Lecturas
Hubo un tiempo en Cuba en que las prostitutas francesas eran las preferidas. Más elegantes y perfumadas, menos vulgares, se alzaban como maestras en prácticas como la del sexo oral entonces todavía desconocidas entre los amantes cubanos. Las había austriacas, italianas, canadienses, belgas, alemanas… pero todas eran francesas para los del patio. Una de ellas, la pequeña Berta, fue el detonante de la guerra que en la barriada habanera de San Isidro sostuvieron proxenetas franceses y cubanos. En aquella contienda —la llamada guerra de las portañuelas— encontraron la muerte Louis Lotot y Alberto Yarini, el rey de los chulos cubanos.
Los ideales de «Libertad. Igualdad y Fraternidad» proclamados por la Revolución Francesa, mueven desde temprano el movimiento revolucionario y anticolonialista de la Isla. Numeroso es el grupo de independentistas cubanos que encuentra refugio en Francia, y lo mismo sucederá bajo la dictadura machadista. El primer condenado a muerte por el delito de infidencia fue un enviado por José Bonaparte a subvertir el orden en la colonia.
Ya para entonces, y hasta bien entrada la primera mitad del siglo XX, París, y no Nueva York, será la meca de la aristocracia y la burguesía cubanas. Una noche, en las Tullerías, Napoleón III se arrojará, muerto de amor, a los pies de la cubana Serafina Montalvo, III condesa de Fernandina, con fama de ser una de las cubanas más bellas de su tiempo. Marta Abreu y Luis Estévez y Romero mueren en París. La mansión de Rosalía Abreu se convierte, por decisión de su propietaria, en La Casa Cuba, albergue de estudiantes cubanos que cursan estudios en La Sorbona. Tienen también casa en París Catalina Lasa y su esposo Juan Pedro Baró. El poeta Saint John-Perse, premio Nobel de Literatura, sostendrá, más acá en el tiempo, relaciones amorosas con una distinguida joven cubana, Lilita Sánchez Abreu, a la que dedicará su poema A la extranjera.
En la residencia parisina de la cubana María de las Mercedes Santa Cruz y Montalvo, condesa de Merlin, que fue amante, se dice, del príncipe Jerónimo Bonaparte, alternan Víctor Hugo, Lamartine y Musset. París es el escenario de los grandes éxitos iniciales de Claudio José Brindis de Salas, el Paganini negro, como se le llamó, y allí otro cubano, José White, autor de La bella cubana, llegaría a sustituir a Jean Delphine Alard en su cátedra del Conservatorio de París. La pintura moderna comienza en Cuba luego de la estancia parisina de Víctor Manuel, y Alejo Carpentier escribirá en francés relatos surrealistas hasta que siente la necesidad imperiosa de expresar lo americano en su obra.
Vagabundos del alba serán en París el pintor Carlos Enríquez y el poeta Félix Pita Rodríguez antes de que lo fuera toda una legión de escritores y artistas cubanos que se deslumbran con Sartre y sus páginas sobre el compromiso intelectual, siguen con simpatía la guerra de liberación argelina y se entusiasman con el cine de la Nueva Ola.
Espejo de paciencia, escrito en 1608 —es el monumento más antiguo de las letras cubanas que ha llegado hasta nosotros— tiene a un francés como uno de sus protagonistas. Se trata de un personaje real, el corsario Gilberto Girón.
Los hechos que canta el poema épico-histórico Espejo de paciencia sucedieron realmente en 1604. El secuestro de fray Juan de las Cabezas Altamirano, obispo de Cuba, por el corsario francés Gilberto Girón cerca de las costas de Manzanillo. El Obispo logra ser liberado mediante el pago de un cuantioso rescate —dinero, carne, tocino y cueros. Entonces un grupo de 24 criollos y españoles decide lavar la afrenta y lo consigue. Se enfrenta a las fuerzas del francés y el negro esclavo Salvador Golomón da muerte al corsario, por lo que se le otorga la libertad. Ya para entonces, en 1555, otro corsario francés, Jacques de Sores, se había apoderado de La Habana y la destruyó antes de abandonarla.
A fines del siglo XVIII aparecía en Cuba la contradanza como consecuencia de la influencia francesa en las cortes españolas y la llegada de los primeros colonos franceses de Haití y Luisiana. En 1794, El Papel Periódico de La Habana, una de nuestras primeras publicaciones periódicas, reseña un baile oficial que comienza con un minué y prosigue con la contradanza. Años más tarde, en 1809, un artículo publicado en El Aviso de La Habana arremete contra los bailes de origen francés. De la contradanza dice que es «una invención indecente que la diabólica Francia nos introdujo». Un baile, prosigue, que es, en su esencia, diametralmente contrario al cristianismo, «hecho a base de gestos lascivos y una rufiandad imprudente… que provocan, por la fatiga y la calor que padece el cuerpo, la concupiscencia». Ya para esta fecha —inicios del siglo XIX— nacía la contradanza criolla. En esta se encuentran, dicen especialistas, las células iniciales de la habanera, el danzón, la guajira, la clave, la criolla y de otras modalidades de la canción cubana. El vals y la contradanza traídos por los inmigrantes franceses tuvieron pronto carta de ciudadanía entre nosotros.
Es París, en las décadas iniciales del siglo XX, uno de los primeros escenarios internacionales de la música cubana. Francia, que tradicionalmente había ignorado a América, empieza entonces a interesarse por las cosas de este continente y es la música cubana, con Moisés Simons y Eliseo Grenet por medio, la que abrió esa puerta. Son los días de El manisero y de Mamá Inés, una música, dice Carpentier, testigo de aquella explosión, que olía a batey de ingenio, a patio de solar, a puesto de chinos, a pirulí premiado… y que no era más que el son y la conga que irrumpían en teatros y cabarés. En su momento, Los Zafiros originales arrebatarían en el teatro Olimpia, de París, y Edith Piaf conquistaría nuevos incondicionales en sus noches del cabaré Sans Souci. Todavía en 1977 el Teatro de los Campos Elíseos, de París, sirvió de pista de despegue al cubano Jorge Luis Prats.
Francia disputa aún a Cuba la nacionalidad del eminente urólogo Joaquín Albarrán, que legó a su natal Sagua la Grande, ciudad de la región central de la Isla, su toga y su birrete de profesor de La Sorbona. Medalla de Oro en la Exposición Internacional de París obtuvo, en 1887, el proyecto que el ingeniero Francisco de Albear realizó para el acueducto de La Habana, una de las siete maravillas de la ingeniería civil cubana. Obras sociales y económicas importantes en la vida cubana, como el túnel de La Habana y el túnel de Quinta Avenida, fueron ejecutadas por empresas francesas.
Lezama Lima, que conoció como pocos la cultura francesa, no estuvo nunca en Francia. El modernista Julián del Casal, seguidor de Baudelaire y Verlaine, invierte en un ansiado viaje a París la exigua fortuna que le lega su padre. Cruza el Atlántico, pero no pasa de España. Ha soñado tanto con la capital francesa que teme que la realidad lo desilusione, que su ensueño se desvanezca. Sin haber visto nunca un original de Moreau, Casal puede llevar al verso, en Mi museo ideal, diez cuadros del francés; una de las mejores colecciones de sonetos que existe en las letras cubanas. José Martí, en cambio, llegará a París al final de su primer destierro, en España, y conocerá a Víctor Hugo. Acababa el francés de publicar Mes fils, y la obra es la sensación literaria del momento. Martí se hace de su ejemplar y en su retorno a América, en la soledad silenciosa del Atlántico, lo tonifican, junto al aire de mar, aquellas reflexiones de Hugo sobre la tristeza del proscrito y el placer del sacrificio. En el siglo pasado Mariano Brull hará una traducción excelente de Cementerio marino y La joven parca, de Paul Valery. Cintio Vitier pone en español las Iluminaciones, de Rimbau. Y Lezama Lima asume la versión española de Lluvias, de Saint-John Perse. Hubo siempre, desde el siglo XIX, poetas nacidos en Cuba que adoptaron como propio el idioma de Francia y, en lugar de escribir en español, aspiraron a incorporar su nombre a las letras francesas. Uno de ellos, Armand Godoy, es el autor de la traducción fiel y armoniosa de poemas de José Martí que dio a conocer en 1937. Una labor meritoria en la enseñanza del francés acomete desde hace muchos años la Alianza Francesa, en tanto que la Unión Francesa, fundada en 1925, se esfuerza por agrupar a franceses residentes o de paso por Cuba.
La cocina francesa es uno de los afluentes de la cubana. Restaurantes como Le Vendome, Normandie, Mes Amis, La Torre y, sobre todo, El Palacio de Cristal, mantuvieron en La Habana, ya en el siglo XX, las glorias de la cocina francesa. Pese a que los cocineros extranjeros eran excepción en las casas cubanas, el millonario Oscar Cintas tuvo un chef francés en su residencia habanera para que atendiera su mesa en los tres o cuatro días que cada año pasaba en Cuba. También lo tuvo Agustín Batista González de Mendoza. En 1949, el dueño de The Trust Company of Cuba, considerada una de las 500 entidades bancarias más importantes del mundo, trajo de Francia a Sylvain Brouté, que había trabajado para celebridades como los Rothschild, la Princesa de la Tour D’ Auvergue, el Conde de Vianne y Jacques Guerlain. Con el tiempo, Brouté rescindió su contrato con el matrimonio Batista-Falla Bonet y abrió su propio negocio, Sylvain Patisserie, repostería y buffet de comida fina francesa, en la esquina de Línea y 8, en el Vedado, que, ya muerto su fundador, daría origen a una exitosa cadena de establecimientos de pan y dulces. Un plato emblemático de la cocina cubana, la langosta al café, nació en París, y no pocos platos franceses se cubanizaron en La Habana al incorporárseles nuestras especias. Así, la langosta termidor cubanizada se sazona con ajo, ají guaguao, tomillo y mostaza, que le dan sabor y olor diferentes.
Napoleón tiene su palacio en La Habana. Es, en su tipo, el más importante museo que existe fuera de Francia. Nunca estuvo el Emperador en Cuba; llegó, sí, su mascarilla. La trajo Antommarchi, su médico durante el cautiverio de Santa Elena, que vivió y murió en Santiago de Cuba y fue inhumado en el cementerio de Santa Ifigenia, de esa ciudad.
Nos visitó asimismo el Duque de Orleans, futuro rey de Francia con el nombre de Luis Felipe I. Llegó en compañía de sus hermanos, el Duque de Montpensier y el Conde Beaujolais. La visita de los príncipes de Orleans fue un acontecimiento social. La Condesa de Jibacoa puso su casa a disposición de los franceses, pagó sus gastos y dio a Luis Felipe, a su salida de Cuba, una bolsa con mil onzas de oro.
Muy generoso fue asimismo don Martín Aróstegui y Herrera, que suministró a los príncipes en calidad de préstamo una bonita suma de dinero cuya devolución se negó a aceptar. Se dice que Luis Felipe se dirigía a él como «mi amigo Martín» y que le envió de regalo el retrato de su madre dibujado por David, cuando en 1838 el Príncipe de Joiunville, su hijo, visitó La Habana con dicha encomienda.
Vivió en La Habana María Antonieta de Francia. El imaginario popular situó su arribo a fines de la década de 1920. Vestida de blanco, deambula sin cabeza por el Salón de los Pasos Perdidos del Capitolio de La Habana. Nadie ha conseguido hablarle. Es extremadamente asustadiza y huye ante los extraños.