Lecturas
Una carta robada de una de las habitaciones del hotel Inglaterra, de La Habana, y publicada por un periódico neoyorquino días antes de la explosión del acorazado Maine en el puerto habanero, acrecentó la tensión entre Estados Unidos y España y facilitó a los círculos de poder norteamericanos la adopción de medidas extremas contra el Gobierno de Madrid.
En la misiva, su autor —nada menos que el embajador español en Washington, Enrique Dupuy de Lome— aludía al clima político existente entre ambas naciones y valoraba el informe del presidente McKinley al Congreso de la Unión. Apuntaba que el mandatario, en su discurso, se había referido a Weyler con «natural e inevitable grosería». Expresaba que, aunque fuera por mero formulismo, las relaciones comerciales debían mejorar entre ambas naciones y se mostraba convencido de que su país necesitaba anotarse no solo una victoria militar en la guerra de Cuba, sino una victoria política que ante el pueblo norteamericano exonerara a España de la responsabilidad de lo que sucedía en la Isla e hiciera recaer la culpa sobre los cubanos, a fin de que perdiesen la fama de «inmaculados» de la que gozaban en Norteamérica. Por último, el embajador español calificaba a McKinley de «débil y populachero»; «un politicastro que quiere dejarse una puerta abierta y quedar bien con los jingoes de su partido».
La carta estaba dirigida al político y periodista español José Canalejas Méndez, a la sazón en la capital cubana. Qué hacía en Cuba, en aquel mes de enero de 1898, el entonces también director del diario Heraldo de Madrid, es una cuestión que no se ha aclarado del todo. Procedía de Nueva York donde, dice el erudito Francisco de Paula Coronado, director que fue de la Biblioteca Nacional de Cuba, sostuvo un cambio de impresiones con una comisión de la Junta Revolucionaria cubana sobre la solución mediante concesiones mutuas del conflicto que ensangrentaba la Isla. Dicha comisión, de la que formaban parte Raimundo Cabrera, Benjamín Guerra, Fidel R. Pierra y el mismo Coronado, planteó a Canalejas, por boca de Raimundo Cabrera, las bases claras y terminantes que podían conducir al arreglo. No aceptaban los comisionados otra condición que no contemplase la independencia de Cuba. A cambio, España, con la garantía de Estados Unidos, recibiría una indemnización de cien millones de pesos y La Habana y Madrid firmarían un tratado de comercio y amistad.
El ensayista Enrique Piñeyro no coincide con Coronado y dice en su libro Cómo acabó la dominación española en América que, aunque no era miembro del gabinete de Sagasta, Canalejas era ya colaborador del presidente del Gobierno de su país y vino a Cuba en misión oficiosa para buscar el modo mejor de contentar y atraer a los emigrados. Discrepa Tiburcio Castañeda, marqués de Taironas, de Piñeyro y de Coronado. Afirma que Canalejas, lejos de cooperar con Sagasta y el Partido Liberal, que llegaría a presidir, estuvo aquí al servicio del sector más recalcitrante del Ejército, disgustado con las reformas autonómicas concedidas a Cuba. El periodista Ramón Infiesta esbozaba en 1937 otro criterio. Luego de conocer el entusiasmo patriótico de la emigración, Canalejas quiso valorar la fuerza de la revolución en la manigua.
Hay un hecho cierto. Canalejas sabía que la única solución cubana pasaba por la independencia, pero no tenía autoridad suficiente para que Madrid aceptara esa condición que se exigía como requisito indispensable para cualquier acuerdo. Estaba convencido de que España perdería a Cuba como consecuencia de un conflicto con Estados Unidos, que él veía inevitable.
Volviendo a Enrique Dupuy de Lome… Por muy embajador que fuera, su carta a José Canalejas era, en su origen, un hecho privado y como tal carente de trascendencia de no haber salido a la luz. Su publicación ocasionó en Estados Unidos el revuelo enorme que era de esperar. Motivaron la indignación del pueblo norteamericano la forma despreciativa con que aludía al presidente McKinley y la insinuación que hacía de iniciar negociaciones para entretener y engañar a altos funcionarios norteamericanos. Un desahogo íntimo aunque imprudente devino comprometedor documento histórico.
Aunque nadie duda de la veracidad de la misiva y el mismo Dupuy de Lome se confesó sin reserva autor de la misma, los historiadores cubanos, si bien la mencionan de manera invariable al abordar el período que precede a la entrada de Estados Unidos en la guerra hispano-cubana, no siempre dejan del todo claro las circunstancias en que fue sustraída y por qué y cómo se publicó. Oscar Loyola, por ejemplo, habla en su Historia de Cuba de «circunstancias no precisadas con seguridad».
¿Fue sustraída la carta en La Habana o en Washington? ¿Fue vendida o quien la sustrajo la cedió sin interés económico alguno? Nada puede precisarse con exactitud en un sentido ni en otro. Este escribidor adelanta en la página de hoy una versión posible de aquel famoso acontecimiento.
Una mañana del mes de enero de 1898 Manuel Serafín Pichardo y Ramón Agapito Catalá, director y administrador de la revista El Fígaro, respectivamente, acudieron al hotel Inglaterra a saludar a José Canalejas. Tenían motivos sobrados para la visita. Pichardo era el corresponsal en La Habana del Heraldo de Madrid, el periódico que dirigía el político liberal, y Catalá, su agente de ventas. Ya en la habitación advirtieron que la abundante correspondencia recibida por Canalejas desde su llegada a Cuba, en diciembre del año anterior, se amontonaba de cualquier forma sobre una mesa y caía sobre el piso. Lo comentaron y el político se confesó impotente para revisarla y contestarla y pidió a sus visitantes que le buscasen a un joven inteligente que pusiera orden en aquello y le ayudara a responder las cartas que merecían serlo.
Dos o tres días después, Catalá le presentó a Gustavo Escoto, de 28 años de edad y antiguo encargado de la librería de la viuda de Pozo e hijos, en la calle Obispo, que acababa de regresar de un viaje de negocios en Centroamérica y esperaba por el nombramiento de secretario del Ayuntamiento de Cruces, que el Gobierno autonómico le había prometido. Escoto se sintió complacido de poder buscarse unos pesos con los que no contaba, y Canalejas, a punto de marcharse al interior del país, puso la correspondencia en sus manos.
Fue ahí que Escoto se topó con la carta del Embajador español en Washington. Intuyó oscuramente su trascendencia y la sustrajo. Pero no sabía a ciencia cierta qué hacer con ella. Fue así que consultó a Ricardo del Monte, director del periódico autonomista El País, quien le aconsejó que la reintegrara a su sitio. Escoto no estuvo de acuerdo con la recomendación y por sugerencia de un amigo decidió proponerla a John R. Caldwell, corresponsal en La Habana de The New York Herald. En el café Ambos Mundos, en la calle Obispo entre San Ignacio y Mercaderes, donde tuvo lugar el encuentro, pidió 4 000 pesos por el documento. Caldwell hizo una contrapropuesta: rebajó la cifra a la mitad y la transacción se cerró al fin en tres mil. A partir de ese momento se desconoce con exactitud qué sucedió. Tal vez por temor a verse perseguido por las autoridades españolas o porque los cubanos lo tildaran de renegado o por miedo a pasar a la historia como un vulgar mercenario, decidió hacer contacto con revolucionarios cubanos. El periodista y dramaturgo Ignacio Sarachaga lo conectó con Agustín Cárdenas, que lo escondió en su casa e hizo que Perfecto Lacoste, delegado de la Revolución en La Habana, lo embarcara con destino a Nueva York, donde lo esperaban Benjamín Guerra y el poeta Hernández Miyares, redactor del periódico Patria. Fue así que el documento llegó a manos de Tomás Estrada Palma, delegado del Partido Revolucionario Cubano, y de ahí al Journal, que lo publicó.
Algunos autores afirman que Escoto vendió la carta a la junta revolucionaria. Esto nunca ha podido ser probado y no parece ser cierto, pues desempeñó a partir de ahí un empleo muy modesto en el periódico Patria.
La suerte del embajador Enrique Dupuy de Lome estaba echada tras la publicación del documento. De inmediato telegrafió a Madrid para poner su alto cargo a disposición de la Reina. El Subsecretario de Estado norteamericano acudió a la Embajada española a pedir cuentas y, sin vacilar, el diplomático se reconoció como el autor de la misiva. Con altivez sostuvo su derecho a manifestar su opinión reservadamente, como con tanta frecuencia y menos discreción, afirmó, hacen los embajadores norteamericanos. José Canalejas, por su parte, se desentendió del enojoso incidente. Declaró astutamente en La Habana que la carta jamás llegó a su despacho y que debió ser robada en Washington al mismo Dupuy de Lome.
El Departamento de Estado pidió a Madrid el relevo inmediato del embajador, pero lejos de destitución, la Cancillería española aceptó la dimisión de Dupuy ante «la imposibilidad de su continuación en el cargo que con tanto celo desempeñaba». En carta remitida al dimitente, decía el Ministro español de Relaciones Exteriores: «Reitero a Vuestra Excelencia, el sentimiento con que, por causas con Vuestra Excelencia solo relacionadas e independientes de la voluntad del Gobierno, me veo precisado a prescindir de los útiles servicios que Vuestra Excelencia, en circunstancias difíciles, venía prestando».
La salida elegante que daba Madrid al asunto y el silencio oficial con que lo rodearon disgustaron a Washington y dieron pie a un áspero intercambio de protestas. Al fin el Departamento de Estado pareció ceder y declaró «felizmente» terminado el incidente. Agotadas las frases convencionales y los reproches de protocolo, Enrique Dupuy de Lome, vencido, salió de territorio norteamericano.
Washington, sin embargo, no fue el fin de su carrera diplomática. A su regreso a España lo eligieron diputado a Cortes y fue subsecretario de Estado y, por dos ocasiones, embajador en Roma, cargo que desempeñaba cuando falleció en París tras violenta y rapidísima enfermedad. Descendía de una familia francesa asentada en Valencia y había ingresado en la vida diplomática por oposición, en 1872. Fue sucesivamente tercer secretario en las legaciones de Tokio y Bruselas, segundo secretario en las de Montevideo, Buenos Aires y París, y primer secretario en las de Washington, Berlín y Roma. En 1890, ya como embajador, volvió a Montevideo y dos años más tarde saltó a Washington. Tenía, dicen, un bien reputado crédito intelectual por sus monografías y artículos de carácter económico.
José Canalejas, como ya se dijo, escaló a la presidencia del Partido Liberal, y en 1910 asumió la presidencia del Gobierno español. Murió ultimado por un anarquista en 1912, a los 58 años de edad.