Lecturas
Hay personas que aunque se aprecien e incluso se quieran, uno les coge miedo cuando las ve. Son los necesitados. No es que anden en la fúacata ni mucho menos, pero han hecho un vicio de eso de pedir y siempre necesitan algo. No una gran cosa por lo general, sino insignificante, nimia, y que, aun así, a la larga, y gota a gota, te erosiona el patrimonio. Una cabecita de ajo. Un bolígrafo. Una cebollita. Dos huevos. Que si fuera para ellos, claro, nunca te pedirían. Pero es que me llegó una visita imprevista o porque el niño, siempre tan desganado, se antojó ahora de comerse un revoltillo. Son las mismas que te tumban la puerta a las siete de la mañana para preguntarte si ya colaste por aquello del tremendo dolor de cabeza que les provoca la falta de café, y de paso te piden un cigarrito. Hasta que yo compre. Y una peseta para el camello porque no tienen menudo y tú sabes que en el camello no dan vuelto. Y, si te haces el bobo, ni comprobante. Son las que se enteran que irás al médico y aprovechan para encargarte una receta de Paracetamol, no porque tengan fiebre ni los amenace la gripe, sino porque no se sabe lo que pueda pasar y siempre es bueno tener ese medicamento a la mano. O las que cuando presentas un nuevo libro, insisten con autoridad en que les regales un ejemplar dedicado y no se molestaron siquiera por compromiso en ir a hacer bulto el día del lanzamiento.
El que nunca pide y se ve obligado a hacerlo, lo hace con pena. Prefiere morirse. Te llama por teléfono o te visita y da vueltas y vueltas a las palabras hasta que encuentra el momento preciso para deslizarte la petición. Que, a veces, a última hora, no se atreve a hacer porque creyó no haber encontrado la oportunidad. Y, al revés, está el que con timidez y todo te suelta de entrada el petitorio y, aunque reciba una respuesta positiva, se explaya luego en una justificación sin límites que a la postre resulta imposible de soportar.
Los penosos y tímidos sin embargo, no abundan. Pululan, sí, los que se creen que uno está obligado a servirlos. Porque piensan que a uno le sobra. O que para uno será poco significativo privarse de lo que ellos piden. Son los que vienen a verte y, así como así, te disparan que necesitan tres mil pesos para salir del lío en que se metieron o para completar lo que les cuesta el refrigerador que van a cambiarle. Podrían pedírselos al banco en ese último caso. Pero a ellos no les gusta deberle al banco. Prefieren debértelo a ti, que eres su socio. Y tú sabes que conmigo no hay lío. Si dices que no los tienes, no te lo creen. Si no se los das, pierdes a un amigo, y si se los das, también. Porque por más que le adviertas que es el dinero de tus vacaciones o del arreglo de la casa, verás llegar el verano o el albañil, pero no tu dinero. Lo reclamas entonces, primero con indirectas, luego con una sugerencia tenue y te dicen que no hay problema, que no hay porqué para la preocupación pues tú bien sabes que aquella vez te pagué los 20 pesos que me prestaste. Pero ahora no son 20, sino tres mil y te hacen falta. Subes el tono. El deudor se disgusta e indigna. Está ofendido y no quiere verte. Ni tampoco pagarte. Si al fin lo hace, de seguro te tildará de ridículo por reclamar la bobería que le prestaste.
En eso del dinero y los amigos, está siempre el que cobrará dos mil pesos el martes por la mañana y viene a pedirte mil el lunes a las nueve de la noche para devolvértelo en cuanto él cobre su dinero en un martes que nunca llega o demora. El que se sienta a tu mesa en un restaurante y luego de ordenar su plato deja caer que no tiene un centavo. Y aquel que no se cansa de blasonar que no pide ni presta, pero que se te arrima en una cafetería y te tumba la cerveza.
LOS RONEROS
Los roneros son los peores. Te hace la visita imprevista uno de ellos y como son las nueve de la mañana le ofreces un café. No, no toma café: ya tú sabes, la acidez, la úlcera… Propones entonces un refresco y lo ves hacer una mueca. Ya sin saber qué brindar, sugieres un platico con dulce de mango o de coco rayado. Mejor no haber convidado a nada. El ronero no riposta, pero a las claras denota que está ofendido. Él, tan amigo, luce ahora cara de pocos amigos. Empiezas a preguntarte el porqué y pronto te percatas de que descubrió la botella de añejo que dejas siempre encima del aparador.
No, de ninguna manera, a él no le parece que sea muy temprano para un añejazo. Vendría bien. Lo necesita. Le sirves una dosis generosa en un vaso, sirves otro menos abundante para ti, pero él —¡qué bárbaro!— se lo suena de un planazo y queda con el vaso en el aire en espera de la segunda vuelta. Sirves otra vez para ambos, pero tu visitante es insaciable y a partir de ahí ya no espera que seas tú quien le repita. Asume la función de la intendencia, agarra él mismo la botella y después de echar un trago largo en su vaso, te pregunta, condescendiente, si quieres más. No puedes con eso y menos a esa hora de la mañana y te resignas a que se beba el añejo que reservaste para una ocasión mejor u otro visitante.
Y se lo bebe. Solo para preguntar si tendrás otra botellita por ahí. La tienes, pero, aclaras, es de ron chusmita que venden en la esquina. Tu visitante sonríe en triunfo. Se lo sopla igual sin dejar de asegurar, una y otra vez, que en la próxima visita, la botella irá por él. No hay próxima vez que valga. Vendrá también con las manos vacías. O llegará en compañía de otro amigo que traerá la botella. Y por cada trago que beban usted y el amigo que trajo la botella, él se echará tres al gaznate, y si a la hora de marcharse queda todavía algo de líquido tratará de bebérselo aunque se atragante.
ÉCHALE GUINDAS AL PAVO
Ese tipo de amigo es de la misma horma de aquel que va en grupo a un bar y espera siempre que otro pague la ronda que a él le toca. Va como becado o lleva cosido los bolsillos del pantalón. Aun así, bebe como el que más. Pero justo es decir que este espécimen rechaza generalmente las invitaciones en grupo. Carece de imaginación y da siempre el pretexto de que sigue un tratamiento médico que le impide beber alcohol.
Hay quien tiene vicio de los libros prestados. Y vicio de no devolverlos. Por más que le recalques que todavía no has leído el que se llevó. O la revista que inserta un par de notas interesantes que quieres conservar. Si difícil es que te devuelvan el libro, da de antemano por perdida la revista. Nadie las devuelve. Y hay quien te pide un destornillador y una pinza, y échale guindas al pavo. Terminas perdiéndolos porque luego no recuerdas a quién se los prestaste. Y el que a las 12 de la noche te saca de delante del televisor en lo mejor de la peor película del sábado para pedirte una zapatilla porque se le rompió la llave del fregadero. Tú, que sueles preocuparte por tener siempre esos adminículos, no recuerdas a esa hora donde las pusiste, pero quieres resolverle el problema al vecino. Que está apenado por molestarte. Pero tú le dices que no, que no es molestia. Y sonríes para colmo, aunque te pierdas la película y sepas que luego la cogerás con el perro, que no ve televisión ni usa zapatillas.
Está asimismo el vecino telefónico. No conoce límite. Llama y lo llaman sin orden ni concierto. Recibe llamadas lo mismo de Madrid que de Santiago. El que lo llama puede desconocer que aquí es de madrugada, pero el vecino telefónico no se lo advierte. Ni le corta la perorata. Lo escucha y habla con la sonrisa de oreja a oreja, sin importarle el tiempo que te está robando. Ni que por su culpa te pases del tiempo previsto en la cuota fija. Si se ve obligado a hacer una llamada de larga distancia, la hace y después tú le corres detrás para que te la pague. A esa hora, a lo mejor, no tiene dinero y deberás esperar, pero la empresa telefónica no espera y en definitiva el asunto del pago es tuyo. Más tarde o más temprano, el vecino telefónico se lanza a fondo y trata de convencerte de que, para evitar tanta molestia, lo mejor es que le pases una extensión. Aduces, para salir del paso, que eso de las extensiones clandestinas está prohibido, y él te recuerda que muchos lo hacen y no pasa nada. Pero tú eres un ciudadano respetuoso de la ley y sigues negándole. Tratará de comprarte entonces. No te convence y empieza a calificarte en la cuadra de egoísta y casasola. Pero sigue usando tu teléfono.
Si tu casa tiene garaje, te salaste. Te lo pide el vecino de enfrente. O el de la esquina. El de al doblar. El que te dice que vive tres cuadras más allá. Ninguno tiene dónde guardar el automóvil y todos se sienten con derecho a que los dejes disfrutar de tu espacio. Entonces te pones a pensar que el de enfrente nunca te saluda, que con el de la esquina y con el de al doblar intercambiaste solo unas pocas frases y al de tres cuadras más allá ni siquiera lo conoces. Ninguno de ellos te da un aventón las veces que te ve por ahí aguardando un taxi. Viran la cara y si te he visto, no recuerdo.
Hay gentes que juran y vuelven a jurar, sin que nadie se los pida, que tú no eres su amigo, sino su hermano, y empalagosos, repiten que eres su única familia. Desconfía de ellos. Son los peores. Detrás de tanto cariño se hace bien visible su interés. No quieren una cebollita, una cabecita de ajo o dos huevitos. No piden nada; tampoco necesitan, pero cuando se tiran, lo hacen a matar, sin reparar en que caen en el abuso de confianza. Una simple negativa los trastorna y, por suerte, los hace alejarse.
Está, cómo no estaría, el amigo que nunca molesta ni pide, pero que cuando conversa contigo te pinta un panorama tan dramático, sombrío y desolador que toca lo mejor de ti y mueve siempre tu solidaridad hasta que lo visitas y te convences de tu error al ver en su casa el multimueble y el equipo de música nuevos o al presenciar el video de los 15 de la niña que le costó un Potosí; fiesta a la que se le pasó invitarte o pensó en hacerlo y no hizo porque intuyó que a ti no te gustaban esas cosas.
Lo que me trae a la memoria la visita mañanera de un viejo y querido amigo. Venía, en nombre de la institución donde trabaja, a felicitarme por un premio que había ganado por mi trabajo periodístico. Me dijo que la directiva de su centro quiso enviarme un cake por el galardón y que él había dicho que se despreocuparan porque yo «no estaba en eso». Respondí que me hubiera gustado recibirlo. Para qué, inquirió. Le dije: Chico, me lo hubiera comido, sentado en el contén de la acera, con los niños de la cuadra.