Látigo y cascabel
Intentó darse la vuelta cuando estaba a solo unos pasos del lugar que, seguramente, le recordaba la camuflada trampa de dientes afilados con la cual el cazador suele inmovilizar a sus presas. Pero prefirió continuar su marcha ya no tan radiante, pues su magnífico andar de bella muchacha dejó de ser seguro y danzante, para convertirse en movimiento vacilante de tacones «quebrados».
Con rostros de lobos hambrientos, la esperaban en la esquina unos jovenzuelos, quienes inmediatamente se ordenaron cual boca angustiada dibujada por un niño que insiste en pintar la cabeza de alguien muy triste. Entonces, sucedió lo que ya anunciaban ojos, poses y bocas sedientos: la muchacha sintió respiraciones que invadían su aroma; manos que sin llegar al contacto físico la tocaban, y, sobre todo, palabras lascivas, hediondas, brutales. Ella consiguió petrificarlos en un instante con la mirada; y ellos, recuperados después del «plante», sonrieron por su hazaña colectiva de «poderosos» sementales.
No es el primer «acoso» que presencio, últimamente abundan, sobre todo en momentos en los que, por hallarse en grupo, significan una confirmación de la hombría, de la virilidad, cuando en realidad son expresión de una violencia verbal y hasta física, que de seguir en incremento nos tiene que alarmar. Tal parece que en la Cuba del siglo XXI no es de buena «onda» acudir a esos piropos que quizá un poeta calificaría de cursis (al estilo de «qué envidia sienten las rosas rojas cuando usted pasa»), pero que generalmente conquistan una sonrisa agradecida de la «víctima», por ingeniosos y simpáticos, más que por «románticos».
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, recuerdo aquel jocoso documental rodado en 1978 por Luis Felipe Bernaza (1940-2001), titulado El Piropo, que hablaba de la chispa del cubano para idear frases que hicieran a las damas caer rendidas a sus pies o, por el contrario, espetarle una respuesta que lo dejaba fuera de combate, como el «enfermo» que deseaba que una enfermera de bellas formas lo asistiera, a lo cual esta le aclaraba: «la tuya tendrá que ser una enfermedad muy extraña, porque yo soy comadrona».
O sea, decir piropos ha sido una práctica frecuente. Ha formado parte de nuestro folclor, de nuestra manera de ser. Al mismo tiempo, pocas son las féminas que no lo aceptan, aunque sea con timidez, cuando es elegante, gracioso, respetuoso. Sin embargo, a veces siento que abundan más los «compulsivos» (sistemáticos y sin excepciones), o aquellos otros ofensivos, los cuales denotan vulgaridad, agresividad, falta de educación formal y cívica; que evidencian escasísima cultura.
Está claro que a quienes disfrutan soltando a cada paso una grosería no les preocupa traspasar el límite del buen gusto. Creen que su ego, su superioridad masculina, se eleva hasta las nubes cuando le dirige a cada mujer que se atraviese en su camino una palabra o una frase donde hace alusión a su cuerpo o a su sexualidad. Y luego, también son «expertos» a la hora de «adoctrinar» a sus hijos varones de cómo tendrán siempre que actuar «como hombres que son».
Lo triste es que no entienden que su papel debe ser otro: educar, transmitir y enseñar normas adecuadas de conducta; convertirse en un buen patrón. Por supuesto que ese rol no le corresponde únicamente al padre, sino a la familia toda, del mismo modo que no puede ser ajeno a las escuelas, las instituciones y a las prácticas culturales.
A veces perdemos de vista que es esencial propiciar la educación de la convivencia, esa que tiene que ver con el comportamiento de cada uno de nosotros hacia los demás, y que no nos podemos cansar de pretender que sea cotidiana la práctica del respeto, de los valores éticos y humanos. No olvidemos que el trato amable entre las personas también dice mucho de nuestra cultura.