Lecturas
«Mi corazón usted se lo sabe de memoria, como no tiene más que verse el suyo», escribió José Martí a Juan Gualberto Gómez. El gran amigo, el «hermano mulato» del Apóstol, es uno de los grandes periodistas cubanos de todos los tiempos. Libros, publicó pocos, y aunque parte de su producción periodística se compiló en textos como Preparando la Revolución (1937) y Por Cuba Libre, editado por primera vez en 1954, casi toda su obra permanece dispersa en los diarios y revistas para los que trabajó y colaboró. Y escribió mucho, tanto que parece que apenas dejó transcurrir un día sin llenar una cuartilla en blanco. Hay una anécdota que retrata entero a Juan Gualberto. Está preso en el Castillo del Morro por su bregar independentista, sufre privaciones sin cuento y escribe a un amigo para que le mande con urgencia diez centavos para comprar papel, pues no tiene una sola hoja para el artículo del día siguiente.
G. K. Chesterton, el escritor inglés de El hombre que fue jueves y Los cuentos del padre Brown, afirmó una vez que el periodismo es la profesión de los que se quedaron sin profesión. Juan Gualberto pudo haber hecho suyas esas palabras. Hijo de esclavos, nació libre porque su padre, por 25 pesos, compró el vientre grávido de la madre. Recibió una excelente educación primaria en Nuestra Señora de los Desamparados, la escuela de Antonio Medina, a quien el propio Juan Gualberto llamó «el Luz Caballero de los negros», y tenía 15 años de edad cuando sus progenitores lo enviaron a París. Al despedirlo en el puerto de La Habana, su padre le dijo: «Hijo, quiero y a Dios ruego que cuando regreses seas un buen carruajero». Porque el adolescente de mente privilegiada iba a Francia a eso, a formarse como carpintero de coches en la fábrica de Monsieur Binder. Pero Binder vio como nadie la inteligencia de su pupilo y recomendó a sus padres que procurasen darle estudios académicos. Lo matricularon entonces en la escuela preparatoria de ingenieros.
En definitiva, no sería carruajero ni ingeniero. En 1875 sus padres lo conminaron a regresar a Cuba, pues se les hacía imposible seguir costeando su estancia en París. Pero Juan Gualberto no regresó. Se aseguró su sustento al hacerse periodista. Sería el flamante corresponsal en la capital francesa de diarios suizos y belgas. Escribió reportajes y comentarios de actualidad. El «bichito» del periodismo lo ganaría para siempre. Con el tiempo, en Cuba, tendría sus periódicos —La Fraternidad, La Igualdad y La República Cubana…— y colaborará donde quiera que encuentre espacio para hacerlo.
Como polemista fue, sencillamente, brillante. Agudo cronista parlamentario, sería sin duda en el artículo de fondo donde mostraría sus condiciones de gran periodista. Poseía un estilo suelto y claro y un poder de síntesis extraordinario, que le permitía decir todo lo que quería sin extenderse innecesariamente. Quienes lo acompañaron en sus empresas periodísticas, hablaron acerca de un director que sabía exigir y enseñar a sus subordinados. No era raro que estos, en ocasiones, le tiraran de la lengua para que Juan Gualberto convirtiera en cátedra el local de la redacción.
Sobresalió también como orador, pero como solía improvisar en la tribuna, pocos de sus discursos pasaron a la posteridad. Era, dicen los que lo escucharon, un verbo motor. «Se confiaba, como si se tratase de una conversación, al ordenamiento mental de su pensamiento, y, muchas veces, era en la propia tribuna cuando acababa de ordenar sus ideas. Sin embargo, sus discursos producían siempre la sensación de algo madurado».
Ya en sus últimos días era colaborador habitual de Bohemia, sita entonces en la calle Trocadero. Y hasta allí iba Juan Gualberto, ya muy anciano, a entregar y cobrar sus colaboraciones. La revista, que atravesaba entonces una de sus peores etapas —acorde con la situación económica del país— no contaba a veces con dinero en caja para retribuirle sus honorarios. Y entonces Miguel Ángel Quevedo, su director, salía y pedía el dinero prestado al bodeguero de la esquina porque no podía permitir que Juan Gualberto, que vivía en Mantilla y venía hasta Bohemia en transporte público, regresara a su casa sin los diez pesos que le pagaba.
Porque Juan Gualberto, que fue representante a la Cámara y senador, como militó siempre en la oposición, vivió con gran austeridad y murió en la pobreza. Su casa de Mantilla, en donde aún radican sus deudos, no puede ser más modesta.
Muchas veces intentaron comprarlo, pero el insigne patriota jamás se vendió. El general Leonardo Wood, interventor norteamericano en la Isla, le ofreció, para acallarlo, la dirección del Archivo Nacional, puesto jugosamente remunerado. También quiso silenciarlo el dictador Gerardo Machado, a quien Juan Gualberto fustigaba, día a día, por sus desmanes, desde las páginas de su periódico Patria, al decidir otorgarle la Orden Carlos Manuel de Céspedes en el grado de Gran Cruz, la más alta condecoración que confería la República.
Fue la apoteosis de Juan Gualberto, pues Cuba entera acogió la idea de rendirle el homenaje condigno que se llevó a cabo en el Teatro Nacional, el 10 de mayo de 1929. Machado en persona estaba allí para condecorarlo.
¿Claudicaba el viejo patricio? Lejos de hacerlo, aprovechó la ocasión para reafirmar sus principios y cara a cara dijo al dictador que aceptaba la Orden de sus manos porque los honores no se pedían ni se rechazaban, y que nadie se llamara a engaño por eso, porque «Juan Gualberto con Gran Cruz es el mismo Juan Gualberto sin Gran Cruz».
El ofrecimiento de Wood, por supuesto, lo rechazó. Días después viajó a Santiago de Cuba. Allí, el general Castillo Duany y el teniente coronel Lino Dou, dos combatientes por la independencia, se interesaron por el asunto.
—Cuéntenos, Maestro. ¿Está usted tan bien económicamente que no necesitó el puesto en el Archivo? ¿Por qué lo rehusó?
Y respondió Juan Gualberto, cubanísimo:
—Porque yo, «vate» no me dejo archivar.
En 1879, el 17 de septiembre, almorzaba Juan Gualberto con Martí en su casa de la calle Amistad. Llegó la policía y arrestó a Martí, que saldría desterrado a la semana siguiente. Continuó Juan Gualberto en sus faenas conspirativas. Caería preso; en marzo de 1880 se le condenaría a pena de destierro y lo enviarían prisionero a España. Hasta 1882 permaneció encerrado en los calabozos de Ceuta. Cuando se le permitió pasar a la Península, hizo campaña abolicionista en Madrid y acometió una extraordinaria labor periodística. No pudo regresar a La Habana hasta 1890, cuando más fuerte fue la campaña a favor de la autonomía. En el artículo titulado «Nuestros propósitos», aparecido en la edición inaugural de su periódico La Fraternidad, sentó la línea editorial de la publicación. Era un diario que estaba a favor de la superación de la raza negra y defendía la emancipación de la Isla. Con esto aseguraba y ponía el dedo en la llaga. ¿Podía discutirse públicamente en La Habana el tema del separatismo? Algunos pensaban que era posible siempre que el asunto quedara en el campo de las ideas y no se llamara a la rebelión. Subió Juan Gualberto la parada en el artículo subsiguiente. La hora de la separación entre Cuba y España había llegado, escribió en la página titulada «¿Por qué somos separatistas?».
Era demasiado. Los colonialistas más recalcitrantes secuestraron la edición del periódico y encerraron a Juan Gualberto en el Morro, donde estuvo preso durante ocho meses. Se le impuso al cabo una leve sanción. Aun así, era una sentencia que confirmaba el criterio de que no incurría en delito quien propagara las ideas separatistas siempre que no incitara a la rebelión, sentencia que ratificó el Tribunal Supremo de Madrid.
En 1892 constituyó en La Habana el Directorio de Sociedades de Color que, escribió Lino Dou, fue «la más acabada organización social hecha por un hombre, sin medios económicos y sin ninguna protección de los poderosos» para «interesar al negro en la revolución para la independencia que él sabía que se avecinaba». Porque para entonces ya preparaba Martí la guerra necesaria, y Juan Gualberto era su agente secreto en la Isla. A él dirigiría la orden de alzamiento para el inicio de las hostilidades. En la localidad matancera de Ibarra se alzó Juan Gualberto, con otros 400 patriotas, el 24 de febrero de 1895. La maniobra fracasó; su jefe, Antonio López Coloma, fue capturado y fusilado a la postre, y Juan Gualberto y otros cabecillas de la asonada se entregaron al enemigo.
Lo condenaron de nuevo. Llegó a España y en Santander lo apedrearon en la calle cuando marchaba en cuerda de presos. Tras un largo peregrinar por prisiones españolas, lo sepultaron en el castillo del Hacho, de donde, tras dos años de encierro, lograron sus amigos que se le trasladara a la prisión de Valencia. El 1ro. de enero de 1898 se posesionó en La Habana el Gobierno autonómico y el capitán general Ramón Blanco y Erenas, gobernador de la Isla, dispuso el indulto de todos los presos políticos. Salió Juan Gualberto de España en septiembre, pasó por Francia y llegó a EE UU. En Nueva York, Tomás Estrada Palma, delegado del Partido Revolucionario Cubano, le comunicó que había sido elegido representante a la Asamblea de Santa Cruz del Sur, más tarde Asamblea del Cerro, que funcionó entre octubre de 1898 y abril del 1899. Debía la Asamblea resolver el problema del tránsito de la guerra a la paz y las relaciones con el Gobierno interventor norteamericano. Juan Gualberto exigió en ese cónclave la plena determinación de los cubanos, sin supeditaciones al poder extranjero. Al gobernador Leonardo Wood le desagradaban la actitud inconmovible y la lengua dura del patriota.
En 1900 lo eligieron delegado a la Asamblea que elaboraría la Constitución de 1901. Washington impuso la Enmienda Platt a los delegados. Se opuso a la Enmienda Juan Gualberto. Dijo que aceptarla equivalía «a entregarles la llave de nuestra casa para que puedan entrar en ella a todas horas, cuando les venga el deseo, de día o de noche, con propósitos buenos o malos». Su actitud en la Asamblea hizo que Wood lo definiera como «un negrito de hedionda reputación, tanto en lo moral como en lo político».
Se instauró la República. Se opuso a Estrada Palma; lo consideraba representante de los mismos intereses que impuso la Enmienda Platt. Fue contrario a la reelección del mandatario, hecho que provocaría que el Partido Liberal se alzara en armas en la llamada Guerrita de Agosto y, en definitiva, la segunda intervención norteamericana. Guardó prisión, junto con otros jefes liberales, en el Castillo del Príncipe. Se opuso a José Miguel a pesar de que su partido, el Liberal, estaba en el poder. Desde las columnas del periódico La Lucha atacó a su Gobierno. Se opondría también a Menocal cuando dio la brava de 1917 y originó la llamada revolución de La Chambelona. Se opuso asimismo a Zayas y a Machado.
Había nacido en el ingenio Vellocino, en Sabanilla del Encomendador, provincia de Matanzas, el 12 de julio de 1854, pronto hará 160 años. Murió en Mantilla, el 5 de marzo de 1933, sin poder ver el derrumbe de la tiranía machadista, a la que tanto combatió. Sus últimas palabras fueron: «Martí… Cuba».
Su tumba, en la Avenida Fray Jacinto y calle 8, en la necrópolis de Colón, y en la que reposan asimismo los restos de sus padres y de la esposa, lleva un sencillo epitafio: «Siempre juntos», y sobre este la frase se lee: «Clausurada», lo que indica que nadie más puede ser enterrado en esa bóveda.