Lecturas
Esta es una historia espeluznante. En los días finales del mes de marzo de 1942, los peones agrícolas Ángel Barranco y Antonio Rodríguez, que rendían su faena diaria en los cañaverales de la finca Primavera, perteneciente al central España, en el municipio matancero de Perico, encontraron un cráneo junto a una caja de cartón vacía y, diseminados, ropas y artículos propios de mujer. Impuestas las autoridades del macabro hallazgo, miembros del Ejército y de la Policía Nacional, trabajadores del ingenio azucarero y un nutrido grupo de residentes locales se dieron a la tarea de hallar los restos del cuerpo, que de manera infructuosa buscaron por todos los contornos. La comunidad, profundamente conmovida, creyó ver en aquel cráneo de mujer descubierto el de una ignorada vecina víctima de otro descuartizamiento. Fresco estaba todavía el recuerdo de Celia Margarita Mena, trucidada un par de años antes en La Habana.
El juez local radicó causa por asesinato. Pero se desconocía quién era la occisa y la culpabilidad del crimen no recaía sobre una persona determinada. Ni siquiera se sospechaba quién podía haber sido el victimario. De esa manera, el Gabinete Nacional de Identificación se hacía cargo de un misterio más y aceptaba, con su celo habitual, la resolución del problema policíaco.
La búsqueda de los técnicos del Gabinete en el lugar de los hechos resultó más provechosa. Aparecieron una rama de la mandíbula inferior, diversos fragmentos de cráneo y numerosas piezas dentarias, entregadas de inmediato al doctor Israel Castellanos, director del Gabinete, y a su odontólogo, el doctor Carlos Criner. En poder del doctor Castellanos quedaron asimismo los objetos encontrados: vestidos, dos carteras, un par de zapatos blancos y otras prendas femeninas. La caja de cartón, que originalmente contuvo cuatro docenas de latas de salchichas y que sobre el fondo y la tapa mostraba señales de haber estado amarrada con un cordel grueso en forma de cruz, parecía, sin embargo, hablar por sí misma. En su solapa superior izquierda tenía escrita, con lápiz de creyón rojo, esta frase: «Recuerdos de Panchita la Cienfueguera». Y en uno de sus laterales, pero con lápiz negro, se leía: «Francisca Rodríguez Chirino».
Un pañuelo de hombrePero esos indicios, de momento, no conducían a ninguna parte, y Castellanos prefirió constatar si la caja había sido utilizada para trasladar al cañaveral el cráneo con la mandíbula inferior o si en su defecto solo contenía ropas y objetos de la víctima. Pronto rechazó la primera hipótesis. Si la cabeza decapitada hubiera sido transportada en ella, la caja presentaría vestigios de sangre, además del penetrante y persistente olor de la putrefacción. Al descartar que la caja de salchichas hubiera servido para trasladar la cabeza en cuestión, el investigador llegó a una conclusión importante: la muerte de la mujer sin identificar había ocurrido en el mismo cañaveral.
A otra conclusión arribó de inmediato el doctor Israel Castellanos. El examen de los vestidos revelaba que su última poseedora fue una mujer que vivía en la pobreza absoluta, casi en la indigencia. La ropa era muy diversa. Vestidos de calidad inferior, muy zurcidos, usados ostensiblemente por una mujer delgada, paupérrima y descuidada, y vestidos caros, finísimos y de tallas superiores a los otros, pero adaptados a un cuerpo menudo con hilos disímiles y siempre a mano.
El pañuelo de mujer, muy usado y desteñido, encontrado en el cañaveral, mostraba un nudo en uno de sus ángulos y en el interior del nudo contenía tres monedas de un centavo. Estaba manchado de tierra colorada y evidenciaba haber sido pisado sobre el terreno húmedo. Un refajo arrojó huellas de sangre en los tirantes y en su parte posterior. Cerca del refajo apareció un vestido desgarrado en dos grandes pedazos y con plastrones de tierra colorada en la espalda y las asentaderas. El primer plastrón, explicó el director del Gabinete Nacional, ocurrió al ponerse en contacto la espalda de la mujer que portaba dicho vestido con el suelo colorado y húmedo del cañaveral, mientras que el plastrón inferior se hizo al caer ella sobre sus glúteos, lo que evidenciaba que ese era el vestido que llevaba puesto la víctima al ocurrir la tragedia. Un lazo de los que usan las mujeres para recogerse el pelo y adornarse la cabeza tenía también huellas de sangre.
Un pañuelo de hombre apareció en el lugar de los hechos. Una tela muy usada, a rayas verdes, sin iniciales bordadas y doblado transversalmente de un ángulo a otro, como se hace cuando se coloca sobre la cabeza. Tenía, en uno de sus ángulos, un alfiler imperdible, cerrado, con un pedacito de tela del propio pañuelo, pedazo que pertenecía al otro ángulo de la prenda. Las máculas superficiales halladas en la tela permitían colegir que el pañuelo había sido arrastrado por el viento.
Dicho pañuelo no pudo pertenecer a nadie más que no fuese el victimario y posibilitaba arribar a otra conclusión importantísima. Fue roto por tracción, lo que ponía de manifiesto que la mujer muerta en la finca Primavera había intentado defenderse en los momentos postreros.
Pitas falsasLas investigaciones avanzaban aun sin que pudiese precisarse la identidad de la víctima ni la de su asesino. Las piezas óseas encontradas en el cañaveral correspondían a un mismo cráneo, el de una mujer de la raza blanca con cabellos lisos y castaños y peinados en trenzas, que tendría entre 35 y 40 años al morir. El cráneo no había estado inhumado en tierra ni colocado en un sarcófago. Permaneció al aire libre y mostraba huellas indudables de haber sido atacado por perros jíbaros y aves de rapiña.
El odontólogo Criner reconstruía la dentadura de la víctima y se hacía circular su fotografía. Eran dientes de forma cuadrado-ovoidea; faltaba un incisivo y otro mostraba una caries de tercer grado. Se publicó además la foto de un sombrero de crochet blanco que presumiblemente perteneció a la occisa, y el apelativo de Panchita la Cienfueguera y el nombre de Francisca Rodríguez Chirino se repetían hasta el cansancio en la prensa. El doctor Castellanos, por su parte, reproducía, a partir de las ropas encontradas, el cuerpo de la mujer en una especie de maniquí al que adicionó las trenzas castañas y cubrió con sus vestidos. Fue tan cuidadoso en los detalles que no olvidó el abriguito rojo que la figura llevaba sobre el brazo izquierdo flexionado. Fotografió la armazón de espaldas y, hoy vestida de una manera y mañana de otra, hizo publicar las fotos en los periódicos. Se veía a la mujer como si hiciera el retorno de una larga y fatigosa caminata.
Pronto un zapatero de la calle Espada, en La Habana, acudió voluntariamente al Gabinete Nacional de Identificación para notificar que por el aspecto de la boca y el sombrerito tejido creía reconocer a cierta enfermera graduada que ya había perdido de vista. Compañeras de esa enfermera se personaron también en el Gabinete con informaciones y fotos que pudiesen corroborar o desmentir la declaración del zapatero. Se presentó asimismo el dentista que años antes atendió a dicha enfermera. La mujer que recordaba haber tratado en su consulta era presumida e inclinada al acicalamiento; no podía tener una boca tan descuidada. Un informe del jefe del puesto de la Guardia Rural del central Lugareño, en Camagüey, puso fin a las suposiciones. Allí vivía con su esposo y gozaba de buena salud la enfermera a la que daban por muerta.
Un hallazgo complicó las investigaciones. Tres sábanas bordadas y finas, la funda de una almohada y una bata blanca con manchas de sangre aparecieron bajo el puente del Canal de Roque. Las indagaciones parecía que tomarían otro camino, pero el nuevo descubrimiento no guardaba relación con el crimen del cañaveral de la finca Primavera del central España, en Perico. Las manchas en las ropas de un sitio y otro correspondían a grupos sanguíneos diferentes y tampoco coincidían los elementos y rastros ambientales entre unas y otras.
A esta altura, las opiniones sobre el caso estaban divididas. Unos hablaban de descuartizamiento. Otros, como el doctor Castellanos, se inclinaban por la decapitación, mientras que no eran pocos los que sostenían que no se había perpetrado crimen alguno en Perico. Alegaban que si bien apareció una cabeza, no aparecían otros huesos ni partes del resto del cuerpo. Justo es decir que nunca aparecieron.
¡Pobre mamá!Porfirio Vázquez, blanco de 18 años de edad, cumplía en la cárcel de la ciudad de Matanzas una sanción de nueve meses por atentado a agente de la autoridad. Todos los jueves y domingos, sin faltar uno, el recluso recibía la visita de su madre que le llevaba cigarros, dulces y otras chucherías que le ayudaban a pasar su encierro. Un día Porfirio la esperó en vano. No llegó y faltó en las visitas subsiguientes. Nadie le daba razón de ella hasta que su hermano Evelio, de 12 años, que vivía recogido por una señora en un campamento de indigentes situado en los manglares de la playa matancera de Bellamar, fue a verlo. Se abrazó a él, llorando. Un caminante le dijo que la madre había sido asesinada en Perico. Pudo Porfirio ponerse en contacto con el Gabinete Nacional de Identificación y sus agentes lo visitaron en la cárcel. Le mostraron las fotos del maniquí, las ropas halladas en el cañaveral, el sombrerito de crochet. No cupieron ya dudas. La occisa era Francisca Rodríguez Chirino, conocida como Panchita la Cienfueguera.
Desde cuatro años antes, contó el hijo a la Policía, vivía ella maritalmente con un sujeto que se hacía llamar, indistintamente, Guillermo Castillo, Manuel García o Bárbaro Carbonell, alias Barbarito, que la obligaba a pedir limosna en su provecho y la golpeaba salvajemente cuando ella se negaba a complacerlo. Intentó la Cienfueguera huir de su concubino y buscó refugio en el campamento de indigentes de la playa de Bellamar. Pero allí fue Barbarito a buscarla y se la llevó bajo amenaza.
La Policía Secreta ubicó a Barbarito en Ciego de Ávila y lo detuvo. Trasladado a Colón, se confesó culpable de la muerte del menor Francisco Cabrera, cuyo cadáver fue hallado en una alcantarilla de la localidad de Jicotea. Con respecto a la Cienfueguera dijo que sostuvieron un violentísimo altercado en un cañaveral del central España y que ella intentó pegarle. Fue ahí que él decidió castigarla con un fleje. Los golpes la hicieron rodar por tierra, sin sentido.
Lo hice porque me era infiel, precisó. Negó con énfasis, sin embargo, haberla descuartizado o decapitado, por lo que se confirmó la suposición de que el cuerpo fue dispersado por los perros jíbaros.
El juicio por este caso sensacional se llevó a cabo en la Audiencia de Matanzas, que impuso una sanción de 20 años de privación de libertad a Barbarito por el homicidio de Panchita la Cienfueguera.
(Con información de Armando Canalejo.)