Lecturas
Lo cuenta el mismo Manuel Márquez Sterling en su libro Los últimos días del presidente Madero. Desde las páginas del periódico El Mundo, el periodista rasguñaba la política del presidente Tomás Estrada Palma, y el mandatario lo fue alejando poco a poco de Palacio. Habían tenido una relación cercana desde que, en el periódico mencionado, el 20 de mayo de 1902, fecha de la instauración de la República, Márquez Sterling publicara su versión del largo diálogo que sostuviera con el entonces recién estrenado presidente y que dio inicio a la entrevista moderna en Cuba. A partir de ahí, en no pocas ocasiones, don Tomás se había valido de él para transmitir al país, en declaraciones de suma trascendencia, sus planes y anhelos, zozobras y resquemores. Dejó de hacerlo cuando las críticas de Márquez Sterling a su gestión empezaron a molestarlo. Pero lo llama de nuevo. Corre como la pólvora el rumor de que el Presidente se prepara para un segundo mandato y la Isla se conmociona. Rechazan los cubanos la reelección de don Tomás y, de persistir este en su determinación, los liberales, encabezados por el general José Miguel Gómez, su caudillo natural, amenazan con alzarse en armas. La guerra civil está entonces a las puertas de la nación y, con el conflicto bélico, la posibilidad real de una segunda intervención militar norteamericana.
Sobre eso quiere el mandatario hablar con el periodista. «Tomándome de nuevo por bocina pretende entenderse a viva voz con el pueblo y restablecer la calma en las conciencias».
Es don Tomás contundente en sus palabras. Dice: «No aceptaré mi reelección por un partido estando ahora, como estoy, en el poder, con el voto de los dos partidos que riñen, pero tengo la obligación de impedir que me suceda, en el Gobierno, hombre alguno incapaz de continuar mi obra de afianzamiento».
Se engolosina Márquez Sterling con la declaración del Presidente. Si no acepta la reelección, tendrá de seguro «su» candidato para las elecciones venideras. Sucede, y es eso más sorprendente aún, que tampoco lo tiene. Mientras que, con el pie derecho, lleva el compás de la frase dice don Tomás al periodista: «He de seguir una táctica desconocida en los países de nuestra raza. “Mi” candidato, como usted lo designa, pertenecerá a cualquiera de los grupos, y tanto podría llamarse de un modo como de otro; pero él habrá de ganar, con su propio ascendiente en la opinión, la mayoría del sufragio sin el favor de la autoridad, sin el abuso del comité; consistiendo mi labor, honradamente, en combatir a los candidatos perniciosos que, subidos a la presidencia, lanzarían al pueblo por desfiladeros de corrupción».
Eufórico sale Manuel Márquez Sterling del viejo Palacio de los Capitanes Generales, que es en ese momento el de los presidentes de Cuba. Tiene en la mano el «palo» periodístico y está ansioso por dar a lo hablado forma escrita. ¡Ya se imagina cómo reaccionará la ciudadanía, el júbilo que se apoderará de esta! Se va directo a su casa, se encierra en el estudio y, llevaba mediado ya su texto, cuando los golpes del aldabón de la puerta de la calle rompen el silencio de la morada. Golpearon con tal autoridad y fuerza que el periodista supo, sin que se lo dijeran, que era un mensajero del Presidente. Abre él mismo la puerta y, en efecto, «se trata de un oficial montado portador de urgente pliego de palacio». No necesita leer el mensaje para saber que su entrevista había tenido «la efímera consistencia de un castillo de naipes y que el morador de sus torres lo desmoronaba soplando en sus almenas».
Escribía don Tomás de su puño y letra, una letra grande y redonda de maestro: «Nuestra conversación no fue, en unas materias, a mi entender, suficiente, ni prolija y completa en otras; y me apresuro a rogarle que, por ahora, nada publique sobre ella: el momento es difícil y yo prefiero callar».
¿Qué sucedía? Escribe Márquez Sterling: «Una conferencia de magnates, posterior a la mía, desvió al anciano presidente, que no quiso desde entonces oír su propia voz. En Estrada Palma prevalecieron las virtudes domésticas, y las virtudes domésticas no bastan para fundir y moldear al hombre de Estado. Administró bien la República en un período inicial, mientras pudo manejarla como un santo patriarca su heredad. Perdió el tino al darse cuenta de que gobernaba la casa del prójimo y el vecindario ajeno… Lamenté con toda el alma que la sirena engañosa apagara sus postreras ráfagas de lucidez. Y no volví a verlo en su trémula poltrona».
Manuel Márquez Sterling es uno de los grandes periodistas cubanos de todos los tiempos. Tanto que de su columna en el diario habanero La Nación (1916) se dijo que se trataba de un periódico para un artículo y no de un artículo para un periódico. La envidia o la miopía, queriendo ironizar, pronunció, sin sospecharlo, el elogio definitivo. La Nación, ciertamente, era Márquez Sterling y, por serlo, hubo noches en que el público, en los alrededores del Parque Central, agotaba la tirada completa del diario, y obligaba a que se imprimiesen miles de ejemplares más.
A casi 80 años de su muerte, causa asombro pensar que cada 24 horas, a horcajadas sobre el tumulto de las pasiones, Márquez Sterling forjara al minuto páginas de valor permanente. Supo manejar la ironía con gracia y desenfado y ahondó como pocos en la sicología del cubano de su tiempo.
Su tema, al cual se supeditaron todos los demás, fue siempre la República, afirmó René Lufriú. La República fue para Márquez Sterling, el drama perpetuo del triste amor que lo obsesionaba. De mucha cuenta es su libro La diplomacia en nuestra historia, acerca de la diplomacia mambisa. La muerte le impidió terminar su obra Proceso histórico de la Enmienda Platt, que concluyó su sobrino Carlos Márquez Sterling. Numerosos fueron sus aportes al periodismo, pero se destacó sobre todo en la crónica y en el artículo. Fue maestro en las descripciones en una época en que el redactor debía llenar con palabras la ausencia de la fotografía. Escribió acerca de Estrada Palma: «Lo recuerdo venerable, sugestivo, inteligente; era menos dulce su mirada que su palabra; había en su continente irreprochable pulcritud: en el peinado, en el traje, en los modales, y nunca se advertía el desgate de su vigor físico, a toda hora recto y firme el talle». Y de José Miguel: «El General es un burgués de complexión robusta, casi gordo; en los ojos, de un brillo mate que anonada, refleja su contento; en el rostro, elástico y trigueño, una sonrisa de bonanza, complemento de sus facciones, contrae las abultadas mejillas; y el traje blanco permite confundirle con un Hércules de yeso».
Manuel Márquez Sterling nació en 1872 en Lima, Perú. Como ese hecho tuvo lugar en la sede diplomática de la República de Cuba en Armas, es cubano de nacimiento desde el punto de vista jurídico. En 1878, finalizada ya la Guerra de los Diez Años, su familia regresa a Cuba y se instala en Camagüey, de donde era oriunda. Allí, mientras cursaba el bachillerato, se inicia en el periodismo: funda la revista El Estudiante, y sus colaboraciones en el diario El Pueblo le confieren cierto nombre; tiene 16 años de edad. En 1889 ingresa en la Redacción de El Camagüeyano. Pesa en su vocación el influjo de su padre y, sobre todo, de su tío Adolfo Márquez Sterling, un destacadísimo periodista.
Graduado ya de bachiller, sus padres lo envían a México, donde creen encontrará alivio a las severas crisis de asma que lo aquejan cada vez con más frecuencia. De vuelta a Cuba, matricula en la Universidad la carrera de Derecho, que no llega a concluir, y colabora en el periódico La Lucha. De nuevo en México, José Martí, a quien conoce personalmente en 1894, lo gana para la causa de la revolución. Quiere incorporarse al Ejército Libertador y espera en Tampa la expedición de Enrique Collazo para trasladarse a Cuba, pero su enfermedad frustra sus intenciones. Es entonces que, en Nueva York, trabaja junto a Gonzalo de Quesada en la organización de la papelería de Martí. La buena suerte le sonríe: recibe una herencia de 15 000 pesos y dona la mitad al Partido Revolucionario Cubano. Cumple en París una misión de propaganda a favor de la causa independentista, y, otra vez en México, funda el periódico La Lucha, y escribe sobre ajedrez, juego que lo apasiona y en el que es experto. El fin de la Guerra de Independencia (1898) lo sorprende en Washington; se desempeña como secretario de Gonzalo de Quesada.
Ya en la Isla, escribe para varias publicaciones. Sus artículos sobre la convención que redactó la Constitución de 1901 le ganan una popularidad enorme. Desde las páginas del periódico El Mundo ataca sin tregua la Enmienda Platt. En 1903 la revista El Fígaro, de La Habana, lo elige el mejor escritor joven cubano. Es por entonces que la naciente República lo designa secretario de la legación cubana en México, nombramiento que queda sin efecto porque el Gobierno del dictador Porfirio Díaz, contra el que había escrito, lo declara persona no grata.
Desempeña, en 1907, el consulado general de Cuba en Buenos Aires. En 1909 es el ministro de Cuba en Río de Janeiro, y, en 1912, se le designa enviado extraordinario y ministro plenipotenciario en Lima. En enero de 1913 presenta credenciales ante el presidente de México, Francisco Madero. Desde su alto cargo observa las maniobras del Embajador norteamericano y de los sectores más reaccionarios de la política mexicana para derrocar al mandatario. Una vez defenestrado y detenido este, intenta salvarle la vida, al igual que la del vicepresidente Pino Suárez. No lo logra, pero consigue sacar del país y trasladar a Cuba a la familia del presidente difunto.
En 1924 es director de la Oficina Panamericana de la Secretaría de Estado (Ministerio de Relaciones Exteriores) y profesor titular del Instituto de Servicio Exterior de la Universidad de La Habana. Miembro de la Academia de la Historia, en 1929. Se opone a la dictadura de Machado y renuncia a la Embajada en México. El Gobierno provisional del Doctor Grau San Martín lo designa embajador en Washington y secretario de Estado. Ocupa, tras la renuncia del presidente Carlos Hevia, la primera magistratura de la nación. Es uno de los tres presidentes cubanos que nacieron fuera de la Isla y el más breve de toda la historia de Cuba. Es presidente solo por seis horas del 18 de enero de 1934, entre las seis de la mañana y las doce del día. Vuelve entonces como embajador a Washington y allí fallece, el 9 de diciembre del mismo año, tras lograr la abrogación de la Enmienda Platt, a la que nunca dejó de combatir.