Cuba
Después de casi una centuria y media de exhibición en las más diversas anatomías, el pantalón pitusa —o jean, blue jean, mecánico, vaquero, tejano o como quieran llamarle— aún se las da de pepillo. Es tal su recurrencia en el atuendo planetario que parece como cosido y remachado a su silueta. Pieza decimonónica, conserva intacta su estirpe en el siglo XXI.
Ninguna latitud le es ajena. Sus fans lo pasean con desenfado lo mismo por la gélida Islandia que por la tórrida Libia. Las revistas de moda le reservan sus portadas y los salones de costura lo veneran. Nadie le impone normas en materia de tonalidades: puede ser blanco, azul, marrón, negro... ¡Y qué magnífico luce resaltando formas e insinuando contenidos!
El debut originario de esta carismática y cosmopolita prenda de vestir se remonta a 1853, cuando el oeste norteamericano ardía con la llamada «fiebre del oro». Se le atribuye su paternidad a Levi Strauss, un emigrante judío nacido en Baviera, quien a la sazón vendía cubiertas para tiendas de campaña en los poblados auríferos de California.
Cierto día un minero le dijo: «Aquí lo que más necesitamos son pantalones fuertes para trabajar entre el agua, el lodo y las rocas». Strauss percibió un filón dorado en el comentario del buscavidas y —hombre avispado para los negocios— encargó a un sastre confeccionar un prototipo de la pieza a partir de un trozo de lona. El éxito fue inmediato y sensacional.
Poco después, y enardecido por lo espectacular de la acogida, el emprendedor hebreo decidió introducir mejoras en el diseño de la indumentaria. Así, suplió la tosca loneta marrona por un tejido de algodón más suave, conocido por sarga de Nimes, tasado como la tela más vendida en los anales textiles. De ahí derivó en denim, el nombre de la mezclilla actual.
El negocio prosperó, al punto de erigirse pronto en una compañía consignataria, proveedora de pequeños comerciantes. En 1872, Jacob Davis, un modisto de origen lituano radicado en Reno, Nevada, que le compraba la ropa a Strauss para ofertarla luego por su cuenta, le escribió a este una carta:
«Señor —le comunicó el costurero—, mis clientes de las minas se quejan de que los bolsillos de sus pantalones se descosen a menudo por el peso de las muestras de oro que les depositan dentro. Se me ha ocurrido hacerles una innovación. Quiero consultársela. ¿Le parecería bien si en esos sitios débiles, a manera de refuerzo, les coloco unos remaches de cobre? Si la idea funciona, le propongo patentarla cuanto antes».
Funcionó. El 20 de mayo de 1873, la Oficina de Patentes de Estados Unidos concedió a Strauss y a Davis la licencia sobre «un pantalón de trabajo hecho con una tela gruesa llamada denim, de costuras reforzadas y remaches metálicos en los puntos de más tensión de los bolsillos y el botón de cierre».
Su tonalidad más aceptada se estrenó en 1880, cuando el alemán Adolf von Baeyer, Premio Nobel de Química en 1905, obtuvo un colorante azul a partir del ácido antranílico, que dio al traste con el uso del añil, de origen biológico. Así salió a mostrar su gracia el bluejean de cinco bolsillos.
Los padres del pitusa no imaginaron ni remotamente que habían creado un símbolo. Mucho menos calcularon la magnitud de la fortuna que amasarían con su venta. Con el tiempo, el jean —apelativo derivado del abolengo genovés de sus precursores— haría mutis del trabajo rudo para integrarse a la percha de cuanta persona habita en el globo: empresarios, campesinos, estudiantes, deportistas, diplomáticos, príncipes, obreros, militares, artistas… El uso de la prenda los igualó a todos.
En los años 50 del siglo pasado, los jóvenes norteamericanos lo adoptaron como fetiche contra la sociedad de consumo. Devino entre ellos ícono de rebeldía. Tanto, que andar «en pitusa» fue tildado de provocación. En algunos cines no se permitía la entrada a quienes lo vistieran. Pero finalmente se impuso. En 1968, los estudiantes opositores a la guerra de Vietnam, enfundados en sus jeans, tomaron por asalto los campus universitarios y hasta el jardín de la Casa Blanca.
Antes, la aparición del actor James Dean en el filme Rebelde sin causa, y de Marlon Brando en Salvaje, ambos con pantalones de mezclilla, fomentaron la gloria del atuendo. En los inicios su uso era patrimonio de los hombres. El primero para ellas, el Lady Levi’s, salió de un atelier en 1939, con cierre lateral y sin bragueta. Pero bastó que en 1958 Marilyn Monroe posara con uno ajustadísimo y sensual —ya con la cremallera detrás— para que las chicas enloquecieran. La actriz confesó a la revista Modern Screen que su prenda favorita era un par de vaqueros: «Con ellos soy yo misma», aseguró.
El uso del pitusa resultó tan masivo en los años 70 que los gurúes de la moda resolvieron lanzar al mercado sus propios modelos. Lo convirtieron en un ropaje chic y elegante. Yves Saint Laurent, artífice de muchos cambios en el mundo de las pasarelas, llegó a manifestar: «Toda mi vida me he lamentado de una sola cosa: no haber inventado el pantalón vaquero».
Más tarde, en la década de los 80, vio la luz el pitusa nevado. También el prelavado químico, creado por Jack Spence para la empresa Lee. Uno y otro le confirieron a la pieza un novedoso encanto. Su evolución le impuso cortes diversos: talle alto, a la cadera, estrecho, acampanado, con pinzas…
Por esa fecha, la firma Dolce & Gabanna presentó a sus prosélitos unos jeans rotos por la rodilla y deshilachados y desgastados por el muslo, como los exhibe la usanza actual. Los hay, además, elastizados y decorados de las más disímiles maneras, incluso con incrustaciones de piedras preciosas.
Tienen una singularidad poco conocida en sus 37 operaciones distintas de cosido. En efecto, en 1998, expertos del Buró Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos probaron en un juicio que ningún jean es idéntico a otro, porque «las máquinas que los cosen producen movimientos irregulares que hacen que cada pantalón tenga una forma diferente». Así que cada persona puede blasonar de la exclusividad del suyo.
Hoy la firma Levi’s continúa entre las punteras en la confección y venta mundial de pitusas de todos los tipos, colores y texturas. Y, por cierto, cuenta en su sede central con una bóveda similar a la de un banco, donde guarda celosamente los modelos creados por sus diseñadores durante toda su historia, entre estos el llamado «jean de Nevada», la pieza más antigua, que en 2001 fue comprado en una subasta por la misma marca al precio de 46 532 dólares.
A pesar de su secular edad, este práctico atuendo se resiste a la jubilación. Se adapta plenamente a los cambios de clima, de contexto social y de dogmas culturales. Es uno de los pocos testigos de la historia que permanece con vida. Según modistas y modistos, figura como la ropa más combinable de cualquier época y la única que ha unido a seis generaciones.
«A mí me encantan los pitusas —afirma Jessica Gómez, una bellísima tunera que exhibe su opulencia física a bordo de un jean azul cielo—. Si fuera por mí, anduviera todo el tiempo con ellos. Son funcionales y sirven igual para la Universidad que para la discoteca. Ah, ¡y no hay que plancharlos!».
El cibersitio Modas dice más: «Es una pieza única, de las más versátiles jamás diseñadas. Símbolo de juventud y comodidad, conserva un embrujo atrayente, del que pocos consiguen sustraerse. Todos guardamos alguno en el armario». Y afirma luego: «Por la empatía que establecen, se llega a crear una relación casi amorosa entre el pantalón y su propietario».
Sensuales, extravagantes, divertidos y perdurables son algunos de los adjetivos que se le endilgan a esta reliquia del ropero posmoderno. No, sus valedores nunca sospecharon qué mítica prenda habían lanzado a la palestra. Un auténtico emblema del siglo XX y de los que están aún por venir.
Mientras pienso en esto, Jessica camina calle abajo. Los que estamos en las cercanías convenimos en que el jean le viene de maravillas a la escultura de su cuerpo. Hay muchas como ella por toda Cuba. Entonces me acordé de Levi Strauss. Leí que falleció en 1902 de un ataque cardiaco. Si llega a vivir en estos tiempos, hubiera muerto de tortícolis. ¡Seguro!