Acuse de recibo
Ángel Ribot Enríquez (Avenida 9na., Edificio 20A1, apto. 21, Santa Cruz del Norte, La Habana) cayó estrepitosamente de cara al suelo cuando el pasado 5 de mayo le cedió el paso a una anciana mayor que él. Tropezó con un desnivel de la acera, muy cerca de Mazón y San Miguel, en la capital.
Se incorporó con relativa rapidez, pero sangrando abundantemente por el arco superciliar derecho y por la nariz. Vecinos de esa cuadra —cubanos al fin— lo rodearon y auxiliaron para que se incorporara. Aparecieron, como primeros auxilios, agua para que se lavara la cara y unas palabras de aliento.
Lo de la nariz se contuvo, pero arriba continuaba manando sangre. Tan pronto se repuso, Ángel continuó su camino apoyando el pañuelo contra la frente, hasta que arribó por sus propios pies al cuerpo de guardia del Hospital Calixto García.
A la entrada una joven, sin darle tiempo a explicaciones y ni siquiera mirarlo, le dijo como una autómata: «Segunda puerta a la izquierda, Neurocirugía». Pero allí no había pacientes, solo tres médicos que conversaban animadamente. Mas el accidentado no pudo ni siquiera acercarse. El primero de los galenos que le distinguió, «hizo con la mano el mismo gesto con que se espanta un gato; y le señaló, con el mismo tono frío e impersonal de la muchacha: “Allí al lado, en la primera puerta”».
En la primera puerta había una cola de espera de diez o 12 personas, ninguna quejándose ni sangrando, pero sí aguardando porque las atendieran. Y las gotas de sangre caían del rostro de Ángel venciendo la resistencia del pañuelo, ya anegado. Adentro, un médico sentado atendía a una señora que estaba de pie, y entre ambos intercambiaban notas, como quienes elaboran un documento o informe. A su alrededor, seis o siete jóvenes con batas blancas conversaban y reían.
Ángel seguía rociando de sangre el piso, ya impaciente. Se dirigió de nuevo a Neurocirugía, «y el mismo médico volvió a “espantar el gato” y me repitió: Pida el último allí».
El herido se cansó de esperar: Abandonó el cuerpo de guardia del Calixto García y tomó la ruta 58. Más tarde accedió a un carro de alquiler hasta Guanabo. Y de allí, en un camioncito de porteador privado, llegó pasadas las 11 de la mañana al Hospital de Santa Cruz del Norte.
La primera enfermera que le vio, aunque ocupada en otro caso, le preguntó: «¿Qué le pasó, abuelo?», como si verdaderamente fuera su nieta. Ángel no había terminado de contarle, cuando ya ella le alcanzaba una silla. Y en cuanto pudo, comenzó a atenderle. Limpió y desinfectó la herida «con todo el amor del mundo», según Ángel. Y le dijo entonces: «Ahora me espera un momentico, que tengo que buscar al médico, porque esto lleva puntos».
Apareció un joven galeno, y comenzó su trabajo: «Les aseguro que me dio más calor humano que puntos, confiesa el anciano. Me atendió con tanto cariño que me di cuenta de que estaba en casa». Mientras, la enfermera tomaba los datos de Ángel y lo chequeaba.
«Valga aclarar para los mal pensados —afirma el santacruceño— que ni el médico ni la enfermera me conocían. Solo sabían que yo era un viejo que estaba sangrando porque se había caído».
Esta columna, que tantos testimonios de agradecimiento acerca de la atención médica en el Hospital Calixto García ha reflejado, hoy reseña una historia muy distinta, con su contraparte alentadora.
Y lo hace para demostrar, una vez más, que allí donde falla la calidad de los servicios de salud, por lo general no inciden los problemas materiales y de recursos —que los tiene hoy Salud Pública— sino el componente humano, la sensibilidad y la ética profesional de quien te atiende, o desatiende. Esa es la verdadera medicina. El medicamento más efectivo.