Cuba
MEDIA LUNA, Granma.— Cuando tenía cuatro años hizo una de sus primeras diabluras: jugando, se tragó un pequeño recipiente de cristal. Si no sucedió algo peor fue porque su sabio padre, reconocido médico del pueblo, actuó con aplomo y le suministró por vía oral ipecacuana y mucho líquido; y así, entre abundantes vómitos, logró expulsar íntegro el pomito.
Esa misma niña sería la que años después, cuando por los cielos de Media Luna apareció un raro objeto volador (un zepelín), en vez de espantarse como miles de personas mayores, tomó de la mano a su hermana Acacia y corrió tras aquel «bicho» para mirarlo bien hasta que se le perdió de vista.
Y fue una de las pequeñas que idearon aquella broma tremenda: atraparon un caballo de cierto policía, lo pintarrajearon y acicalaron de tal modo que el animal, en su huida, entró a galope dentro del hotel Europa y provocó la retirada asustada de un grupo de jugadores de dominó.
Esa muchachita, autora de otras ocurrencias sin par, como la de cerrar la llave de paso para dejar enjabonado a quien se estuviera bañando, o la de esconderle los zapatos a un familiar visitante y olvidar exprofeso el lugar donde los había ocultado, no era otra que Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley, la misma que al paso del tiempo se convertiría en una de las personas más queridas y admiradas en Cuba.
«Ese sentido de la broma traviesa, cultivado desde sus años infantiles, acompañó proverbialmente a Celia durante el resto de su vida», escribió su biógrafo, el investigador Pedro Álvarez Tabío, ya fallecido.
Pero la niña de fecunda imaginación y protagonista de juegos atrevidos, capaz de acostar a una pequeñita de meses en una tabla de planchar, también enseñó desde temprano su ternura, sensibilidad y una vehemente manera de amar a los demás.
Cuando, por ejemplo, murió su madre —también llamada Acacia— Celia estuvo casi un mes con altas calenturas, sin que medicamento alguno la curara. Al parecer padeció entonces, con seis años y medio, una fiebre emotiva y psicológica por la pérdida irreparable de la progenitora.
Su existencia estuvo colmada de magia y de detalles, esos que a veces se soslayan por el inmenso vigor del mito de haber sido la primera guerrillera de Cuba en la Sierra Maestra y durante más de 20 años «no la sombra, sino la luz para Fidel», como dijera con acierto Eusebio Leal en diciembre de 2003.
Y si en todos los sitios de la nación se le quiere, en Media Luna (su tierra natal), Manzanillo y Pilón, lugares donde también vivió, se le idolatra, al punto de que en esos territorios varias personas cuando hablan de ella, a 32 años de su desaparición física, no pueden contener las lágrimas y recuerdan cada detalle posterior a la noticia que sacudió al país, el viernes 11 de enero de 1980.
No es azarosa tal fascinación. Celia fue la sencillez, la dulzura, la entrega y la modestia personificadas, «rigurosa y exigente en los principios, apasionada, pero al estilo de los que habló Martí cuando dijo que los apasionados eran los primogénitos del mundo», como expuso Armando Hart.
Se dejaba raptar por los amaneceres, las orquídeas, los helechos, los caracoles en la arena, las mariposas, las montañas verdes y las olas del mar. Tanto gustaba de la naturaleza que para la posteridad ha quedado una anécdota, ligada a una palma y a una monita que le habían regalado unos marineros, quienes visitaban su casa de Pilón.
La singular mascota se había escapado y estaba trepada a lo alto de una palma. Buscaron a un liniero, que era experto trepando con pinchos, para que la capturara. Cuando el hombre comenzó a subir clavando sus metales en la corteza del árbol, Celia se alarmó al máximo: «¡Así me vas a acabar con la palma!».
El liniero explicó entonces que no había otra manera de hacerlo. «Está bien, sube, pero trata de que no le duela mucho a la palma», replicó ella con incómodo conformismo.
Además de ese amor por lo natural gustaba del blanco en la ropa y le fascinaban las artes manuales y el bordado. «Buscaba la belleza en las cosas más insólitas: decía, y lo demostraba, que una falda hecha de saco de harina podía ser atractiva y que unas alpargatas bien diseñadas no afeaban ninguna moda», me comentó hace varios años Maritza Acuña, estudiosa de la vida de la heroína y directora del Museo Casa Natal de Celia, en Media Luna.
Esa creatividad para cualquier asunto de la vida —incluso la guerra— la llevó, por ejemplo, a intervenir en la concepción y decorado de obras como la Comandancia General de la Plata (en plena Sierra Maestra y en medio de los fragores del combate) o después, en instalaciones imponentes como el Parque Lenin y el Palacio de Convenciones.
Otros aspectos de un apretado retrato: parecía incansable para el trabajo, escribía con letra ininteligible en los exámenes, fumaba sin parar como «herencia» del padre venerado, medía un metro y 63 centímetros y no llegaba a las 120 libras; era una empedernida tomadora de café, apenas pellizcaba la comida y muchas veces lo hacía de pie; bailaba con excelencia, le fascinaba la pelota, se deleitaba con las infusiones de manzanilla o caña santa o con el sabor de frutas como la ciruela, el tamarindo, el mango toledo y especialmente el mamoncillo.
Un rasgo que la hizo inmensa fue su capacidad para estar al tanto de lo que parecía más mínimo. Las pruebas están en los papelitos y notas de la etapa guerrillera que supo conservar para después armar la historia, o en los múltiples asuntos personales que ayudó a resolver luego del triunfo revolucionario.
Todos los historiadores coinciden en que Manuel Sánchez, su padre, fallecido el 24 de junio de 1958, resultó una brújula constante en su vida.
Apuntan que si Celia fue tan virtuosa lo debió en parte al progenitor, hombre de vasta cultura, profundamente martiano y que incursionó no solo en la medicina, sino también en la estomatología, la política, la espeleología, la historia…
Fue él quien señalizó el lugar exacto donde cayó Carlos Manuel de Céspedes. Se carteaba con el científico Antonio Núñez Jiménez; era conocido del pintor Carlos Enríquez y un fiel seguidor del líder ortodoxo Eduardo Chibás, quien lo visitó en Pilón en mayo de 1948.
Ese ambiente caló en la conciencia de Celia, quien entre los ocho hijos, de ellos seis hembras, se convirtió en los ojos mismos del padre y en su brazo derecho para muchas tareas. A ella le dio total libertad y confianza; por eso pudo hacer lo que en la época les estaba vedado a casi todas las mujeres: montar a caballo, hacer piruetas en una avioneta con un piloto amigo, subir lomas, pescar con hombres duchos en los ajetreos del mar…
Un mes y nueve días antes del deceso de Manuel, Celia le escribió una carta sentida y tierna, que muestra la compenetración entre ellos. «Te tengo presente siempre como no te imaginas, cada día más. Cada avance de la Revolución me acuerdo de ti, que tanto y tantas veces te han preocupado los problemas campesinos y en total los de Cuba. Esto va a pasos agigantados».
Sus anécdotas en la Sierra Maestra, donde participó en batallas tan decisivas como la de Guisa, sobraban para hacerla protagonista de la historia nacional. O los pasajes impresionantes de la lucha clandestina, o los de la preparación de la red de apoyo a los expedicionarios del Granma.
De su andar revolucionario en el llano llama la atención, por ejemplo, cuando se escondió donde ningún cuerdo la supondría: debajo de la cama de la casa que registraban con voracidad los esbirros de la tiranía batistiana.
En cierta ocasión, también para escabullirse, tuvo la idea de meterse en medio de un tupido marabuzal, acción que le costó varios agujeros en la cabeza.
Pero Celia, calladamente, siempre evadiendo las cámaras y las entrevistas, siguió haciéndose hermosa leyenda después del triunfo revolucionario.
Perdió el oído derecho debido a un golpe que recibió en una jornada de trabajo voluntario, y cuando los médicos le pronosticaron que tardaría un año en recobrar el sentido del equilibrio por ese percance, ella, a fuerza de ejercicios y tenacidad, volvió a caminar normalmente antes del mes.
Le tuvieron que extirpar un pulmón, el 22 de julio de 1977, y seis días después ya estaba convocando a la cabecera de su cama a algunos de sus compañeros de estudio de la Escuela Superior del Partido Ñico López, a quienes les comunicó su deseo de concluir la Licenciatura en Ciencias Sociales, iniciada en 1976.
Era diputada, miembro del Consejo de Estado, del Comité Central del Partido, y aun así, abrumada por las tareas y el tiempo, cumplía con la guardia cederista y participaba en las rendiciones de cuenta, como señaló Pedro Álvarez Tabío.
Sabía, a los 59 años, que a poco se extinguiría por la terrible enfermedad pulmonar y continuó sumergida en los libros de su licenciatura y en incontables tareas decisivas para la nación.
Sabía, tal vez, que era flor y gaviota, ola y sonrisa útil, que tenía mil nombres, pero le bastaba presentarse, simplemente, como «Celia».
Bibliografía empleada:
Celia, ensayo para una biografía, de Pedro Álvarez Tabío.
Periódico Juventud Rebelde, enero de 2000 y 2005.
Periódico La Demajagua, diciembre de 2003.