Lecturas
Aunque se le han hecho no pocas críticas, injustas a mi juicio, por su arquitectura de pastel, el Gran Teatro es una de las edificaciones emblemáticas de La Habana. Sucede con él lo mismo que con el antiguo Palacio Presidencial, que curiosamente es obra del mismo arquitecto: cualquier ciudad del mundo se sentiría orgullosa de contar con una obra semejante. Es uno de los exponentes más ambiciosos de la arquitectura republicana. Expresión de un estilo neobarroco singular. Se ubica en un sitio de privilegio. Heredero del Gran Teatro de Tacón, fue inaugurado en 1838 y en un ininterrumpido suceder ha acogido en su escenario a figuras del relieve de Fanny Elssler y Anna Pávlova, Adelina Patti y Enrico Caruso, Sarah Bernhardt y Eleonora Duse, Ignaz Paderewski y Seguei Rachmaninov y otros hasta llegar a la gran Alicia Alonso y el elenco del Ballet Nacional de Cuba.
¿Qué tal si contamos su historia? Nos sirve de apoyo la información que ofrece el investigador Francisco Rey Alfonso en su documentado libro Gran Teatro de La Habana: Biografía de un coliseo, publicado hace unos cuatro años y que, lamentablemente, tuvo una circulación muy limitada. Es una historia que suma ya más de 170 años. Se trata de un escenario que, a pesar del tiempo y de los contratiempos, se reafirma, precisa Rey Alfonso, como el símbolo por excelencia de las artes escénicas en Cuba.
Entre los mejoresEl Gran Teatro Tacón fue en su momento uno de los mejores del mundo. Su austera fachada contrastaba con el lujo y la elegancia de su interior. La eximia bailarina Fanny Elssler lo comparó con el San Carlo, de Nápoles, y la Scala, de Milán, «y no creo que sean mucho más grandes ni más elegantes en proporciones y estilo». La condesa de Merlin lo vio, en 1844, como un salón que no desentonaría en Londres ni en París, en tanto que otros viajeros se resentían al encontrar en la colonia lo que no existía en la metrópoli. El palco destinado al Gobernador lucía mejor adornado que el que se destinaba a los reyes en algunos países. Ochenta ventanas y 22 puertas ventilaban la estancia, y su lámpara central, en forma de araña, constituía, según la copla popular, uno de los elementos distintivos de la ciudad, junto al Morro y la Cabaña. Su acústica era insuperable. En 1878 admitía a 2 287 personas sentadas y a otras 750 que podían colocarse de pie detrás de los palcos, aunque se dice que en sus inicios tenía capacidad para unos 4 000 espectadores.
Miguel Tacón, al asumir el gobierno de la Isla en 1834, acometió un extenso plan de obras públicas en la capital cubana. Quiso construir un nuevo teatro y pidió a su amigo Francisco Marty y Torrens que se hiciera cargo de la edificación. Para ello, la administración colonial le concedería una discutida franja de terreno realengo situada casi al frente de la puerta de Monserrate de la muralla, en una de las zonas más codiciadas de extramuros, y suministraría la piedra necesaria, en tanto que garantizaba la mano de obra con los reclusos de la cárcel de La Habana, esclavos y peones. Como respaldo de la empresa, pondría Marty su cuantiosa fortuna. Era un catalán que llegó a Cuba con una mano detrás y otra delante y que aquí se hizo rico gracias al tráfico de esclavos. Ya para entonces era el empresario de los teatros Diorama y Principal y controlaba el monopolio de la venta del pescado en la ciudad, y, entre sus numerosas propiedades, se contaría la llamada Plaza del Vapor, enmarcada por las calles de Galiano, Águila, Reina y Dragones. A fin de asegurar la recuperación de la inversión, Tacón disponía la celebración en el teatro de seis bailes de carnaval anuales, cuyas ganancias, durante 25 años consecutivos, irían a parar al bolsillo del astuto catalán.
La Habana necesitaba ciertamente un gran teatro. Ni el Diorama ni el Principal, por sus dimensiones, eran capaces ya de satisfacer las necesidades de esparcimiento de una población creciente. Mas no se piense por eso que la nueva edificación, comenzada en 1836, fue bien vista por todos, y el cuerpo de inspectores de Arquitectura (¡Ah!, los inspectores) la hizo objeto de críticas demoledoras cuando en 1837 estaban ya levantadas sus cuatro paredes principales de mampostería y lista la armadura del techo. Protestó Jerónimo de León, el arquitecto del teatro, por los criterios de sus colegas y se abrió entre las partes un mar de disgustos y fricciones que no detuvieron sin embargo el avance de la obra. Ya en noviembre de ese año el teatro era una realidad irreversible en el paisaje citadino. Y el día 12, en el llamado Salón Bajo, un grupo de invitados, entre los que figuraban no pocos de los que decían que la construcción no llegaría nunca a feliz término, podían disfrutar de la actuación de Herr Blitz, mago y ventrílocuo moravo. Hasta ese entonces, la prensa había dado al edificio el nombre de Teatro Nuevo. Don Pancho Marty se encargaría de rectificarla. Como muestra de agradecimiento a su protector y amigo, se llamaría Gran Teatro de Tacón.
Unos tres meses después, el 18 de febrero de 1838, el Tacón volvía a abrir sus puertas para dar inicio a la primera temporada de bailes de carnaval. Fue tan grande la expectación de los habaneros por penetrar en el edificio que se calcula, asevera Rey Alfonso en su libro citado, que al último de esos bailes, el 4 de marzo, acudieron unas 7 000 personas, mientras que otros 15 000 curiosos debieron quedar fuera de la instalación. El 15 de abril de ese año iniciaba el teatro su primera temporada dramática y, con ella, quedaba oficialmente inaugurado. Por esas coincidencias de la vida, ese día llegaba a Cuba la Real Orden que disponía el cese de Miguel Tacón como gobernador general de la Isla y su sustitución por Joaquín de Ezpeleta. Don Pancho Marty y Torrens acompañó a su amigo hasta la tumba, pero no se metió en el hueco junto con él. Siguió disfrutando hasta su fallecimiento de los favores de los capitanes generales subsiguientes.
Golpea la crisis económicaEn el juicio de residencia que se le siguió a su salida del gobierno, Tacón declaró que el Gran Teatro había significado una inversión de 200 000 pesos. Marty dijo por su parte que el costo del edificio fue de 291 507 pesos con 16 reales, cifra que no incluía los recursos aportados por la administración colonial. Las crecientes ambiciones del catalán y las necesidades propias del coliseo llevaron a nuevas construcciones aledañas al teatro y ocuparon toda la manzana comprendida entre el Paseo de Isabel II (Prado) y las calles de San Rafael, San José y Consulado. En ellas se emplazaron talleres y otras dependencias donde se producían la maquinaria y las escenografías para los espectáculos, e incluso un albergue para los empleados más humildes de la empresa. En 1846, tras el paso del huracán del 10-11 de octubre, que ocasionó pequeños destrozos en el inmueble, se instaló allí el alumbrado con gas, y, al año siguiente, se restauró el decorado.
En 1857 Marty vendió el Gran Teatro de Tacón a la sociedad anónima Liceo de La Habana por la suma de 700 000 pesos. La noticia conmocionó a las clases vivas. Aceptó 100 000 en efectivo y tomó el resto en acciones, lo que le aseguró seguir manteniendo bajo su influencia a la nueva empresa. Fue un mal negocio para el Liceo que, en un año de crisis económica que resquebrajó las instituciones de la colonia, acometió reformas en el inmueble y casi enseguida se vio obligado a cerrarlo tras los serios perjuicios que provocó en su estructura la explosión del Polvorín de la Marina, el 29 de septiembre de 1858.
Cuando reabrió, dos años después, el público pudo gozar de un salón regiamente engalanado, con una acústica perfeccionada y una iluminación más potente y mejor repartida. Pero las finanzas de la sociedad anónima estaban ya casi exhaustas y, a causa de la crisis económica y de los cuantiosos y continuos desembolsos, sus problemas eran tantos que, para evitar el colapso, había ido traspasando poco a poco la propiedad a su antiguo dueño, que controló además aquella sociedad. Cuando Francisco Marty y Torrens falleció, el 29 de mayo de 1866, hacía ya mucho rato que el Gran Teatro de Tacón era casi enteramente suyo de nuevo. En su testamento prohibió que las acciones del inmueble, que legaba a sus hijos, salieran del dominio de la familia con el paso de los años, escribe Rey Alfonso en su libro. Ya con el edificio en posesión de los herederos se decidió que el primogénito, Francisco Marty y Gutiérrez, se hiciera cargo de su dirección y administración. En definitiva, terminó por comprarles las acciones a sus hermanos y, a su muerte, ya poseía el 94 por ciento de las que estaban en juego.
Cambio de dueñoLos almacenes del teatro estaban abarrotados en 1878. Obraban en ellos 211 telones, rompimientos y forillos. Casi 600 bambalinas y bastidores y un número indeterminado de accesorios. También 782 muebles y útiles para la escena y no menos de 13 787 prendas de vestir. Marty había esquilmado también a los autores y en los archivos se conservaban las partituras de 108 óperas y 48 zarzuelas, así como los libretos de más de mil dramas y comedias. En esa fecha su plantilla la conformaban un director, un secretario, un contador, un tenedor de libros, un portero mayor y 13 porteros y acomodadores. También un expendedor de boletos, un mecánico, cuatro carpinteros, dos serenos, una costurera con cinco ayudantes, un cartelero y varios conserjes, tramoyistas y utileros, así como cierto número de extras que solo eran llamados a trabajar, y cobraban, cuando las circunstancias lo requerían.
El Gran Teatro tuvo temporadas que reportaron considerables ganancias a Marty y Gutiérrez, el hijo mayor de don Pancho, que las invirtió, en buena medida, en beneficios para el inmueble y en el pago de artistas de primer nivel, como Sarah Bernhardt, que exigían honorarios prohibitivos. El propietario del coliseo y presidente de la sociedad anónima debía hacer malabares para mantenerse a flote. Aumentaba la carestía de la vida tras el fin de la Guerra de los Diez Años y crecía la competencia con la apertura de teatros como Albisu y Payret, con los que el Tacón dejaba de ser el más hermoso de la Isla. Hacia 1890 la situación se hizo desesperada y a la muerte de Marty y Gutiérrez su viuda e hijos heredaron una deuda inmensa junto con el teatro. Se disolvió al fin la sociedad anónima. Compró la familia Marty la totalidad de las acciones con tal de retener el Tacón y la operación la sumió en la insolvencia. Petra Pérez Carrillo, viuda de Marty Gutiérrez, no podría cumplir con el deseo de don Pancho de que el edificio se mantuviera siempre dentro del dominio de los suyos. En enero de 1899, junto con todas sus edificaciones anexas, lo vendió por solo 300 000 pesos a una compañía norteamericana.
La arañaLa copla quedó en el imaginario popular. Dice:
Tres cosas tiene La Habana/ que causan admiración: / son el Morro, la Cabaña / y la araña de Tacón.
Se decía que a esa lámpara solo la superaban en tamaño las de la Ópera de París y el Palacio Real madrileño. Si bien provocaba la admiración de muchos, irritaba a otros, a aquellos que debían presenciar el espectáculo desde los pisos superiores del teatro, esto es, desde la tertulia y la cazuela: los obligaba a hacer prodigios para ver el escenario completo. Se hicieron muchas sugerencias para remediar esa situación, pero la araña del Tacón permaneció en su mismo sitio durante más de 60 años.
La luminaria sufrió una seria avería cuando una noche de 1863 los espectadores decidieron tomar la escena por asalto. El Gran Teatro había vuelto a abrir sus puertas, luego de una de las tantas remodelaciones que sufriera, y lo hizo con la presentación de una compañía de tan mala calidad que el público de la tertulia y la cazuela, molesto y enfurecido, arremetió contra los cómicos lanzando a la platea y al escenario los brazos de las butacas y cuanto objeto contundente encontró a su alcance. Rey Alfonso en su Biografía de un coliseo se permite otra lectura, quizá más exacta, de ese incidente: los espectadores más humildes asumieron tan agresiva actitud no contra los actores, sino en repudio al régimen colonial. Las agudas contradicciones políticas y sociales seguían su curso y la muestra más fehaciente de ello fue el estallido de la Guerra Grande cinco años después.
La famosa lámpara desaparecería el 9 de enero de 1900. Se limpiaba el teatro con vista a la temporada de ópera que se iniciaría al día siguiente cuando la mítica araña se desprendió del techo y cayó estrepitosamente sobre el lunetario. Para sustituirla se adquirió a toda prisa un plafond en forma de estrella que sostenía 120 bombillas eléctricas. Los tiempos habían cambiado, el nombre de Tacón resultaba obsoleto y se sugirió dar al Gran Teatro el nombre de La Estrella. La idea no progresó. Así lo veremos el próximo domingo.