Acuse de recibo
A más del calor, el verano trae calenturas para quienes sufren los excesos del prójimo, peores que los de la temperatura... hasta en la ciudad de Santiago de Cuba.
Desde allí me escribe Osmani Rodríguez, quien vive en Calle Nueva 156, entre Trinidad y San Francisco, con su esposa y sus hijos de tres y cinco años. Confiesa que estas vacaciones son austeras; pero hubieran sido una panacea si no fuera porque entre el 19 y el 28 de julio, les situaron un quiosco de los carnavales a menos de cinco metros de su puerta a la calle: venta de cerveza y un equipo de audio con más de mil watt de salida, más de 20 horas diarias como promedio.
«Fueron los peores días de la corta vida de mis hijos», apunta. Borrachos sobre la fachada, había que pedir permiso para pasar, y se molestaban. Obscenidades a viva voz, escupitajos y vómitos, constante basura al piso. El ruido ensordecedor que obligaba a encerrarse y sufrir más calor».
Con el fin del festejo, pensaron salir de la pesadilla. Pero el quiosco sigue funcionando por el verano: de 4:00 p.m. a 12 de la noche los días entre semana; y jornada entera los fines de semana.
Osmani se quejó, y le aconsejaron resignación, pues el quiosco no lo van a quitar. «¿Qué hago?», pregunta, y sugiere que las autoridades de su ciudad debían ser cuidadosas a la hora de situar esas instalaciones, en sitios alejados de viviendas, para no agriarles el verano a quienes sufren las secuelas de la diversión.
Viejas indisciplinas en nuevos ómnibusDesde avenida 35, número 6811, entre 68 y 70, en la célebre localidad habanera de San Antonio de los Baños, Mario Campos lanza un S.O.S., y se pregunta si las autoridades del transporte en la capital no están al tanto de lo que sucede en los flamantes ómnibus del P-10, que el país adquirió con tantos sacrificios.
Mario toma esa ruta cada día al salir de su trabajo. Y observa lo desagradable cuando en El Náutico, pasajeros que vienen de la playa, en su mayoría jóvenes, abordan el ómnibus en traje de baño, mojados y con arena: algo que antes estaba prohibido.
En su gran mayoría, abordan la guagua en manadas y por cualquier puerta, sin pagar el pasaje. En ocasiones presionan las puertas para que estas no cierren, con el peligro de que se rompan. Y el chofer solo no puede controlarlos. Ante esta situación, ya los ómnibus eluden las paradas, y los pasajeros «normales» son los que pagan al final esas barbaridades.
Mario tiene la sensación de que a nadie le preocupa, y sugiere que las autoridades del orden público debían estar más en esos sitios para neutralizar las indisciplinas.
A Carmen Pérez, de calle 54 número 4119, en el municipio capitalino de Playa, le preocupa que los ómnibus P-9 y P-10 tienen cerrada una hoja de la puerta delantera, lo que impide que fluya ágilmente el pasaje al subir a la guagua, con el consiguiente malestar y el fomento de las indisciplinas.
«Cuando se les pregunta a los choferes —refiere—, dicen que es una medida de la administración de la terminal. ¿Usted se imagina el P-10, que sale del Náutico a las 4 de la tarde, cuando todos abandonan la playa, y la puerta solo abre a la mitad, y todo el mundo queriendo entrar? ¿Cuánto durarán esas puertas?».
¿Terreno de pelota o vertedero?Wilber Romero vive en la apartada comunidad Palma del Perro, en el macizo montañoso de Guisa, provincia de Granma. Allí la distracción mayor para muchos es la práctica del deporte nacional en un terreno imperfecto y disparejo que ellos llaman campo de pelota.
Y ahora en el verano sufren más los excesos de los vecinos que residen alrededor del terreno, específicamente en las casas que bordean el jardín central: arrojan allí la basura y la queman, con cenizas, vidrios, pedazos de metal y clavos.
Los peloteros del barrio han planteado el problema al representante del INDER, pero todo sigue igual... o peor. Ya son dos basureros, un cordel para tender ropas con el cual han chocado los jugadores, una estiba de guano, dos picaderos de leña que dejan astillas, y una zanja que drena para el jardín central. Los peloteros chapean y rastrillan, recogen la basura para sensibilizar a los infractores, pero nada. Vuelven a lo mismo, y hasta se molestan. Y todo sigue igual...
Y este redactor se disculpa pues equivocó la dirección de Joel Orlando Silva en el Acuse publicado ayer martes: el lector radica en calle 140 entre 149 y 51, Marianao.
Verdades como salideros
Mariza Margarita Arteaga es una señora muy inquieta, que no puede vivir encerrada a cal y canto huyéndole a los problemas, allí en San José 669, altos, entre Gervasio y Belascoaín, en el barrio Dragones, de Centro Habana. Ella vive conectada con esta columna, y de vez en vez irrumpe, pues no se puede contener ante las indolencias que manan como los salideros de agua en la capital.
Recién publiqué su denuncia sobre la suciedad y las cloacas tupidas en su barrio, y ahora retorna para decir en buen cubano que aquello «sonooooooó que no quiera usted ver»: Se asoma al balcón, y por lo menos ve la limpieza en su cuadra. Ojalá que tenga fijador; porque si no, Mariza Margarita volverá por sus propios fueros a esta sección.
Hoy ella aprovecha para comentarme los grandes dilemas del agua, esa que parece perfilarse como la causante de guerras futuras, según los entendidos. Pero la señora ve el asunto desde la óptica del barrio, con las pequeñas «guerritas» que le trae al bolsillo del cubano si él intenta, al menos, evitar derroches en su propio hogar. Sí, porque, mientras llegan las grandes inversiones en el acueducto de la ciudad —¡oh, Albear!—, hace falta un programa eficaz para que la gente pueda atajar sus propios salideros en casa.
Mariza Margarita no entiende por qué es casi un imposible adquirir llaves, grifos, uniones y piezas de plomería para esos remiendos domésticos. Es criminal que uno pague una llave de lavamanos en 160 pesos y dure tres meses, porque su mariposa es de calamina, y haya que resignarse a derrochar agua, sentencia. Y de los precios de esas piezas en las tiendas en divisa ni se diga. Pero más le duele que en pesos también sean muy altos, y no se correspondan con la calidad. Lo poco bueno, lo acaparan los revendedores.
Margarita recuerda apenas como un brumoso amago aquel intento, trunco y olvidado ya, de censar los salideros intradomiciliarios y crear brigadas para atajarlos. Se fueron esos sueños con los salideros de agua. Pero ella persiste en atraparlos y no dejarlos escapar como el agua que se bota. Esa es su propuesta al Gobierno de la capital: crear un programa de supresión de salideros hogareños, accesible al cubano promedio y con fijador, que tapone la indolencia hidráulica entre cuatro paredes. ¿Será imposible?