Látigo y cascabel
Parece que las aguas del debate público sobre la autorización de la venta de CD y DVD en Cuba «tomaron su nivel», o al menos el resbaladizo nivel de la indiferencia. Ello es lo que sugiere la forma en que se apagó la polémica generada en sus inicios.
Detrás de estos silencios pueden estar incubándose extrañas puestas, o más bien abriéndose recónditas puertas, por las que pueden estar entrando sus gusarapillos.
Lo más extraño es que ahora apenas se habla de piratería, o que ya casi no se alcen las voces de diversos creadores del patio para protestar por el modo como esta labor irrespeta sus derechos como autor.
En lo que a impacto social se refiere, el «comprador vendedor de discos» se ha convertido, en muchos casos, como sabemos, en promotor «descultural», en aquel que se siente capaz de «comprender» como pocos el gusto del pueblo y traducirlo en obras «quemadas» en los más diversos formatos que se organizan de forma acrítica, en los famosos «combos».
Y aunque tal vez la venta de CD y DVD se haya quedado atrás en cuanto a su pegada, si se compara con los transmisores del «paquete», todavía siguen teniendo excelente posicionamiento a lo largo y ancho del país, y continúan como una opción más asequible desde el punto de vista económico para el cubano promedio, para el cual permanecen prohibitivos los precios con los cuales comercializan sus productos las disqueras internacionales y nacionales, para referirnos, por ejemplo, al caso de la música.
En honor a la verdad, poco preocupa a los múltiples clientes que nuestros cuentapropistas «audiovisuales» no siempre tomen en consideración la legislación vigente en cuanto a la protección de los derechos de autor, y mucho menos el hecho de que Cuba sea miembro de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual.
Su mayor empeño consiste en no dejar escapar a sus usuarios, y ello, aunque entendible, puede contraer grandes peligros si no aparecen las necesarias regulaciones.
No dejo de pensar en ello desde que me acerqué a observar cuáles eran las propuestas de estos tiempos. Cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí un «nuevo» género dentro de la abundante discoteca: las películas eróticas.
Convertidos estos trabajadores no estatales en improvisados diseñadores de los productos que expenden, la colección se anunciaba en «grande». Sobre todo por los fondillos que casi se salían de las coloridas carátulas, en poses que poco dejan a la imaginación.
A riesgo de que se me tilde de mojigato, este hallazgo terminó por alarmarme. Y no solo por la cuestión jurídica y ética, o por la manera en que esta actividad ha podido potenciar el retroceso en la calidad de los consumos culturales del audiovisual, a partir de una oferta que no pasa el filtro de las jerarquías.
En verdad, ahora mismo me inquieta más lo que se pueda estar poniendo al alcance de niños y jóvenes bajo la etiqueta de «erótico». Porque lo cierto es que en ningún lugar encontré el más mínimo aviso de que su venta estaba limitada para menores de edad.
Pese a que podría hasta discutirse la pertinencia o no de que en Cuba se abran espacios para la venta de ese tipo de productos, al menos hacerlo sin regulación, en cualquier espacio y lugar, sería una vulnerabilidad que puede echar por tierra todo lo que se ha hecho para proteger a nuestros niños y jóvenes. Y en ese sentido, la responsabilidad que nos toca a todos es enorme.
Cuando la Revolución cortó la difusión y promoción de contenidos pornográficos tuvo en cuenta, en buena medida, el impacto negativo que estos pueden acarrear en la salud mental y sexual de los adolescentes. Y aunque el debate sobre esos asuntos alcanza hoy diversos matices que no se consideraban entonces, lo que no ha cambiado para los especialistas es que el consumo de este tipo de materiales puede crear trastornos como la predisposición a la promiscuidad, la negligencia ante métodos de anticoncepción, la vulnerabilidad a enfermedades de transmisión sexual, entre otras.
Y esta súbita aparición nos lleva a las mismas aguas, o tal vez a otras más profundas y turbias, que aquellas en las que terminaron por ahogarse los debates sobre la autorización de la venta de los CD y DVD en Cuba.