Lecturas
Muchos de nuestros lectores ignorarán seguramente que en Cuba se realizó una ejecución de pena capital, donde el reo quedó con vida y muerto el verdugo.
Fue un caso muy curioso que ocurrió en la ciudad de San Juan de los Remedios, el 29 de enero del año 1863.
A las seis de la mañana de ese día subió al garrote el moreno Nicasio Flores, que iba a pagar con su vida el asesinato que meses antes había cometido. Colocado el reo en la silla trágica, el verdugo Victoriano Infante dio una vuelta completa al tornillo del aparato y se retorció el reo, sin morir, en espantosas convulsiones. Dos vueltas más dadas al tornillo de la máquina patibularia solo lograron llenar de horror a cuantos presenciaban la ejecución, quienes a grandes voces pidieron el perdón para el reo. Viéndose que este permanecía con vida, y en vista de que el verdugo espantado por lo que ocurría, había caído desplomado y sin conocimiento, se ordenó suspender la ejecución y se trasladó al verdugo, inconsciente, para la enfermería de la cárcel, donde falleció horas después.
El reo, protagonista de este emocionante suceso, fue indultado al siguiente día.
Si oye hablar de arcos de triunfo en La Habana, dé la afirmación por cierta. Los hubo desde la Colonia hasta 1952, cuando, en ocasión del cincuentenario de la instauración de la República, se erigió uno en el Paseo del Prado, entre el Parque Central y el hotel Telégrafo.
Ese es el último del que se tiene testimonio gráfico. Del otro lado del Parque Central, en la pequeña plazoleta situada entre la Manzana de Gómez y lo que sería después el Centro Asturiano (actual Museo Nacional) hubo otro en 1909, dedicado a José Miguel Gómez, quien accedía a la presidencia del país, con lo que se recuperaba la soberanía de la nación.
Para saludar la llegada al poder de Estrada Palma, nuestro primer presidente, hubo sendos arcos de triunfo en el Barrio Chino y en la calle O’Reilly, frente a la estación de trenes de Villanueva, y en otros lugares de la ciudad que ya no son posibles de identificar en las fotos. Con uno de estos se rindió homenaje al dictador Gerardo Machado en Cienfuegos, cuando acudió a esa ciudad, y se le execró con otro tras su caída. Otros se le dedicaron en Santa Clara, su ciudad natal. Entre los que se recuerdan, resultan muy curiosos los que se emplazaron en la Carretera Central. Entre esos, uno, en el límite entre La Habana y Matanzas, para desear buen viaje a los que transitaban la vía. Hubo también otro consagrado al sanguinario Valeriano Weyler, en Monte y Águila…
Los arcos de triunfo son un invento griego que los romanos expandieron por el mundo. Cayeron en desuso en la Edad Media y Napoleón los retomó bajo su reinado. Se erigían para saludar a una persona o celebrar determinados acontecimientos y tenían un carácter efímero. La primera constancia gráfica que se tiene de uno en la Isla data de 1878, en Santiago de Cuba. Se dedicó al capitán general Arsenio Martínez Campos, que había conseguido la paz del Zanjón.
Los entierros en La Habana, a mediados del siglo XIX, llamaban la atención por el aparato ostentoso con que se tendían los cadáveres en la casa mortuoria.
Era generalmente en la sala, cuyas ventanas se abrían de par en par, para dar a la exposición toda la publicidad posible. Se levantaba un catafalco suntuoso, compuesto de dos paralelepípedos, de mayor a menor, en cuya cara superior, que en ocasiones llegaba casi al techo, se colocaba el féretro. Seis y hasta 12 grandes blandones, con velas de cera y otros tantos candeleros con velas menores, se colocaban alrededor del túmulo, sobre el pavimento cubierto con alfombras de color blanco y negro. Las velas estaban encendidas hasta que salía el entierro. En los más lujosos se encerraba el féretro en una urna de cristal y se tapizaban las paredes con cortinas negras. La conducción del cadáver al cementerio de Espada, se hacía en coches mortuorios, tirados por seis y hasta ocho parejas de caballos, enmantados y con vistosos penachos amarillos y negros. Acompañaban al carro de seis a 24 sirvientes blancos, vestidos con libreas de color negro, los que cargaban el féretro para colocarlo y bajarlo a la fosa. Estos acompañantes, reemplazaron a los antiguos zacatecas, que eran unos negros vestidos con descomunales casacas de librea de color rojo, calzón corto, zapatos bajos con hebillas y sombreros «al tres», es decir, de tres picos.
El luto no se ceñía solo a los vestidos. Las ventanas que daban a la calle permanecían cerradas durante seis meses consecutivos y los cuadros, los floreros y demás objetos de adorno del estrado principal eran forrados con lienzos de color blanco.
En el vestido de luto riguroso no podían los hombres usar chaleco de seda ni casaca de paño. Toda la ropa era de alepín u otro género de seda o lana, pero sin brillo, lo que hacía necesario el triste recurso de preparar el luto cuando el enfermo aún vivía. Las mujeres no podían usar encajes, ni ningún adorno de oro o piedras. En los medios lutos, entraba el color morado, a más del blanco.
El luto de padre duraba dos años; el de hermano uno y el de viudez toda la vida.
En las últimas décadas del siglo XIX, La Habana no podía enorgullecerse de un hotel de primera clase, al estilo norteamericano.
El primero de ese tipo fue el hotel Santa Isabel. Su empresario fue el coronel Lay, norteamericano. Lo estableció en un edificio situado al lado de El Templete, en la Plaza de Armas, y poco después conseguía lo que fue el palacio del Conde de Santovenia.
El hotel Santa Isabel se conceptuó como el mejor de la ciudad. Habitaciones grandes y aireadas. Servicio de comidas. Con la ventaja de que allí las señoras que se alojaban eran atendidas por personas de su sexo; esto es, servicio de camareras, algo desconocido todavía en Cuba. Se hablaba inglés.
Ya en aquel momento los hoteles principales y muchas casas de huéspedes disponían de lo que se llamaba «el lujo del baño». En los hoteles y casas de alquiler de inferior categoría se daba información a los huéspedes sobre los establecimientos públicos donde podrían bañarse al precio de unos 30 centavos.
Las camas de los hoteles, incluso los de primera clase, eran duras y en pocas instalaciones se disponía de colchones. Eran por lo general un simple bastidor de tela cubierto por una sábana de hilo. Las almohadas eran de algodón en rama o fibras de miraguano. Se decía que esos bastidores se inspiraban en nuestro clima por ser mucho más frescos que los colchones de muelles que se usaban ya en Estados Unidos.
Los mejores hoteles tenían tarifas que oscilaban entre los tres y los cinco pesos al día, con comida, con vino o sin este. En algunos el vino (catalán y del país) estaba incluido en el precio del servicio. Los hoteles de inferior categoría cobraban dos pesos/día.
Había casas de huéspedes, confortables y con precios moderados: De 35 a 50 pesos al mes por habitación con dos comidas al día. Se alquilaban además habitaciones amuebladas en casas de familia por un precio de 30 pesos mensuales, que incluía el desayuno.
En lo que hoy es el parque América Arias —frente al Memorial Granma— estuvo instalada la estación del ferrocarril urbano, cuyos trenes transportaban pasajeros hasta el Vedado. Donde después se construyó el hotel Sevilla, hubo un almacén de madera. Tres de esos establecimientos se asentaban sobre el Paseo del Prado y por esa misma calle sacaban su mercancía en carretas tiradas por bueyes.
En esa época el Necrocomio de La Habana —lo que hoy sería el Instituto de Medicina Legal— se hallaba en la esquina de Zulueta y Cárcel y por ahí se entraba también a los fosos municipales.
En el Necrocomio, durante la Guerra de Independencia, se velaron los restos del coronel mambí Néstor Aranguren, y en 1906 los del general Quintín Banderas, muerto durante la llamada Guerrita de agosto que encabezaron los liberales contra el presidente Tomás Estrada Palma.
En esa época los trajes para caballeros, de alpaca negra y azul, se vendían en 16,80 pesos oro español, y los de dril blanco en 8,50 pesos oro, mientras que un restaurante del Paseo del Prado ofrecía un menú compuesto por consomé, huevos a la turca, filete de pargo gratinado, riñones furbilete, frutas varias, pan y café, por 80 centavos.
En esa fecha no existía aún la moneda cubana y circulaban en el país las monedas norteamericana, española y francesa. Un centén español equivalía a 5,63 pesos plata, en tanto que el luis francés a 4,51, más o menos, pues había que estar al tanto del cambio del día, que se publicaba en los periódicos.
Reporta la Guía de forasteros de 1821 que durante el año anterior entraron a los mercados habaneros 10 132 bestias de carga con frutas, viandas y verduras. También más de mil caballos con carbón de madera y otros 1 162 con cañas para las pulperías. Casi 500 caballos movieron dos barriles de aguardiente cada uno; 285, ocho botijas de leche, cada uno de 120 caballos transportó dos jabucos de huevos y 326 dos bandas de carne de res…
Reporta el Cuadro estadístico de 1829 que dos años antes entraron al puerto habanero 1 053 buques. De estos, solo 57 eran españoles. Arribaron 785 barcos estadounidenses. Setenta y uno británicos, 48 franceses, 24 holandeses, 21 daneses y 14 alemanes, entre otros de banderas diversas. Entraron asimismo dos barcos rusos.
También en 1827, el Censo enumeró 1 560 volantas y 352 quitrines en el perímetro amurallado de La Habana, y 624 y 115 de esos vehículos respectivamente fuera de las murallas. De esa cifra, dice Pérez de la Riva, se desprende que había un carruaje por cada 24 habaneros blancos. Veinte años después, con 2 830 coches registrados, la proporción era de un vehículo por 20 habitantes.
En 1899 funcionaban en La Habana 1 400 casas de tolerancia, de las cuales solo 462 se encontraban registradas.