Acuse de recibo
Por más conocimientos que se multipliquen, la ortografía declina. No caben dudas. Una muestra de ello fue la oportuna observación hecha aquí el pasado 28 de febrero por la capitalina Isis García Booth: consumió una cerveza Tropical y, al observar la etiqueta, descubrió que en la misma aparecía la palabra «cevada» en vez de cebada.
A Isis le preocupaba —con mucho fundamento— el hecho de que en la etiqueta de un producto que sale al mercado, y que se supone fuera analizada por muchas personas, se filtrara impunemente tal desaguisado, en un país donde la instrucción es algo generalizado y común para cualquiera.
Ahora, llega la respuesta de Sergio Luzardo Torres, director de Operaciones de la Unión de Empresas de Cervecerías, quien reconoce que «somos responsables por no haber sido lo suficientemente profundos en el análisis de los bocetos presentados, confiando en la profesionalidad de la empresa contratada para realizar las impresiones».
Señala también que dicho lote fue sacado de la producción y destruido, como se procede en esos casos. Y ello corrobora que el desliz también trajo pérdidas económicas a la Unión de Empresas de Cervecería.
También asegura que «se tomaron las decisiones pertinentes para que situaciones como estas no se repitan», aunque no explica cuáles fueron. Y patentiza las disculpas de esa entidad con los consumidores ofendidos.
Agradezco la respuesta autocrítica, no sin antes alertar, una vez más: Ojo, el cubano es exigente, no solo para distinguir la calidad y el sabor de una buena cerveza a ciertos engendros avinagrados que aparecen en los mostradores. Al cubano no se le va una en cazar gazapos.
Y reitero: hay que volverle a poner todo el celo a la ortografía en nuestro sistema nacional de enseñanza. Si me solicitaran una sugerencia para extirpar esos fallos, que le pregunten a las personas con acendrados hábitos de lectura por qué no tienen faltas ortográficas. Muy sencillo, leyendo constantemente, topándose a diario con las palabras.
1 800 razones para no volverLismary Mena (Edificio 17, apartamento A-9, Leoncio Vidal, Ranchuelo, Villa Clara) presagió una agradable cena cuando, con su compañero y otra pareja, reservaron para las 7:00 p.m. del pasado 22 de febrero una mesa en el restaurante 1800, de la ciudad de Santa Clara. Reservación sugiere exquisitez, todo a pedir de boca...
Pero al traspasar el umbral del restaurante, comenzó la decepción: dos empleadas no cesaban de conversar y palpar diferentes prendas de vestir desordenadamente, que al parecer una de las dos vendía. El bolso de las mercaderías lo habían situado encima del carrito donde se depositan los platos para llevarlos a las mesas.
A las 7 y 15 p.m. les presentaron la carta. A las 8:00, ya impacientes por la demora del pedido, pensaron que los habían olvidado. Pero la mesa contigua recibía todas las atenciones. Así tensaron su paciencia, observando cómo dos gatos andaban por el salón como Pedro por su casa.
Ya mirando que quienes entraron después, y atendidos por otras camareras, salían, constataron que llevaban una hora y 15 minutos esperando. Entonces llegó el pedido, y Lismary descubrió un bistec de lomo que era más grasa que carne. Y los bistec empanados «eran demasiado» ya: «A un precio de 13,30 pesos —precisa—, no les hubiera apetecido ni a aquellos gatos. Era como estar comiendo una fritura del puesto de la esquina, con bolas de harina y huevo, y apenas carne adentro». Y más. El resto de la comida totalmente fría.
Cuando llegó la cuenta, reclamaron por pensar que había un error. Llamaron a la camarera, y resultó que les estaban cobrando aquellos disparates de bistec empanados como bistec de cerdo especial, cuyo precio es 18,50.
Al lado, un hombre protestaba irritado por la calidad de los platos, y aclaraba que nunca volvería a poner sus pies allí.
Qué sobremesa. Cuánto disgusto e irrespeto. Me parece que esta historia me la sé de memoria hace mucho tiempo, en más de un restaurante que otrora ofrecía 1 800 razones para frecuentarlo. Gastronomía... Gastro no mía.