Lecturas
Aprovecharé la página de hoy para dar respuesta a algunas de las cartas recibidas durante los últimos días. Quiero aclarar que la demora en responderlas es involuntaria. Contesto, por lo general, a la mayor brevedad los mensajes electrónicos que me envían, pero no sucede lo mismo, y este es el caso, con la correspondencia postal. Sucede que paso muy de tarde en tarde por la Redacción del periódico y, cuando lo hago, no siempre coincido con la persona que recepciona las cartas y las entrega a sus destinatarios. Esta vez tuve suerte, porque un colega de JR me las trajo a la casa. Veamos entonces esas cartas de hoy.
Sobre la nobleza cubana inquiere Harold Correa, de la calle 11, en el Vedado. Tema interesante, sin duda, con mucha tela por donde cortar y sobre el que quizá vuelva algún día. Preferimos llamar a esa nobleza, aunque el término no sea del todo exacto, aristocracia indiana. La conformaban aquellos que habían sido premiados con condecoraciones y dignidades nobiliarias por servicios prestados casi siempre a la Corona española.
Porque no todos esos títulos fueron otorgados por un rey español. Había también los de tipo pontifical, concedidos por un Sumo Pontífice católico, y otras distinciones de origen no hispano. Entre los otorgados por un papa se contaban los marquesados de Esteban, en La Habana, el de Bueno, en Santiago de Cuba, y el de Casa Mauri, en Baracoa, entre otros. Luis XIV, de Francia, otorgó en 1682 el marquesado de Du’Quesne. La monarquía española lo reconocería exactamente 200 años después, y no demoraría tanto tiempo en aceptar la baronía de Kessel, instituida por la emperatriz María Teresa de Austria, en 1751.
Hagamos de entrada una precisión. En el Libro de oro de la sociedad cubana, correspondiente a 1958, se consignan los nombres de 50 personas con títulos nobiliarios en la Isla. Algunos de ellos con más de un título, como el Conde de Casa Lombillo, también Marqués de Bella Vista, y el Conde de Casa Romero, Marqués de Casa Núñez de Villavicencio además. El Conde de Peñalver era, asimismo, Marqués de Casa Calvo. José Ignacio de la Cámara y O’Reilly era, en esa fecha, Marqués de San Felipe y Santiago y Conde del Castillo, este con «Grandeza de España», mientras que ostentaba el segundo «con antiguo señorío».
Porque había títulos viejos y otros recientes. El condado de Casa Bayona databa de 1721 y los marquesados de Prado Ameno y de la Real Proclamación, de 1787 y 1760, mientras que el condado de Lagunillas se otorgaba en 1774, y San Felipe y Santiago, en 1713. Sin embargo, el condado del Rivero —que beneficiaría a la familia propietaria del Diario de la Marina— correspondía a 1919 y el de Revilla de Camargo, a 1927, en tanto que los marquesados de Tiedra y de Taironas surgieron, uno, en 1924 y el otro en 1927.
Conformaban, en plena Colonia, el grupo de los nuevos nobles, altos funcionarios y militares de rango; también hacendados, comerciantes o industriales acaudalados que hacían contribuciones valiosas al rey de España. Más o menos sucedió lo mismo durante la República, cuando algunos nuevos ricos se empeñaron en fabricarse un linaje aristocrático. La Grandeza de España añadida a un título confería al poseedor derechos y atribuciones especiales, como la de no ponerse de pie para saludar al rey y la de permanecer sentado en presencia del monarca.
Dice al respecto Carlos del Toro en su importante obra La alta burguesía cubana; 1920-1958: «Miembros de una moderna nobleza confrontaron semejantes conflictos a los existentes entre la vieja y la nueva burguesías. Sin embargo, en muchos casos —mediante uniones conyugales— lograron el rápido o paulatino “añejamiento” de los bisoños linajes. Las discrepancias entre “la aristocracia de la sangre y la del dinero”, esta última acusada de la compra de su “nobleza”, no impidieron la coexistencia social de la una y la otra». Lo advertía el poeta Julián del Casal en una crónica de 1888: «La antigua nobleza de Cuba, compuesta de familias cubanas, está condenada, desde hace algún tiempo, ya por su posición actual, ya por razones políticas, a ver elevarse al lado suyo otra nueva nobleza, formada de ricos burgueses, sin más títulos que su fortuna».
En 1958 algunos de los títulos nobiliarios estaban vacantes por fallecimiento de sus titulares. Sucedía así con los marquesados de Almendares y de Alta Gracia, de Santa Ana y Santa María, y el de Pinar del Río. María Luisa Gómez Mena —la del palacio que alberga el Museo de Artes Decorativas, en el Vedado— era condesa, viuda de Revilla de Camargo. El título había sido otorgado a su esposo, el maderero Agapito Cagiga. Ya fallecido este, la dignidad nobiliaria se le reconoció a su sobrino Jorge Cagiga, pero la Gómez Mena podía seguir proclamándose condesa mientras no volviera a contraer matrimonio, lo que no hizo. No fue un caso único. Así lo establecía el protocolo. El mecanismo monárquico-feudal de los títulos nobiliarios permitía que las mujeres recibieran y heredaran rangos de nobleza, lo que no deja de resultar paradójico, dice Carlos del Toro, dada la discriminación que sufría el sexo femenino.
No todos los poseedores de un título de aristócrata se hallaban especialmente interesados en mantenerlo o reivindicarlo. El ilustre hispanista José María Chacón y Calvo, sin otra fortuna que su obra crítica e investigativa, reivindicó, en 1956, el título de Conde de Casa Bayona para que se mantuviera en manos de su familia, no porque quisiera ostentarlo, lo que no hizo nunca. Unos vendían sus títulos. Otros los compraban, como los marqueses de Tiedra que, en 1950, soltaron 25 000 billetes, que era el valor de los títulos en el mercado de ese tiempo, por el ducado de Amblada.
La historia es larga y no la contaré ahora. Dio pie a una sabrosa crónica de nuestro poeta Nicolás Guillén que se tituló Un ducado hilarante. Porque ya lo imaginará el lector: el ducado en cuestión era falso. Mas no se crea por ello que los duques se amoscaron por el escándalo y las burlas. Siguieron por ahí, más orondos que antes, sin dejarse abatir por la irreverente risa popular.
Pregunta Oscar Z. Amohedo, de Lawton. Desea saber cuál es el nombre oficial de esa calle que muere del otro lado de Infanta luego de haber atravesado buena parte de la ciudad. No demoremos la respuesta. Ambas denominaciones son correctas. Sucede que en 1916 se dio a Zanja el nombre oficial de Finlay, pero 20 años después se le restituyó su nombre primitivo y ambos, a partir de ahí, son válidos.
Se llamó Zanja porque por ella corría la Zanja Real que surtía de agua a La Habana. Tendría otro nombre: Línea del Ferrocarril de Güines, que se extendía por ella como después la del ferrocarril que rendía viaje en la Playa de Marianao. En su época primitiva contaba esta calle con tres puentes que atravesaban la Zanja Real. El puente de Sedano, en la esquina de Lealtad, el de Manrique, en la de este nombre, y el de Galiano.
Zanja fue durante muchos años una suerte de meca habanera del negocio de los automóviles. Eran numerosas las empresas de ese giro que tenían su asiento en esa calle; tanto para la compra-venta de vehículos del año o de uso, y de partes y piezas para autos, así como talleres de reparación.
Una curiosidad. La apunta Juan de las Cuevas en su libro 500 años de construcciones de Cuba. La primera fábrica de cemento Portland, material emblemático del siglo XX, apareció en fecha muy temprana en Cuba, país que fue el primero en Iberoamérica en producirlo y el número 16 en el mundo.
La fábrica se inauguró el 7 de julio de 1895 en el número 137 (numeración antigua) de esta calle, a unos 300 metros de Infanta. Producía 20 toneladas diarias y, con la marca «Cuba» comercializaba su producción en barriles de 130 y 150 kilogramos y en bolsas de 75.
Escribe De las Cuevas: «El edificio era de dos cuerpos de madera y ladrillo: en la planta baja se encontraban las trituradoras, los elevadores y los hornos y en la alta el departamento central, donde se realizaba la distribución; contaba con cernidores, secadores, conductores y balanzas, movidos por una máquina de 50 caballos de fuerza, así como cinco almacenes y depósitos: uno para el producto terminado, capaz de almacenar 10 000 barriles (1 500 toneladas) y cuatro para materias primas. Tenía, además, un departamento de tonelería y carpintería. Era propiedad de Ladislao Díaz y su hermano Fernando, naturales de Llanes, Asturias, comerciantes acreditados en La Habana en el giro de maderas y materiales de construcción. La calidad del cemento que producía era similar al actual cemento de albañilería C-160. La planta dejó de producir en 1910».
Sobre el espía alemán capturado en La Habana durante la Segunda Guerra Mundial se interesa Rafael F. García, del reparto La Vigía, en Camagüey. Más que los detalles en sí de su accionar en Cuba, que, por cierto contamos en esta misma página hace años, quiere saber el remitente de la carta si Heinz August Kunning fue en verdad fusilado luego de que lo apresaran en su casa de la calle Teniente Rey número 366, entre Villegas y Aguacate. Se interesa por conocer además si gozó de un juicio justo y si su cadáver fue reclamado.
El poeta José Lezama Lima, que en noviembre de 1942, la fecha de los hechos, se desempeñaba como secretario del Consejo Superior de la Defensa Social, con sede en el Castillo del Príncipe, donde el sujeto esperaba la muerte, me contó los detalles del fusilamiento, del que no fue testigo, pero que conoció de primera mano. Refirió que Kunning, que jugaba una partida de ajedrez cuando fueron a buscarlo para conducirlo al paredón, pidió a su rival que quedara tablas aquel juego que la fuerza de las circunstancia le impedía concluir. Enseguida caminó sereno hasta situarse en posición de firmes ante la escuadra de fusileros que acabaría con su vida. Miró a los soldados y luego su mirada, totalmente inexpresiva, se posó en el oficial que estaba al frente de la tropa y que le daría el tiro de gracia. No pronunció una sola palabra ni pareció inmutarse al escuchar las voces de mando, como si durante los últimos años de su existencia hubiera estado preparándose para un final así. Al día siguiente, ese oficial dijo a Lezama que Kunning, que iba a morir, daba muestras de una marcialidad tremenda y que a él le temblaban las piernas.
El seguimiento del caso del espía estuvo a cargo del Servicio de Investigaciones de Actividades Enemigas. El Tribunal de Urgencia lo condenó a muerte el 19 de septiembre de 1942. Lo inhumaron en la necrópolis de Colón bajo un nombre supuesto. Sus restos se repatriaron a Alemania en 1953.
La señora Alcira Sánchez, de 80 años de edad, maestra jubilada internada en el Hogar Santovenia, del Cerro, me pide que localice para ella un poema que leyó siendo niña en el libro de Lectura para Segundo Grado, de Carlos de la Torre, y que no puede recordar, pese a que lo vio reproducido en parte en una crónica de María Elena Llana publicada en El Tintero. Es aquel que dice: «La Patria se siente, no tiene palabras que claro la expliquen…». Yo no he podido encontrarlo y María Elena, en los días en que escribo, está fuera de La Habana. ¿Conoce alguien el poema en cuestión? De cualquier manera quedo endeudado con Alcira.