Lecturas
¿Sabía usted que Quiéreme mucho, una de las más famosas canciones cubanas, fue vendida a una casa editora por su autor, el maestro Gonzalo Roig, por tres pesos?
La pieza en cuestión se tituló originalmente Serenata criolla y se estrenó en el teatro Alhambra como parte de la obra El servicio obligatorio. Data de 1915. Dos prestigiosos autores cubanos se ocuparon de su letra. Ramón R. Gollury, que firmaba con el seudónimo de Roger de Lauria, escribió la primera parte, en tanto que la segunda correspondió a Agustín Rodríguez, el popularísimo sainetero del teatro Martí, que escribió asimismo, junto a Pepito Sánchez Arcilla, el libreto de Cecilia Valdés, del mismo Roig.
Eran muy apretados y duros para músicos y artistas —y no solo para ellos— aquellos tiempos en que el maestro Roig se vio obligado a vender por una bagatela su inmortal melodía. No fue un caso único ni privativo de la época. Años después, en 1940, el maestro Jorge González Allué recibía de una casa editora norteamericana 50 dólares, en concepto de anticipo, por su Amorosa guajira. Nunca más volvieron a enviarle un centavo por esa pieza que debió producir mucho dinero a aquellos editores.
Bueno… a lo que iba. En aquellos tiempos de estrechez, Roig, Agustín Rodríguez y los escritores Jesús J. López y Luis de Miguel compartían una habitación en el hotel La Estrella, situado en los altos de lo que luego fue el café-restaurante Los Parados, en Consulado y Neptuno, donde vendían unos sándwiches espectaculares; tan grandes que parecían de dos pisos. Faltaba todavía mucho tiempo para que Roig diera a la luz éxitos como La hija del sol y El clarín, que marcaron hitos en la escena cubana, y piezas musicales como Yo la amé y Ojos brujos («Estoy loco por librarme de unos ojos que ayer vi…») popularizada después por Esther Borja. Todavía Jesús J. López no había lanzado desde La Habana (1ro. de noviembre de 1933) por las emisoras CMCD, de onda larga, y COCD, de onda corta, el primer diario aéreo del mundo, La Voz del Aire, ni Agustín era el empresario del teatro Martí…
El caso es que una mañana Jesús cobró una colaboración en el periódico La Política Cómica; a Agustín le entraron unos derechos de autor, Luis de Miguel entró también en plata, y Roig, para no ser menos, tenía en el bolsillo aquellos tres pesos que le reportó su Quiéreme mucho. Y sin pensarlo dos veces, los cuatro amigos decidieron irse a almorzar a La California, una fonda de chinos cercana al edificio Bacardí.
Barriga llena, corazón contento. Cuando ya se despedían, Jesús J. López, desprendido, espléndido, botarate, llamó al dependiente que los había atendido para congratularlo. Le dio un real, esto es, una de aquellas moneditas ya desaparecidas de diez centavos, de plata. Le dijo:
—Toma, paisano, para que te compres una casa.
El chino miró la moneda y comentó:
—Sí, capitán, pero tendrá que ser una casa muy chiquita.
Mucha gente lo sabe, pero vale la pena repetirlo. Agustín Rodríguez, el criollísimo libretista de la zarzuela Cecilia Valdés, no nació en Cuba.
Escribía al respecto Enrique Núñez Rodríguez: «Aquel cubanísimo autor era gallego». Y puntualizaba el cronista de ¡A guasa a garsín!: «Tan cubano fue que la letra de la canción Quiéreme mucho cierra invariablemente las noches de ron y de guitarra».
Los últimos años de su vida los pasó Agustín en una habitación alquilada en los altos del edificio marcado con el número 565 del Paseo del Prado, al doblar del teatro Martí. El edificio en cuestión quedaba al lado del desaparecido cine Capitolio, y en su zaguán se hallaba el cafecito del vizcaíno Lorenzo García. En las inmediaciones, los míticos y también desaparecidos cafés al aire libre del Prado.
En uno de esos aires libres discurrían una noche Agustín y el poeta Gustavo Sánchez Galarraga. Entre trago y trago de ron blanco habían pasado más de dos horas discutiendo el significado de una palabra aparecida en la crónica habitual de Jorge Mañach en el Diario de la Marina. Agustín, empecinado, afirmaba que el vocablo significaba una cosa, mientras que Sánchez Galarraga lo contradecía tercamente, atribuyéndole una significación distinta. Cuando se hizo evidente que no se pondrían de acuerdo, Agustín decidió subir a su habitación para buscar en el diccionario la palabra controvertida. Esperó el poeta en la acera, con la vista puesta en la ventana del sainetero. Vio que la habitación se iluminó… A los pocos minutos Agustín se asomó a la ventana, con un grueso libraco en las manos. Gritó desde allí:
—Tienes razón. Y me cago en tu madre.
Y sin pensarlo mucho, y con violencia, pero con mala puntería, proyectó el diccionario contra la cabeza de Sánchez Galarraga.
Algunos paseantes protestaron indignados por la agresión de que era objeto el poeta. Sánchez Galarraga calmó los ánimos de todos. Comentó:
—Yo no le hago caso… Es que él es gallego.
Y al día siguiente volvieron a encontrarse para beber y seguir discutiendo en la mesa de siempre. Decía Núñez Rodríguez: «Magnífico ejemplo de solidaridad más allá de las palabras».
Apuntemos de paso que Agustín fue un empresario y un escritor infatigable. Se levantaba todos los días a las cinco de la mañana. Mandaba entonces a buscar con el conserje del edificio una botella de Coca Cola llena de ron Castillo. Y después de ese desayuno fuerte, se ponía a escribir.
El viernes 21 de agosto de 1936 se estrenaba en el teatro Martí la zarzuela Amalia Batista, con música de Rodrigo Prats y guión de Agustín Rodríguez.
¿Quién fue Amalia Batista? Escribía el costumbrista Félix Soloni, en su columna del periódico El Mundo, que se trató de un nuevo tipo folclórico habanero, como Cecilia Valdés, María la O, Mersé, María Belén Chacón… que saltaba a la escena del teatro vernáculo. Como otros tantos tipos, mitad historia, mitad leyenda, Amalia Batista aparece como una mulata de 1880, que se codeaba con las demás protagonistas de las tragedias tradicionales.
Hay quien afirma que se llamaba en verdad Amalia Perdomo y que tocaba la flauta en una orquesta del barrio de Los Sitios, agrupación musical que luego pasó a dirigir.
Sobre ella dijo Rodrigo Prats a Soloni:
«Muchas veces en mi vida había oído hablar de cierta mulata famosa que vivió por Jesús María y Los Sitios a finales del siglo XIX y comienzos del XX. También algunos viejos me hablaron de otra Amalia Batista de fama, que brilló en tiempos más remotos.
«Pero ni la una ni la otra tomé como modelo para la protagonista de mi obra. Me sirvió, eso sí, como punto básico, la vieja copla popular».
Decía la letrilla:
Conmigo no hay quien resista.
Ni me busques ni me nombres.
Yo soy Amalia Batista.
Esa que mata a los hombres.
Pero esa mujer halla su perdición en un amor desgraciado. Afirma entonces la copla:
Lo que tienes a la vista
Ni te extrañe ni te asombre.
Yo soy Amalia Batista,
Que se muere por un hombre.
Núñez Rodríguez la contó en esta misma página. Pero al parecer no estaba muy seguro de la veracidad de la anécdota cuando se vio obligado a apuntar: «La historia, inédita hasta hoy, merece ser cierta. Pero si no lo es, por favor, se la cargan a Eduardo Robreño que fue quien me la contó. Y como me lo contaron, te lo cuento». Por mi parte, no recuerdo haber leído nada similar en la excelente biografía de Roig escrita por Dulcila Cañizares. Pero como trabajo tanto con la historia como con sus versiones, algunas de las cuales suelen ser a veces más interesantes que la historia misma, la doy tal cual.
Tiene como protagonistas a Gonzalo Roig y a la actriz Blanca Becerra. Roig, hombre bien plantado y apuesto, tuvo amores con la Becerra, entonces una mujer bellísima, que le inspiró su célebre Quiéreme mucho. Pero, cosas que pasan, el compositor era casado y hubo quienes se empeñaron en hacerle imposible la vida a la pareja. Tanto los obstinaron con chismes, indirectas y comentarios que Gonzalo y Blanquita acordaron un pacto suicida en un atardecer en que bebían en el bar Partagás, en Prado y Neptuno.
A dúo se privarían de la vida. Al salir de aquel bar se encaminarían al Teatro Nacional, hoy Gran Teatro de La Habana, en Prado y San Rafael, y sin pensar a quienes caerían en la cabeza, se tirarían desde lo alto de la tertulia. Una forma muy original de morir, y, sobre todo, muy teatral.
Con esa idea abandonaron el bar Partagás y avanzaron hacia la muerte por el Paseo del Prado. Pero…
Un borracho, de los que eran habituales en la zona, se propasó de palabras con Blanquita y, desmandado, le palpó ávidamente el trasero.
Roig era un caballero. Estaba además enamorado. Usaba un bastón rápido y vengador, y la emprendió a bastonazos con el intruso, relataba Núñez Rodríguez. Intervino un agente de la autoridad y el agresor y la romántica pareja fueron a dar de cabeza a la estación de policía más cercana.
La personalidad del compositor, la popularidad de la actriz y las razones que animaron los bastonazos, hicieron que el capitán de la demarcación abreviara los trámites de rigor. Roig levantaría la acusación y el borracho quedaría detenido. Nadie lo libraría de seis meses de encierro por abuso deshonesto.
El compositor, que había recuperado ya su tranquilidad habitual, expresó sonriendo:
—¿Acusarlo? No, hombre, no. ¡Si este tipo acaba de salvarnos la vida…!