Acuse de recibo
El Doctor Segundo Pereda Hernández (San Gerónimo No. 480 altos, Santiago de Cuba) y los másteres en Ciencias Onell Pérez Hernández, Pedro M. Cabrera Castro y Eudel Michel Rojas, profesores todos de la Universidad de Oriente (UO), habían decidido festejar aquel día los logros de sus alumnos en los recién concluidos Trabajos de Diploma.
Era sábado, 6 de julio, y cuentan los docentes del Departamento de Ingeniería Hidráulica que se dirigieron al Ranchón, centro ubicado en las Alturas de Quintero, frente a la Planta Potabilizadora Quintero, en la urbe santiaguera.
Fueron atendidos con cortesía por una compañera en la parte del restaurante, evocan los remitentes. Pero la cosa comenzó a tornarse distinta cuando decidieron comprar cerveza dispensada. Para ello emplearon un pomo plástico de 1 500 ml, un «pepino» o «balita», como suelen llamarlo en occidente y oriente del país, respectivamente.
Cuentan que la refrescante bebida se estaba vendiendo en vasos plásticos desechables, y los remitentes consideran que «la capacidad de estos no se corresponde con el mensaje escrito en letra corrida y bolígrafo y pegado a la pared del fondo que dice: “Cerveza dispensada. Vaso de 350 ml, seis pesos”».
En todo caso, reflexionan los profesores, la «balita» o «pepino» se debería llenar con cuatro vasos más otros 100 ml, de modo que aun completamente llena no debería valer 30 pesos, como les cobraron, sino 25,70.
Pero motivo de alarma mayor fue que durante el despacho observaron que el dependiente o cantinero «echaba en nuestro “pepino” o “balita” parte de la cerveza desechada del llenado de vasos y recipientes de otros consumidores que depositaba en un recipiente de dudosa higiene…».
Ante el reclamo de los clientes, el cantinero les respondió que qué iba a hacer con la que sobraba.
Narran los impactados profesores que la penosa situación no termina aquí, sino que en la siguiente ronda que solicitaron el cantinero volvió a repetir como si nada el irrespetuoso y antihigiénico procedimiento. Ellos procuraron la presencia de la administradora del local, pero esta no se encontraba allí en aquel momento.
«Fuimos nosotros a pasar un rato agradable, en una instalación estatal recientemente inaugurada, y todo nos lo echaron a perder por el proceder (…) irrespetuoso de un joven dependiente», se duelen los santiagueros. Y añaden: «Había que ver la forma de manifestarse, al igual que su vestimenta, mientras los demás trabajadores del Ranchón estaban uniformados correctamente».
Que la atención médica depende, más que de tecnología y recursos materiales de una profunda vocación y un trato profesional es una verdad casi de Perogrullo. Sin embargo, cuando uno lo comprueba, siente la necesidad hondísima de reconocer a quienes han puesto su talento y entrega al servicio de tan noble causa.
Así le ocurrió a Irma Martínez Castrillón (Ave. 1ra. e/ 10 y 11, Rpto. Chibás, Guanabacoa). Resulta que la nieta de Irma, de tan solo dos añitos de edad, padecía un tipo de tumoración maligna que ponía en riesgo su cortísima vida. Al serle detectada —narra la abuela—, la niña fue ingresada en la sala de Oncocirugía, en el 7mo. piso del hospital pediátrico William Soler, de la capital.
Del magnífico cuidado que recibió allí da muestra la reverencia de esta abuela ante la doctora Caridad Verdecia, jefa de sala, el doctor Luis Orlando, director de la institución y los internos, enfermeros y enfermeras, personal de servicio como las pantristas, de tanta calidad humana que la pequeña Amanda Fabiana y sus amiguitos del centro médico se saben en las más tiernas y seguras manos.