primero Peña Blanca del Indio, y que Peña Pobre, en 1867, era conocida por Cayo. Industria, en el tramo de San José a Dragones, se nombró también del Diorama, por el teatro que allí existía en 1827. Picota es Picota por el palo que, en la esquina de Jesús María, se utilizaba para amarrar a los condenados a penas de azotes. La calzada de San Lázaro se llamó Avenida de la República y, antes, Ancha del Norte, pero nadie les llamó de esa forma. Revillagigedo fue antes Real de Jesús María, y Luz recibió el nombre de Correo porque en ella existió la primera estafeta en la residencia de don Antonio de la Luz y Docabo, Correo Mayor de la Isla.
Empedrado fue una calle de chinas pelonas hasta mediados del siglo XVIII, cuando, como vía de ensayo, se pavimentó con adoquines en el tramo comprendido entre la Catedral y el parque de San Juan de Dios. Fue la primera calle de adoquines que existió en La Habana y, gracias a ese adoquinado, recibió el nombre que todavía conserva.